El Gobierno nos ha montado un Consejo de ministros extraordinario sobre la sequía justo antes de que comience la campaña, que sin duda el españolito tiene aún más sed de Sánchez que de agua. Sánchez no se ha preocupado hasta ahora por el agua, como no se ha preocupado por la vivienda, o por nada, pero ahora lo ha encontrado todo ahí enterrado bajo una noria romana. Sánchez parece un indio con tambor o una Virgen milagrera con manto regalado por los labriegos, pero la verdad es que no nos trae agua, sólo ministros con la boca seca que intentan hacer un decorado fresco para la campaña, como botijos de una caseta de feria. Sánchez no va a parar la sequía, como Yolanda no va a parar el sol, no ya porque sea pertinaz como decía el Nodo sino porque toda España se ha peleado siempre ante las acequias y las fuentes de cántaro, como en algo de Blasco Ibáñez, y nuestros políticos no han hecho más que pelearse también. Sánchez no va a parar la sequía, pero puede regar dinero con su regadera, de ahí la urgencia, no hídrica sino electoral.
Sánchez ha tomado conciencia ahora del problema del agua, que es como decir que ha tomado conciencia ahora de nuestros problemas de nacionalidades, de nuestras guerras de campanarios, gaiteros y lindes. Aquí siempre hemos tenido sed, sed castellana y andaluza que hasta en los mapas nos dividía en una España amarilla y otra verde, separada por un gran costurón como el de un traje de luces verde y oro. Parecía que tenía que ser así, como cuando había una España mora y otra católica, una cosa más de carácter que de climatología. Los pantanos, esos famosos pantanos de Franco, como pirámides hechas con palanganeros, se hacían más como monumento que como obra pública; los trasvases se hacían para fastidiar al vecino o al partido rival, y la política hidrológica, en general, se usaba para ganar un ayuntamiento tomatero o prometer un vergel en el desierto, como si el político fuera un patriarca bíblico (Moreno Bonilla parece un poco eso, clavando su cayado en Doñana y esperando que brote agua).
El agua ya era aquí un problema, y hasta una religión, antes del cambio climático y no sé si antes del anticiclón de las Azores, que era toda la ciencia climática que se conocía antes, una ciencia hecha a tiza como el mapa de Mariano Medina. No somos Egipto ni Mesopotamia, pero aquí el agua es antigua y sagrada, que parece que el Tribunal de las Aguas podía saltarse incluso la jerarquía de los estamentos medievales. Seguramente el agua fue el primer bien que se consideró público y diría que lo mismo hasta inspiró la justicia social. Aunque también dio pillería, robo y hasta asesinatos que tenían algo de bíblicos, como entre labriegos y pastores hijos de Adán. Aquí, el agua, más que un recurso, ha sido una guerra, una guerra más, y como en todas nuestras guerras, la cosa era escoger bando. Es lo que han ido haciendo los políticos, escoger bando en cada guerra del agua, a cada lado de la acequia, mientras el agua, en realidad, se perdía, se secaba, se desperdiciaba o se convertía en poema, en moneda, en lujo o en adorno municipal de fuente con chorrito.
El problema es que nuestra política hidrológica es como toda nuestra política, y nos va a pillar el siguiente fin del mundo con los políticos pensando si les viene mejor defender al del pimiento babilónico o al del cervatillo edénico
En nuestra España dividida por el agua como por una gran catarata, hay quienes quieren selvas de pimientos o fresas en sus áridas tierras y exigen el agua salvaje de otros lugares. Como hay quienes creen que en sus aguas salvajes viven ninfas sagradas o espíritus del bosque y que llevarse esa agua es como llevarse su aire o sus muertos. A cada lado de la catarata, las administraciones se pelean con legislación o con ideología y los lugareños se pelean con azadas, mientras las infraestructuras se desmoronan o se olvidan, el agua se pierde por canalizaciones podridas o por grifos napoleónicos, y cada cual mira por lo suyo, o sea por su huerto, por su rebaño o por sus próximas elecciones. El problema, en fin, es que nuestra política hidrológica es como toda nuestra política, y nos va a pillar el siguiente fin del mundo con los políticos pensando si les viene mejor defender al del pimiento babilónico o al del cervatillo edénico.
Antes de que el cambio climático nos sacara como de nuestro sueño de edredón bueno (algunos siguen durmiendo, aunque no creer que la concentración de dióxido de carbono cambia el clima es como no creer que el hierro se oxida); antes de que el clima fuera una emergencia y una moda, ya teníamos sed, y guerras y novelas con el agua, pero nadie se preocupó demasiado, y ni las infraestructuras ni la perspectiva iban más allá de llenar el cántaro. Las sequías iban y venían, como pájaros estacionales, como el volumen de las cosechas, y los políticos podían contentar por turnos a los del tomate, a los del cabritillo o a los de la magia telúrica. Ahora parece demasiado tarde, quizá no en tiempo planetario pero sí en tiempo de legislatura.
Sánchez ha descubierto ahora casas bajo los aljibes o aljibes bajo las casas, ha descubierto ahora Doñana como si fuera la Atlántida (hay teorías que las relacionan, en realidad), y ha descubierto ahora nuestros problemas con el agua, las tierras, las barracas y el mal de ojo. Después de cinco años, ha mirado los pantanos de Franco, todos como Valles de los Caídos bocabajo; ha mirado el cielo y a las cigüeñas, como un cabañuelista; ha mirado los grifos de la Moncloa, todos napoleónicos; ha mirado el tamaño y el precio de los tomates, sangrientos de capitalismo como de sol, y ha tomado una decisión. Seguramente es demasiado tarde, salvo para Sánchez. Él aún tiene tiempo de montarte un Consejo de ministros como el que monta en una mañana un acueducto o un arca de Noé. Aunque sea sólo para subvencionarle a cada español una regaderita o un botijito, y esperar ya el milagro de Tezanos como el que espera la lluvia del indio.
El Gobierno nos ha montado un Consejo de ministros extraordinario sobre la sequía justo antes de que comience la campaña, que sin duda el españolito tiene aún más sed de Sánchez que de agua. Sánchez no se ha preocupado hasta ahora por el agua, como no se ha preocupado por la vivienda, o por nada, pero ahora lo ha encontrado todo ahí enterrado bajo una noria romana. Sánchez parece un indio con tambor o una Virgen milagrera con manto regalado por los labriegos, pero la verdad es que no nos trae agua, sólo ministros con la boca seca que intentan hacer un decorado fresco para la campaña, como botijos de una caseta de feria. Sánchez no va a parar la sequía, como Yolanda no va a parar el sol, no ya porque sea pertinaz como decía el Nodo sino porque toda España se ha peleado siempre ante las acequias y las fuentes de cántaro, como en algo de Blasco Ibáñez, y nuestros políticos no han hecho más que pelearse también. Sánchez no va a parar la sequía, pero puede regar dinero con su regadera, de ahí la urgencia, no hídrica sino electoral.
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