Susanna Griso ha hecho llorar a la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, un poco como hizo llorar, o casi, a Patxi López con lo del tito Berni (sus cafés en Espejo público terminarán en cafés de llorera, como unos cafés con la Gemio o con mi querida Toñi Moreno). A mí, la verdad, me ha parecido un merecido desagravio. A Europa le lloramos mucho hasta que nos da sus billetes llenos todavía de musas griegas que siguen llorando por nuestra tragedia. A Europa le damos mucha lástima, mucha ternura o mucha coba, y a esto algunos lo llaman solidaridad y Pedro Sánchez incluso lo llama éxito, un éxito por el que luego sus diputados lo aplauden por bulerías en el Congreso (a lo mejor, después de cenar con tito Berni, la gente está más animada para zambras y achuchones). El caso es que quizá ya era hora de que Europa llorara no por nuestras cosas sino por las suyas. Ya nos da igual que se vaya Ferrovial, porque nos hemos vengado en Lagarde, a la que le hicimos llorar todo su dinero de hielo derretido, que luego, eso sí, se le volvió a congelar enseguida bajo el ojo como una lágrima de arlequín.
Europa nos da dinero pero nos roba las empresas y hasta nos deja sin Puigdemont, que es como dejarnos sin José Mota. Yo creo que seguimos sin ser y sin sentirnos europeos, porque nuestros políticos y exploradores aún se van a Europa como a un lugar mitológico y ajeno, a la caza del dinero o de la libertad como a la caza de la ballena o de la sueca que por aquí no tenemos. A Europa vamos en carromato, vamos con guitarra, vamos con cestillo de quesos, vamos con la mano hecha un cazo, vamos a las montañas del dinero o vamos al santuario donde se curan los pobres como se curan ciegos. Todo está en Europa y todo consiste en que Europa nos lo dé, que para eso está. Europa sigue siendo como el rico de Podemos, que no hay más que repartirlo o estrujarlo entre los pobres para solucionarlo todo. Lo que pasa es que cuando se acaba el rico ya no hay nada, como nos pasa a nosotros cuando se acaba Europa, que sólo nos quedan toreros guapos como Sánchez o algún señor en calzoncillo que aún se siente ligón entonando el Asturias patria querida.
Europa nos da dinero pero nos roba las empresas y hasta nos deja sin Puigdemont, que es como dejarnos sin José Mota
De Europa aún no hemos aprendido mucho, salvo el caminito que hay hasta donde está el dinero alimenticio como el camino hasta donde está una vaca de ubres inagotables, vaca alpina, feliz y musical como de reloj tirolés. Aquí, el que se atreve a hacer dinero es un malvado y un explotador, pero el que vuelve de Europa con la guitarra o la taleguilla llena de monedas es un héroe, un salvador, un listo y un donjuán. Yo creo que Ferrovial no se ha ido por Hacienda (tampoco se ahorra tanto), ni porque aquí uno nunca sabe si mañana Sánchez le va a poner una multa o una tasa a los tirantes para calcetines o a los maletines con monograma, o va a nacionalizar El Corte Inglés o las galletas Campurrianas por su valor estratégico e indigenista. Yo creo que Ferrovial, como alguna compañía más que pueda copiarla, se ha terminado yendo simplemente a un sitio donde la empresa es empresa y el dinero es dinero, cosa que aquí parece una herejía calvinista.
En Europa, donde los políticos parecen el matrimonio Arnolfini y el dinero parece sólo un contrato, no una palabrota, lo normal es que los gobernantes no lloren tanto y que las empresas no salgan en carteles de malos de saloon que saca el Gobierno mientras ruedan los matojos secos por el país. O sea, que tampoco es tan raro que una empresa que quiera ser empresa, no una panera para el Gobierno, ni un escarmiento para guerras históricas, ni una granja de ricos atocinados, de ricos para la matanza, de ricos para anillar con símbolos de dólar, como gansos anillados; tampoco es tan raro, decía, que una empresa se quiera ir de aquí para hacer negocio en vez de para servir de lección. Si Europa es ese lugar al que nuestros políticos van a buscar el dinero con nuestra guitarra de pobres y nuestra lágrima bordada, es normal que el dinero esté allí, y que aquí nos quedemos con los bandoleros y con los guapos. O con los feos que aplauden a los guapos. Yo creo que aquí no es que el dinero no nos crezca bien, sino que desaparece. Fíjense cómo esa misión del Parlamento Europeo se tuvo que volver sin saber dónde estaban sus fondos, que en nuestras manos se habían transformado en cartulina y en alarde, en pósits en tazas de café del país de los cafelitos y en roneo del país del roneo.
No hay que darle más vueltas, que si Ferrovial se ha ido es porque se iba a la patria del dinero, que ésta es la patria de los guapos tiesos o de los brutos con enchufe, tierra donde sólo se entiende el dinero como botín que se quita a otro, al panoli, al Estado o a la Europa que viene montada en sus carretones de dinero como todos los guiris. Europa nos da dinero y nos quita alguna empresa poco española, una empresa de dinero en vez de una empresa sentimental, ideológica o pedagógica, y hasta nos quita a Puigdemont, que es como si nos quitara a Aramis Fuster. O sea, que al final va a resultar que sólo nos hace bien. Después de tanto tiempo y tantos desengaños, Europa aún nos ayuda a ser quienes somos, que ya hay que tener paciencia o ceguera.
Ahora, ya ven, me parece injusto que Susanna Griso, que quizá se levantó tranquila pero se volvió vengativa revolviendo el café, como una suegra, haya hecho llorar a Lagarde. Lloró, es cierto, por fotos familiares y un hermano por sorpresa, pero a mí esto me parece la más cruel de las humillaciones, o sea que alguien llegue a una entrevista como presidenta del Banco Central Europeo y se vaya como Rocío Carrasco. Al final, Lagarde no era la reina élfica que nos esclaviza con su dinero como con el oro del Rin. Sólo era la Europa fría o ciega que aún nos salva, que aún nos manda sus fondos, sus mieses y sus musas, mientras aquí sólo se invierte en putas y torreznos. No se merecía salir de España así, llorosa aunque tintineante, igual que Sánchez cuando vuelve de Europa.
Susanna Griso ha hecho llorar a la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, un poco como hizo llorar, o casi, a Patxi López con lo del tito Berni (sus cafés en Espejo público terminarán en cafés de llorera, como unos cafés con la Gemio o con mi querida Toñi Moreno). A mí, la verdad, me ha parecido un merecido desagravio. A Europa le lloramos mucho hasta que nos da sus billetes llenos todavía de musas griegas que siguen llorando por nuestra tragedia. A Europa le damos mucha lástima, mucha ternura o mucha coba, y a esto algunos lo llaman solidaridad y Pedro Sánchez incluso lo llama éxito, un éxito por el que luego sus diputados lo aplauden por bulerías en el Congreso (a lo mejor, después de cenar con tito Berni, la gente está más animada para zambras y achuchones). El caso es que quizá ya era hora de que Europa llorara no por nuestras cosas sino por las suyas. Ya nos da igual que se vaya Ferrovial, porque nos hemos vengado en Lagarde, a la que le hicimos llorar todo su dinero de hielo derretido, que luego, eso sí, se le volvió a congelar enseguida bajo el ojo como una lágrima de arlequín.
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