Hoy, 5 de abril, a la puesta de sol, comenzará la Pésaj del año hebreo 5783. Pésaj, Pascua, la celebración judía del paso del Mar Rojo. La liberación del pueblo hebreo de la esclavitud en el Egipto de los faraones y su transformación en nación.

De esto va precisamente lo que hoy comparto con ustedes: de dar un paso. Forzado, eso sí. Difícil, pero también, salvando las distancias, liberador. No de una esclavitud, dejémonos de hipérboles… pero sí de una suerte de larga relación un tanto piramidal en su esencia. Grandiosa en su construcción, con mucho de deslumbramiento faraónico y también de servidumbre asimétrica.

Aunque eso lo digo ahora, claro. Porque, más de 12 años y casi 150.000 seguidores y miles de contenidos después, Twitter me ha sacado de su mapa. No me pregunten cómo ni por qué, porque he sido incapaz de averiguarlo. 

Desde que me asomé a su baranda en el otoño de 2010, Twitter ha sido para mí muchas cosas: atalaya de observación a lo lejos; balcón a una plaza animada, multitudinaria y cambiante; bar de amigos y conocidos donde siempre había algo interesante o reconfortante; vía de contacto en ebullición con miles de políticos, periodistas, activistas, empresarios, académicos y organizaciones de todo origen y perfil…

Cuesta aceptar que te expulsan sin miramientos ni explicaciones de un espacio donde creías que te habías ganado el derecho a estar

Cuesta aceptar que te expulsen sin miramientos ni explicaciones de un espacio donde creías que te habías ganado el derecho a estar. Pero, en realidad, nunca fue tuyo. Te prestaron un pretil, gratuito y sin límites, para que lo convirtieras, o no, en un atril. En tribuna, escenario o tertulia. Los 140 caracteres tuvieron que ampliarse para mantener la fantasía, para incentivar la permanencia y el espejismo último: todos tenemos algo importante que decir, y podemos hacerlo a través del altavoz más resonante. Que lo sepa todo el mundo. Nunca piar fue tan considerado.

Pero vayamos al momento de la expulsión del templo. Fue el 19 de marzo, domingo de celebración de padres y pepes, ya es de noche, hora de prepararse para el inicio de la semana, un ojo a Twitter. Y ahí se abre la sima: no puedes acceder directamente, entra con tu correo y contraseña. No pasa nada, se pone y listo. Pero, ¡ay! Resulta que te han creado una cuenta nueva, vacía, abisal. ¿Qué? ¿Por qué? ¡No! Esa no soy yo. ¿Dónde estoy? ¿Hay alguien ahí?

Y comienza el vértigo, y la mezcla de pena y miedo (¿cómo decía C.S. Lewis? "Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como el miedo"). Y, cómo no, la rabia, y cierta clase de desesperada impotencia. He perdido el acceso a mi cuenta, a mi veterana, verificada, prolífica cuenta. Está ahí, sé que está ahí, otros la ven, pero el tan familiar @beatrizbecerrab ha dejado de estar coloreadito de azul. Se ha vuelto gris ceniza. Es un fantasma.

El duelo adelantado por la pérdida comienza, con sus inevitables fases Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El duelo es un proceso psicológico, no lineal, ni rígido, al que nos enfrentamos tras las pérdidas, y con el que nos adaptamos a ellas. Pues bien: he pasado por todas ellas en estas últimas dos semanas largas. Sinceramente, nunca me había encontrado con un muro tan infranqueable, tan inescalable, a la hora de hacer una reclamación o pedir ayuda. Ríanse de la burocracia administrativa. A ritmo de ametralladora, una y otra vez los mismo correos con tu ticket o caso renumerado, remitiéndote de forma circular a los mismos cul-de-sac. Sin salida. Sin soluciones, sin pistas, sin explicaciones. Sólo enlaces recurrentes, encogimientos de hombros digitales.

La primera semana tras el portazo lo ocupa la santa indignación, el ceño fruncido, la razón prevalecerá, os vais a enterar porque yo la tengo. Pero, desde el primer momento, late la llamada: asúmelo, despídete, tampoco es para tanto. ¿Cómo que no?, se desgañita mi Gollum. Es tuya, la cuenta es tuya, son casi trece años de tu vida, tus pensamientos, opiniones, intercambios… vídeos, fotos, hilos, conversaciones públicas y privadas memorables para mí.

Decenas de miles de seguidores de todos los rincones del mundo, con la puerta abierta y el corazón entregado, fieles, confiados, exigentes. Descubrimientos fascinantes, encuentros virtuales hechos carne después. Viajes, misiones, elecciones, eventos, campañas. Siria, Je suis Charlie, Bataclán, Sierra Leona, Hiroshima, Auschwitz, Lampedusa. Nadia, Mukwege, Almagro, Walesa, Guaidó, Bader-Ginsburg, Badawi. Madrid, Bruselas, Estrasburgo, Nueva York, Málaga. Trump, Johnson, Puigdemont, RT y Sputnik. Escohotado y Hannah Arendt. Y Venezuela, la Venezuela viva y doliente de los venezolanos que se fueron y los que se quedaron. La corrosión y el sollozo sostenido de la pandemia. Las alarmas antiaéreas de vuelta a Europa con la nueva invasión de Ucrania. Agenda y repositorio, álbum y archivo, puerta abierta al mundo 24/7, con su rabia, su generosidad y su locura.

Sí, todo eso y más. Qué se yo. ¿To pa qué? Tó pa ná, que decía el maestro malagueño Manuel Alcántara, tan sabio, tan constante, tan prolífico. Tan sin Twitter.

¿Le importa realmente a alguien? O, mejor dicho, ¿hay algo realmente importante ahí, depositado en ese servidor infinito trasunto de Interstellar, con casillas, discos, pastillas de doble entrada, cuya pérdida merezca un duelo? Mi Gollum, cómo no, se autorresponde: pues no. ¿Acaso no te habías ido distanciando ya en estos últimos años, no había un abandono progresivo, un enfurruñamiento con los usos y la actitud del pajarito azul? Una relación como tantas, con su despegue, su clímax y su inevitable decadencia. Pero qué mal sienta no ser tú quien le ponga fin, ¿verdad?

En realidad solo se pierde lo que se tuvo. Y, amigos, nunca nadie "tuvimos" Twitter, aunque nos gustara creerlo

Duelo es dolor. Es aflicción. Es la respuesta natural a la pérdida de algo o alguien, real o abstracto. Es un proceso al que, en buena medida, depende de cada cual darle duración y profundidad. Pues bien: yo he decidido hacer el duelo rápido, saltar cuanto antes a la quinta fase. La aceptación de la pérdida. Aunque, en realidad, sólo se pierde lo que se tuvo. Y, amigos, nunca nadie "tuvimos" Twitter, aunque nos gustara creerlo, aunque nos sintiéramos respaldados por una (febril) actividad, una (cuestionable) influencia, un (supuesto) público de seguidores, un (dudoso) impacto transmedia.

Hace mucho escribí en una novela, precisamente en boca de una admirable mujer judía, que no podemos elegir cuándo acaban las cosas, pero sí cuándo comienzan. De modo que me aplico el cuento y cruzo al otro lado. Y les deseo de corazón una muy feliz Pascua.


Beatriz Becerra es escritora y doctora en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas. Eurodiputada y vicepresidenta de la Subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo (2014-2019).