Valentina bajó del autobús en una rotonda de Alcobendas, en la madrugada del 11 de marzo de 2022, con una mochila y la caja de parches oculares infantiles que utilizaba el más pequeño de sus hijos, Andrii, de siete años. También bajaron sus cuatro hijos, Olena, Artem, Katya y el propio Andrii, al igual que otras madres y sus hijos menores, bebés, abuelas, familias sin varones que ponían fin en Madrid a una interminable expedición por carretera desde su salida de Ucrania, tras varios días en Varsovia y un agotador viaje en carretera.

Traían lo mínimo, lo que cabe en una mochila o en una pequeña maleta, así como aquellos objetos que cada madre consideró imprescindibles para viajar hacia lo desconocido; en el caso de Valentina los parches para corregir un pequeño defecto en la visión de Andrii. Toda la vida de una familia empaquetada en una pequeña caja de parches.

La mayoría de las madres no hablaban nada de español, aunque muchos hijos hicieron de intérpretes en aquellas primeras horas y días, pues habían pasado ya temporadas en España, formando parte de programas de acogimiento familiar por vacaciones. Lo que dejaban atrás era mucho: esposos, parejas, madres y padres, granjas, casas. Lo que tenían por delante era absolutamente incierto: un país desconocido que se convertía en el refugio para huir de una feroz guerra de invasión, casi inimaginable en el siglo XXI, pero tan desgarradora como real. Escapaban de una guerra en suelo europeo, aquella pesadilla que creíamos conjurada tras las atrocidades de la primera mitad del siglo XX y que, sin embargo, revivía en nuestro continente la más aterradora de las pesadillas.

Como aquel autobús llegaron muchos más, cientos, con destino a ciudades y pueblos de toda España, con niños y madres igual de desorientadas que Valentina, exhaustos, desconcertados, vulnerables y agradecidos. Llegaron taxis, vehículos particulares, furgonetas y decenas de voluntarios que organizaron aquel despliegue para acoger a quienes escapaban del horror y empezaban a sumar nombres en el goteo incesante de esa contabilidad de la tragedia que, un año después, nos dice que la invasión rusa ha provocado más de cinco millones de refugiados, de los cuales 170.000 están en España.

Sorprendentemente, estos desplazamientos forzosos y la acogida dispensada por muchos países europeos no ha tenido en el discurso político el impacto que tuvo la crisis de refugiados de 2015, con enconados debates, reproches entre partidos, eslóganes y pancartas de bienvenida impregnadas de ideología, que no hemos visto en esta ocasión. Esto demuestra que la sociedad civil, española y europea, madura y generosa, reacciona al drama humano más allá de los discursos de diferentes tonalidades políticas que pretenden fagocitar todos los acontecimientos de nuestra vida, desde los más insignificantes hasta los de mayor alcance.

Hoy hacemos el imprescindible balance de un año del inicio de la invasión, de la desesperada huida de tantas familias y de la movilización de voluntarios, algunos organizados, otros espontáneos, que no se conformaron con ser espectadores de las acciones devastadoras que Putin ordenaba sobre un país vecino de la Unión Europea.

En Madrid, nuestros ángeles de la guarda fueron los policías nacionales que, como Clara, Chema y tantos otros, honraron el uniforme que visten

La conclusión más triste es, sin duda, que la guerra sigue y los saldos de la destrucción son escalofriantes. No acertaron quienes todavía en enero de 2022 dudaban de que Rusia fuese capaz de iniciar la invasión y atribuían aquel estrépito prebélico a discursos fanfarrones de Putin dirigidos a su propio público y a la comunidad internacional. No acertaron quienes pronosticaron una guerra corta y una invasión rápida del territorio. Tal vez debamos cambiar de analistas de cabecera.

La parte humana del drama es que muchas niñas y niños, muchas madres, también abuelas, han encontrado en España lo más parecido a un hogar, aunque sea un hogar prestado, pues sus casas siempre estarán en Ucrania, pero hogar, al fin y al cabo.

Tras la confusión y cierto caos, comprensible sin duda, de los primeros días de llegadas masivas, el procedimiento de documentación de los desplazados y su acceso a los servicios públicos esenciales, educación y sanidad, se organizaron por las distintas administraciones con el fin de ordenar la acogida. En Madrid, nuestros ángeles de la guarda fueron los policías nacionales que, como Clara, Chema y tantos otros, honraron el uniforme que visten y demostraron un compromiso y una implicación personal muy superior a lo que exigía el cumplimiento de sus obligaciones. Bravo por ellos.

Los desplazados aprendieron nuestro idioma, en muchos casos gracias a clases improvisadas que organizaron muchos voluntarios convertidos en profesores de español; accedieron a nuestro sistema de salud y a la inmediata escolarización de sus hijos; en muchos casos, también encontraron un empleo en el que comenzar una vida digna en este país que hoy también es el suyo. Las ayudas públicas han sido, en este año, más bien escasas y difíciles de encontrar. La solidaridad espontánea, sin embargo, ha sido abrumadora.

Andrii ha cumplido ocho años, ya no necesita el parche, juega al fútbol, va al colegio y llama a sus amigos “tío” y “bro”. Su madre trabaja como empleada doméstica, entiende todo y habla mucho de aquel idioma desconocido hace un año. Todavía no saben hasta cuándo vivirán aquí, pero sí tienen claro, muy claro, que este país también es su país. No es una cuestión geopolítica: es un sentimiento.


Luisa Orozco Aréchiga. Asociación Unimos Fronteras

Es la primera mujer al frente de la embajada de la República Federal de Alemania en España y lleva en […]