«Dejando alzada nuestra bandera vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que creen que para aunar voluntades […] hay que ocultar todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación!»
La bandera que José Antonio Primo de Rivera quería alzar era, obviamente, una bandera política. Enarbolándola, añadía: «A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!».
Nunca semejantes palabras —la conjunción de lo poético y lo político— habían retumbado con tal fuerza en la arena pública. Ni siquiera se habían oído cosas parecidas en aquellos tiempos —polis griega, res publica romana, monarquía de derecho divino— en los que una especie de aliento sagrado insuflaba lo político.
Pero ¿hoy?… ¿Hoy, cuando la vida política se ha convertido en un prosaico asunto de mercaderes? Hoy, las anteriores palabras —fueron pronunciadas el 29 de octubre de 1933 en el acto fundacional de Falange Española— resultan para nuestros modernos oídos tan extravagantes como estrafalarias; y ello a pesar —quizás añada alguien— de que son estéticamente bien bonitas. ¡Qué bien suenan, hay que ver! ¡Qué bien dicho está! ¡Y tan guapo, el pobre, como era! Etcétera.
La conciliación de contrarios
La conjunción de lo poético y lo político —la pretensión de movilizar a las masas invocando un aliento poético o espiritual— constituye, es cierto, toda una contradicción. Lo que pasa es que hay contradicciones y contradicciones. Hay, por un lado, las contradicciones funestas, los despropósitos insensatos. Y hay, por otro lado, la Gran Contradicción —«el abrazo de contrarios», suelo llamarlo— que, como ya sabía Heráclito, mueve al mundo y a la vida: esa vida que nunca existiría sin estar azuzada por la muerte; o ese orden de lo inteligible que tampoco existiría sin estar entrelazado al de lo sensible o emotivo.
Ahí, en ese abrazo de contrarios, es donde se sitúa la conjunción de lo político y lo poético: en el combate que, necesariamente enfangado en el lodo de la arena pública, es conducido por un ansia poética o espiritual.
¿Cuál es esta ansia? ¿Cuál es este combate?
Se trata de un ansia y un combate —el fondo mismo del proyecto joseantoniano— en los que se entrelazan dos términos también contradictorios: revolución y conservación. La revolución que lleva a romper con la vieja, retrógrada concepción del mundo, al tiempo que se conserva todo aquello que, de la tradición, resulta imperativo conservar.
Ahí, en ese abrazo de contrarios, es donde se sitúa la conjunción de lo político y lo poético: en el combate que, necesariamente enfangado en el lodo de la arena pública, es conducido por un ansia poética o espiritual"
Pero ¿en qué consisten, concretamente, tal revolución y tal conservación?
Con lo que hay que romper, propugna José Antonio, es con las flagrantes injusticias sociales del liberal-capitalismo (no, desde luego, para sustituirlas por las injusticias, mucho peores, del socialismo). Pero con lo que también hay que acabar es con la descomposición de las cosas, con la pérdida de su savia o sustancia: esa consecuencia del individualismo y el materialismo que conducen —escribía— «no a la muerte por catástrofe, sino al encharcamiento en una existencia sin gracia ni esperanza, donde todas las actitudes colectivas nacen enclenques […] y la vida de la comunidad se achata, se entorpece, se hunde en mal gusto y mediocridad».
Frente a esa vida mediocre y enclenque, lo que se impone es alzar el aliento poético, desplegar el renacer espiritual de un mundo regido en nuestros días por exclusivos afanes materiales y presidido por una igualdad y unas libertades que, contrariamente a lo que pretenden sus enemigos, José Antonio no rechaza en absoluto. Al contrario, lamentando su carácter meramente formal, pretende revitalizarlas, dotarlas de auténtico sentido y contenido.
Por ello escribía: «Lector, si vive usted en un Estado liberal procure ser millonario, y guapo, y listo, y fuerte. Entonces, sí […], la vida es suya. Tendrá usted rotativas en que ejercitar la libertad de pensamiento, automóviles en que poner en práctica su libertad de locomoción». Si no las tiene, si no se encuentra usted en el meollo del poder económico, se quedará arrojado a la cuneta.
La Nación
Y, entrelazada con todo ello, España, la Nación: esa «unidad de destino».
La Nación, la Patria: el pilar de ese orden sustancial, orgánico, por el que José Antonio aboga y que se halla en las antípodas de lo que Zygmunt Bauman denomina la «modernidad líquida».
La Nación, la Patria: el lugar de la tradición, de los orígenes, del destino. De todo aquello sin lo cual nada seríamos ni nada hablaríamos.
La Nación, la historia, la tradición: esa lava incandescente que desplegándose a lo largo de los siglos, engarza a los vivos con los muertos y los proyecta hacia los venideros.
La Nación: la negación misma del nacionalismo cerril, hosco, zafio, de igual modo que la Patria, entendida como se debe, representa la negación del patrioterismo chabacano, chato, chovinista.
La Nación: esa unidad de destino que se opone al «terruño», cuya provinciana estrechez de miras José Antonio combate denodadamente.
¿Y el franquismo en todo eso?
¿Qué tiene todo ello que ver con el Régimen instaurado tras la victoria del bando nacional en la Guerra Civil? El franquismo hizo de José Antonio un santo y llevó la Falange a los altares; pero bien poco tienen que ver los ideales de ésta con la realidad de aquel Régimen prosaico y gris, cada vez más aburguesado, y que tan lejos estaba del aliento poético que «mueve a los pueblos».
¿Qué podían tener en común la «España alegre y faldicorta» que defendía José Antonio, y la mojigata España de recatadas faldas y remilgadas conductas alentadas desde los púlpitos? Salvo las apariencias externas, salvo aquella parafernalia de correajes, escuadras y camisas azules, muy poco, casi nada tenían que ver ambas cosas entre sí.[1]
Quince días antes de ser fusilado, y mientras se ofrecía para intentar conseguir un cese de hostilidades entre los dos bandos enfrentados a muerte, el propio José Antonio había intuido todo lo que lo separaba del naciente franquismo. Con palabras esquemáticas —se trata de las notas de un borrador— pero profundas y duras, analizaba la naturaleza social, política e ideológica de quienes se habían alzado en armas.
«Un grupo —decía— de generales de desoladora mediocridad política. Puros tópicos elementales (orden, pacificación de los espíritus…). Detrás: 1) El viejo carlismo intransigente, cerril, antipático. 2) Las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas. 3) El capitalismo agrario y financiero, es decir: […] la falta de todo sentido nacional de largo alcance».
El sentido nacional de largo alcance, el otear a lo lejos, el mirar con ojos de águila: era eso lo que caracterizaba a quien, en uno de esos milagros que sólo ocurren una vez cada mil años, conjuntaba dos rasgos extraordinarios: los del luchador avezado al fiero combate en la arena política, y los del hondo, sutil pensador entregado a los grandes retos del espíritu.
Poco, sin embargo —unos cinco años—, duraría aquel milagro. Una ráfaga de ametralladora acabó con él. Apretaron el gatillo los mismos salteadores de tumbas que han creído, ochenta y siete años después, poder borrar la presencia de José Antonio. ¡Vano empeño! Nada podrán contra la presencia y la memoria del único político-poeta, del único político-filósofo que en nuestra historia ha sido.
[1] ¿No hay ninguna experiencia que, plasmada en la realidad, permita relacionarla con los ideales de José Antonio? Sí, hay dos. La primera es la que emprendió el gran poeta Gabriele D’Annunzio al conquistar en septiembre de 1919 la irredenta ciudad italiana (hoy croata) de Fiume. Durante los quince meses que duró la más innovadora de las experiencias políticas, culturales y vitales, el Poeta Comandante y sus aguerridos Arditi (los Osados) se lanzaron, junto con la población de la ciudad, a una fascinante aventura derechista y libertaria, nacionalista y cosmopolita, hasta que cayeron derrotados en diciembre de 1920.
La segunda referencia histórica está constituida por la denominada Revolución Conservadora alemana, que, como su nombre indica, consistió en ensamblar, al igual que lo haría José Antonio, los dos opuestos polos de tradición y revolución. Desarrollada entre 1918 y 1933, la Revolución Conservadora alemana contó con pensadores y dirigentes de la talla de Oswald Spengler, los hermanos Jünger, Arthur Moeller van den Bruck, Ernst von Salomon, Carl Schmitt, Heidegger, etc., sin olvidar su arraigada invocación filosófica a Nietzsche.esarrollada entre 1918 y 1933, la Revolución Conservadora alemana contó con pensadores y dirigentes de la talla de Oswald Spengler, los hermanos Jünger, Arthur Moeller van den Bruck, Ernst von Salomon, Carl Schmitt, Heidegger, etc., sin olvidar su arraigada invocación filosófica a Nietzsche.
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