En este país los trenes han sido siempre cinematográficos, sentimentales, literarios (los trenes siguen andando con ritmo y grasa de máquina de escribir). O sea, que a ver qué es eso de que nuestros trenes de sueño, novia y cestilla tengan que caber ahora por los túneles, como si fueran japoneses. Habrá quien diga que nuestra política virtual, con leyes alegóricas y ministerios que son emanaciones, tenía que dar inevitablemente trenes virtuales. Pero yo creo que nuestros trenes han tenido siempre el tamaño de las postales y la duración de una despedida, y han cabido todos en la maleta, como el frío de las estaciones. Los túneles se abrían solos, en mitad del sueño (quizá eran sueño), los pueblos se edificaban de niebla y piedra al paso del tren (Espelúy, por ejemplo, sólo existía cuando pasaba el tren), y hasta la novia nos salía no en el baile ni en el veraneo, sino directamente al final de la vía, emergida como una sirena. Yo creo, en fin, que Isaías Táboas e Isabel Pardo de Vera han dimitido creyéndose japoneses, cuando aún somos un país de trenes perdidos y viajes imaginados.
Los trenes que caben en los túneles son como los programas electorales que se cumplen, una cosa antiespañola, antipoética y bárbara
Los trenes que caben en los túneles son como los programas electorales que se cumplen, una cosa antiespañola, antipoética y bárbara. Aquí han pensado en el tren antes que en el túnel, que es como pensar en el amor antes que en la enamorada y en el hoy antes que en el mañana, y todo eso me parece muy de donjuán español. El túnel es mera ingeniería pero el tren es poesía, como un velero, y aquí estamos llenos de poetas, sobre todo poetas pillos y ladrones de suspiros, que sólo hay que ver a Pedro Sánchez. En nuestro ferrocarril, la verdad, yo creo que nunca hubo mucha ingeniería, sino que el tren iba como con velas de sol y de árboles, a la velocidad de las ardillas, y más que hacer túneles se esquivaban las montañas o se aprovechaba una gran madriguera mitológica, orogénica, que llevaba al otro lado de Despeñaperros por las tripas de dinosaurio de la roca y la leyenda.
Yo creo que la ingeniería no hacía falta, o no nos importaba tanto, o al menos eso recuerdo yo del primer tren expreso que cogí de niño, que me pareció montado como a partir de diligencias. El tren se diseñaba sólo ornamentalmente, como un vagón de circo (los ricos parecían viajar entonces como tigres orientales), o bien se diseñaba sólo mínimamente, con aquella madera de la tercera clase que era como de cobertizo. Los alemanes (los japoneses de entonces) seguro que hacían buena ingeniería con los trenes, pero nuestros trenes eran sólo la noche oscura del alma, la noche oscura de los soldados, las monjas y las criadas. Sí, porque antes, en los trenes sólo había soldados haciendo una guerra de cigarrillos por los pasillos, monjas oliendo a dulce de soledad y criadas giñándoles los muslos a los chiquillos como yo, que empezaban a fijarse en esos guiños.
Aquí en realidad no diseñábamos nada, no se diseñaban los trenes porque aprovechábamos las diligencias y los cobertizos, como digo, y tampoco se diseñaban las vías ni los túneles, que parecían estar ahí desde los romanos. Todo empezó a fastidiarse cuando le metimos ingeniería a la tradición y les quitamos las ruedas y los altos estribos a los trenes, o sea con los señores Alejandro Goicoechea y José Luis de Oriol, que eran como los Daoiz y Velarde de los trenes, entre la gloria nacional y la cinemática newtoniana. Sólo a partir del Talgo, que era como un tren talado, un tocón de tren, un pontón de tren, un tren de cocina de formica, la gente tenía que caber en su asiento y los trenes tenían que caber en sus túneles, cosa que antes era como preguntarse si las cigüeñas cabían en los campanarios. Desde entonces me parece que queremos ser alemanes, o japoneses, y no nos sale. Luego vino el AVE, para traer y llevar al Curro de la Expo y a Carlos Herrera, y el tren, que tardaba lo que tenía que tardar, empezó a tener que llegar a su hora. Y ya no quedó nada de España. O sólo queda en Extremadura, donde el tren aún es un tren romano como un teatro romano.
Ahora nos dimite gente por no saber ser japonesa, o porque queremos que sea japonesa, como una japonesa que quiere ser flamenca. Una secretaria de Estado tampoco es tanto, apenas una burócrata en el poético mundo ferroviario, que es de juguete como la poesía. Pero desde luego es una barbaridad que dimita el presidente de Renfe, que a mí me parece una dignidad española anterior y superior al rey, como un rey de los carteros, un rey de los toreros o un rey de los niños que juegan con trenes. Si el revisor, aquel revisor con gorra de chimenea de locomotora, ya era una autoridad mágica, algo así como el encargado de los autos de choque pero en un auto de choque que recorría toda España y toda la infancia, no digamos el presidente de Renfe, especie de rey o padre juguetero, de Geppetto metalúrgico y demiúrgico con silbato.
Aquel tren que llegaba a la novia o a Madrid como en una llegada de tren de cine mudo, aprovechando el sueño y un puente romano, era natural, era poético, era antitecnológico, era español como el soldado que dormía en el pasillo igual que un borracho de Velázquez. Ahora nos dimite un cargo político, que es raro como ver a un japonés toreando, y hasta nos dimite el presidente de Renfe, ese señor que montaba los trenes y los pueblos y que levantaba las montañas, como en el Ibertrén que soñábamos de pequeños. Y todo, ya ven, porque no caben los trenes en los túneles, que quizá es como esperar que a los revisores les quepa la gorra en la cabeza, algo que nunca pasó porque, seguramente, tenía que ser así.
Yo creo que Isaías Táboas, Isabel Pardo de Vera y hasta el ingeniero civil que dibujó su tren de la infancia, alto como una diligencia y rojo como una bicicleta, sólo ejercían su oficio, su melancolía y su fantasía de españoles. No vamos a acabar de repente con la tradición de los viajes soñados, de las novias perdidas y de los poetas con maleta. Aquí los trenes siempre han sido nocturnos y sentimentales y los políticos siempre han sido vagos y tunantes, que no vamos a convertirnos, a estas alturas, en japoneses.
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