Pedro Sánchez va por esta primavera de campaña y sequía recolectando vivienda pública como si fueran setas de gnomo, y ya son 180.000 o así las que ha encontrado bajo las encinas salvajes y las humedades seculares de España. No era uno consciente, la verdad, de la cantidad de casas en umbría, en potencia, en el aire, en barbecho, en leñera, en papel de barba, que tenemos aquí enterradas en hoyas o en mondas o en cajones de burócrata, pegadas a las colmenas, colgando de un poste telefónico o esperando tras una tronera de fortaleza o un portón bombardeado por reclutas, franceses o pájaros carpinteros. Incluso el Ejército tenía suelo, pabellones o armazones que nadie había visto como vivienda. Hasta que llegó Sánchez, claro, y miró solares con latas, y bosques con tejones, e higueras con botijo, y explanadas con poza, y garitas con fantasma, y buhardillas con araña señorial, inmóvil y carismática como una sirena de mascarón de proa, y nuestro presidente imaginó allí vivienda como se imagina una ciudad del Pocero o un Eurovegas en Badajoz.
No era uno consciente, ya digo, de la cantidad de no-vivienda que puede ser vivienda en un momento, en un rapto de inspiración. Tampoco Sánchez era consciente, por eso nos ha ido trayendo la solución habitacional definitiva poco a poco, como un tesoro desperdigado. Sánchez ha ido de la Sareb, con sus casas sostenidas por almanaques con alcayata, hasta todo el espacio despejadísimo y aviador de la Patria, que resulta que el Ejército tenía mucho cielo de bandera y mucho aire de corneta ahí, desocupado, al que nadie había puesto tejado. Sánchez ha ido poco a poco, y se entiende. Sólo cuando Sánchez se vio capaz de transformar en vivienda pública, constitucional y salvadora un tabique apuntalado y con la goma del butano colgando, como el pasillo de una mina antes de una voladura, o una casa con techo hundido y pozo maldito, como un cortijo lorquiano, o un cementerio alfarero a las afueras; sólo entonces, decía, se dio cuenta de que podía hacer vivienda de cualquier cosa.
Sánchez ha tardado en darse cuenta de que todo es vivienda, como si fuéramos pajarillos u hormiguitas, igual que ha tardado en darse cuenta de que estaba ahí el entorno de Doñana sin agua y sin trabajo (en Las Marismillas él sólo veía nubes de langostinos llegando desde Bajo de Guía como mosquitos paleozoicos). Durante cinco años, Sánchez sólo veía casas en las casas y vacío en el vacío, yo creo que no por falta de imaginación sino porque estaba centrado en crear otras cosas de la nada, que no se puede ser artista de todo. Se diría que la realidad ha ido empujando a Sánchez desde la política alegórica, que Podemos ha finiquitado tras su fracaso, hasta el eslogan básico y fisiológico, eslogan franquista o comunista, del techo y el mendrugo (ya lo comentábamos el otro día). Ha tardado, pero Sánchez ya sabe que todo es cuestión de voluntad e inspiración, más cuando la inspiración es el hambre.
Sánchez ha tardado, pero ya sabe que todo es cuestión de voluntad e inspiración. Más cuando la inspiración es el hambre"
Sólo se trataba de salir y ver la obra en el propio espacio, como Miguel Ángel veía la escultura dentro del bloque de la cantera. El vacío no existe, y no es una cosa de la física cuántica, sino que debería ser el axioma del sanchismo. Había que ver la solución en el volumen, como los escultores, o en la luz, como los pintores, o en la lúgubre miseria, como los románticos. Es justo lo que había hecho Sánchez desde el principio, pero hasta ahora él no sabía que podía aplicarse a algo tan físico como el ladrillo, como la casa, algo todavía más físico que el dinero, que ya nadie toca. La vivienda también se podía sacar de la realidad, situarla en el futuro de sus agendas con colores de parchís y sus millones con perejil de santo, que sus millones de euros y sus miles de casas no cuestan nada, apenas un reguerillo de saliva y tóner. Si en ese futuro, además, lo más probable es que no estés, la apuesta es aún más barata.
Sánchez es como un Pocero con todos los recursos del Estado y toda la imaginación de un artista con ambición y necesidad. En realidad el Pocero no tendría nada que hacer ante la grandiosidad y la habilidad del presidente, que no es ya que no necesite cemento ni dinero para construir, sino que no necesita ni tiempo. Uno puede ver esas 183.000 viviendas ya, blanqueadas y habitadas de almas futuras, como esos cielos de urbanización de los testigos de Jehová que están entre Jericó y un Edén de parque temático. Las 183.000 viviendas se han levantado ya, como nubes, hemos sentido su leve peso y su grato bullicio desde el momento en que Sánchez las ha anunciado entre luces murillescas de anunciación. Estamos ya en ellas incluso, como en esas casas de sus spots, casas humildes pero dignas en las que se posa la atención y el cariño de Sánchez como un tapetito sobre el sencillo sofá, entre libros, niños y sopas igual de dickensianos.
Nada de esto existe, y a la vez es lo único que existe. Sánchez nos ha ofrecido ya 183.000 viviendas, y no ve uno impedimento en que pueda ofrecer aún más, que tenemos aire, sol y artista de sobra. Sánchez ni siquiera tiene que ir cogiéndolas como setas o caracolas o rayos de luz, una a una en su maravilla, sino que las viviendas salen de la nada, a voluntad, de millardo en millardo. Pero la nada no puede serlo todo, de repente, ni siete días ni cinco años después, a menos que sea un truco u otro universo. Lo cierto es que el momento no podía ser sino éste, porque si llega a prometer el milagro antes, tendría que haberlo hecho realidad. No llega Sánchez a Dios de Miguel Ángel ni a demiurgo con túnica berenjena. Apenas llega, la verdad, a Pocero sin hormigoneras.
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