No es un héroe más en el altar de la patria italiana. Tampoco, un personaje ordinario ni convencional, aunque tantas veces abandonara el Olimpo excelso de su brillantez para deslizarse, sin frenos, por los albañales de su mísera condición humana. En marzo de 1938, hace ahora 85 años, era enterrado en su marmóreo catafalco de Gardone Riviera, norte de Italia, el mayor embaucador que ha dado la política europea en los dos últimos siglos.
Literato original y brillante, exquisito dramaturgo, maestro de la oratoria más inflamable, extravagante poeta, demagogo y chantajista sentimental y pirómano alquimista de las palabras, Gabriele D’Annunzio habría sido hoy, sin dudarlo, uno de los iconos pop más celebrados en esta era de la política espectacularizada que nos ha tocado vivir. Muñidor de una obra literaria sobresaliente, D’Annunzio hizo de las palabras, de su combinación, su encaje y proyección arrojadiza hacia los demás, un oficio que fue, singularmente, un arte di vita único y el fundamento de una presencia pública ubérrima y paradójica en la que el literato, que las utilizó primero para entretener y deslumbrar a sus lectores, fue dando paso progresivamente al político original, al agitador galante y al orador magmático y fascinante que las utilizó para seducir y empujar a sus compatriotas hacia un crisol de violencia política mediado por la estética del que bebería, años después, el Fascismo italiano.
A quien no lo conozca bien, unas líneas introductorias: Il Vate (el Poeta), como se le conoció en esa Italia pugnaz de los albores del Novecento, reúne alguna de las exuberantes cualidades que la física de los materiales reserva sólo a las gemas y a los diamantes más preciosos, esos artículos caros, sofisticados y morbosamente deseables cuyo brillo ha movido, como pocas cosas en la historia de la humanidad, a la guerra, a la usurpación y al expolio de lo ajeno, pulsiones todas en las que el D’Annunzio sablista, erotómano, demagogo y embaucador excelso y talentoso, destacó como pocos.
Rimador decadente de renombre internacional convertido, manu militari, en ardiente líder del movimiento irredentista italiano, cocainómano tenaz, opinador frondoso y antojadizo, coleccionista de los cachivaches más caros y exquisitos que casi nunca pagaba a sus proveedores, esteta sublime, pionero de la aviación y del agitprop con sus temerarios rallies aéreos en vuelo bajo sobre la Viena Imperial en los que liberaba pasquines con la bandera italiana animando a los súbditos imperiales a rendirse. D’Annunzio, el dipsómano y fornicador insaciable, totem del nacionalismo italiano, chaquetero político, bardo caprichoso y consentido por un país efervescente en vías de unificación que lo adoraba y, en fin, el juguete roto y caro en manos del fascismo venidero que se reconoció tributario de su espíritu enardecido y que supo neutralizarlo políticamente cubriéndolo de oro para entretener sus vicios y alimentar su melancolía, el poeta de Pescara fue, ante todo, un personaje originalísimo y excesivo, de quien Lenin llegó a decir, tras el golpe de mano que le llevó a recuperar la ciudad fronteriza de Fiume para Italia y convertirla en paraíso de libertarios, que era “el único revolucionario de Europa” (le dijo la sartén al cazo, añado).
Gabriele, el influyente y cultísimo literato tuerto (perdió un ojo en una acción bélica en la Gran Guerra), el rapsoda que se autodenominaba “Duca (Duque) Mínimo” en un brillante ejercicio de artificiosa inmodestia a la que tenía acostumbrada a sus compatriotas era, sobre todas las cosas, un seductor nato, un hedonista irresistible para sus contemporáneos y el mejor publicista de sí mismo, capaz de llevar a buen término sus osadas hazañas y de convertirlas en testimonio de una vita ardita y de una existencia audaz y emocionante al servicio de la gloria del país alpino. Como muchos otros que lo han intentado vanamente después con menos talento, más medios y mejores tribunas que las que frecuentó nuestro personaje, D’Annunzio, el embaucador goloso y despiadado que podía perder el norte por el trasero de una señora, por un broche dorado o por una tela de organdí, trabajó con denuedo por crear y recrear ese artefacto maravilloso y refulgente que fue su propia existencia, a la que elevó a la categoría de sublime obra de arte.
D’Annunzio, el poeta de la virilidad, el pornógrafo procaz y apóstol del estilo capaz de alternar su brillante oratoria y sus good manners en los salones galantes con el ruido pesado de botas y el rancho nauseabundo de las trincheras, supo pulsar y excitar con sus palabras el alma herida de una Italia joven que, pese a encontrarse en Versalles entre las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial, se consideró preterida y maltratada por las componendas que los Aliados terminaron por imponer en el Salón de los Espejos del palacio parisino, en los que el país alpino terminó por ver reflejada su irrelevancia en el concierto de naciones. En París perdió el país su derecho a reclamar los territorios irredentos (italianísimos y “no rescatados”) de la Dalmacia, Istria y el litoral austríaco, poniéndose las bases y los fundamentos del mito resonante de la “Victoria Mutilada” italiana, que pronto serviría de gasolina y coartada bélica al nacionalismo más intransigente y de motivación confesa para la extravagante expansión colonial llevada a cabo por Mussolini años después.
En el despertar del Novecento, en este contexto de animosidad colectiva, en los albores de la comunicación de masas, en este escenario de colusión entre vanguardias, revolucionarios de café y taimados redactores de manifiestos y proclamas, Il Vate, en su vertiginosa carrera hacia la inmortalidad por senderos menos convencionales que los que le brindó la literatura, se convirtió pronto en la mayor y más singular amenaza para el decadente orden político liberal italiano, al que arrumbó con un borbotón de versos y metáforas insultantes y al que terminó anegando bajo un torrente atronador de palabras inteligentemente dirigidas como saetas al corazón de una Italia orgullosa, dolida y engañada.
Muchas décadas antes de que nuestras pantallas y nuestra tranquilidad se viesen perturbadas por los previsibles discursos y las soflamas alicortas de negacionistas, ofendidos y demagogos ubicuos, y de que la verdad fuese puesta en almoneda desde los estridentes púlpitos de esa internacional populista que terminó conectando, por los cables pelados, la Hungría de Orban, la Rusia de Putin, los Estados Unidos de Trump y el Brasil de Bolsonaro, D’Annunzio, el “Poeta Armado” en el cenit de su popularidad, supo utilizar, en su propio interés el enorme poder movilizador de lo que se dice, de lo que se crea y se recrea con el lenguaje para enardecer a un país y poner en jaque a todo un sistema político.
De las palabras a la epopeya final.
Los héroes del Risorgimento italiano hicieron Italia y ahora había que hacer italianos, tarea a la que se encomendó el poeta y caudillo por la vía de la extremosa polarización y la de la fuerza incontenible de su verbosidad, que glosaba la belleza lírica del sacrificio y del acto sublime del derramamiento de sangre por la patria, exhibiendo sus dotes de eximio mago de la oratoria y su carácter de precursor de la sentimentalidad política y del poder transformador y movilizador de las palabras sobre de las masas, que lo convirtió en heraldo de una era de la espectacularidad pública que se cocinó, hasta tostarse, en ese fuego de pasiones que fue la Europa de entreguerras.
Con la artillería metálica y pesada de las palabras, con el candor dramático de su entonación y la maestría en la declamación ampulosa y belicista, D’Annunzio logró erosionar los fundamentos de la democracia liberal italiana, a la que hacía responsable de las desgracias del país en el dopoguerra, una nación irrelevante en el concierto de las potencias internacionales surgido tras la conferencia de paz en París y a la que la geopolítica y la doctrina pujante del derecho de autodeterminación de los pueblos del Presidente Wilson dejó sin algunas plazas de indiscutida italianidad, como esa ciudad de Fiume (luego llamada Rijeka), que pasó a integrar el recién nacido Estado de Yugoslavia.
Fiume o morte. Como si de un mártir en búsqueda de la eternidad que proporcionan el sacrificio en el cadalso o en la llama alimentada por los intransigentes, D’Annunzio, a lomos de su locuacidad y su verbigeración salpicada de emocionalidad y de hermosura, fue al encuentro en Fiume, -la Ciudad Holocausta en el imaginario febril del poeta-, del episodio histórico con el que culminar su tenaz desafío al sistema y con el que lograr la sublimación pública y perfecta de esa vita come opera di arte a la que se consagró.
Su implacable vocación de posteridad, la pasividad de las fuerzas armadas con las que se topó en su viaje hacia Fiume y algo de esa fortuna que acompaña casi siempre a las gestas más inesperadas y extravagantes de la humanidad dio carta de naturaleza a un golpe de mano audaz e incruento que provocó que el 12 de septiembre de 1919, la columna de 287 hombres liderada por el poeta terminara tomando la ciudad en nombre de una Italia humillada en la cocina de los pactos de París. El éxito de la empresa de anexión informal de Fiume para Italia no impidió que el gobierno liberal de Roma, consciente del factor desestabilizador interno de esta epopeya y del enorme conflicto diplomático que la dramática acción guerrillera le provocaba ante la emergente Sociedad de Naciones, enviara a su ejército a rendirla por la fuerza, cercándola durante esos 15 meses en los que pasó a consagrarse como icono universal de la resistencia libertaria.
La pomposa y popular invasión de Fiume – Città de Vita, como fue calificada después por el Poeta- a caballo entre la bufonada y la rebelión militar, y que se prolongó durante más de 1 año con sus habitantes ciegamente entregados a la causa enarbolada por el Poeta y subsistiendo a base de una economía de guerra y de las efectistas acciones de pirateo en el Adriático, alumbró, en lo material, la denominada Carta del Carnaro (la Constitución más progresista de su época) y a la instauración de una República independiente del Reino de Italia que, conformada como una experiencia de gobierno alternativa a la preconizada por los teóricos del Estado liberal o del socialismo, terminó por atraer a Fiume a muchos de los buscavidas europeos seducidos por la personalidad de D’Annunzio, por la divisas del libertinaje y la autenticidad de la urbe y por la excepcional oportunidad de formar parte de un experimento político sin precedentes, vivido en eso que ahora llamaríamos el tiempo real, aunque éste mate la retórica y neutralice, entre vídeos de Tik Tok y tutoriales de autocontención, las pasiones más ardientes que están detrás de las utopías y sus fervientes protagonistas, cambiándolas por frases de tazas y bailecitos ensayados.
Este suceso de anexión ilegítima de un territorio por unas huestes reunidas alrededor del carisma de un best seller patrio, algo así – y sé que la comparación no es del todo honesta, la verdad- como si en nuestros días, un Pérez Reverte, Vargas Llosa o Juan Gómez Jurado encabezasen una chirigota armada desde Cádiz hasta Gibraltar, hizo que Fiume y la épica de su resistencia frente al ejército italiano – hermanos de sangre- se convirtiera en símbolo global del espíritu revolucionario y en un laboratorio político en el que convivieron, al calor del aura fascinante y las artes magnéticas del poeta, una caterva de desertores y veteranos de guerra sedientos de adrenalina con un caudal creciente de practicantes del yoga, el nudismo, el amor libre o el macramé que iban llegando, con el pasar de los meses, a esa Babel exaltada y libertaria en la costa dalmática.
Palabras y más palabras.
Tiempo después de esta oratoria de fuego y guerra, del abuso de la semántica intencional y tramposa del sacrificio y de la oda fullera a la estética del derramamiento de sangre, llegarían las caricias y el confort de los firechats, las conversaciones radiadas alrededor de la chimenea de Franklin D. Roosevelt tras la Gran Depresión, las pugnaces y nerviosas proclamas de Hitler en Nuremberg, la salmodia orgullosa y ronca de un Churchill en la hora más oscura desde su War Cabinet, los ecos de las voces de Martin Luther King en esa América excitada de la lucha por los derechos civiles, los discursos de Obama -yes, we can- en la primera convención demócrata, la charla de Steve Jobs a los estudiantes en Stanford y hasta el “Iniesta de mi vida” de José Antonio Camacho, esa frase que unió a un país bajo el ruido lacerante de las vuvuzelas sudafricanas.
También llegaron, mecidas por los lugares comunes y enlatados de la esfera digital, los discursos de a 0’60 y el zarandeo de los algoritmos y el perfilado de audiencias al servicio de esos trovadores sin libros que son Donald Trump o Bolsonaro, las palabras sin ideas detrás que nos trajeron las inquietantes invasiones bárbaras de los centros de poder de Washington y Brasilia, aunque a diferencia de aquel D´Annunzio incrustado entre la tropa irredenta que tomó Fiume, estos modernos Instigators-in-Chief de la algarada golpista que nos tuvo en vilo en enero del 2021 y del 2023, se escondiesen tras las gentes impresionables, tras la masa informe, pintoresca y armada de manípulos y paloselfies a la que mandaron provista de cuernos de bisonte, camisetas con mensaje y gafas de visión nocturna a subvertir el orden constitucional de sus países.
Spoiler: Fiume cayó de manera abrupta el día en el que D’Annunzio rindió la plaza sitiada y bombardeada por sus compatriotas de la Marina Real, dispersándose sus colonos y salvadores, sin castigo, por los confines de una Italia convulsa y polarizada. Il Vate (o el saltimbanqui emocional como lo calificó Benedeto Croce años después) sucumbió a su propio personaje, víctima de sus vicios, de su incómoda elevación a los altares de un fascismo al que desdeñó por bruto y veleta y preso del mal de la melancolía que le llevó a construirse ese parque temático-mausoleo de la epopeya fiumana, ese templo laico que es el Vittoriale degli Italiani, erigido a la altura de su mito y su arrogancia y en el que está enterrado junto a algunos de sus valientes legionarios y arditi, en una ladera con vistas despejadas sobre el hermoso Lago de Garda.
Entonces, como ahora, las palabras públicas y publicadas importan y siguen moviendo a lo imposible, a lo prohibido o a la violencia política contra todo y contra todos, aunque el efecto de su posología sea mucho más previsible y menos brillante entre nosotros que en esa Europa del Novecientos. No en vano,los embaucadores y los émulos del D’Annunzio más peligroso y nocivo acechan hoy entre tuits, bots maledicentes y el tempo y el ruido de esas superficiales campanas de resonancia que son las redes sociales.
Ya nadie se sube al pedestal de las estatuas para arengar a sus ciudadanos pero las palabras, los sentimientos y el espectáculo siguen siendo armas arrojadizas, material inflamable y puro atrezzo para los farsantes, los pirómanos y los impostores, aunque ahora las retuerzan el lenguaje inclusivo, la monserga ignorante del reggaeton, las dolosas y perennes intenciones de los populistas y la salmodia tardo-conventual de los chamanes de la cultura de la cancelación. ¿Fiume? Dame follow o morte.
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