No es el gran pucherazo que dicen los conspiranoicos, que van del chemtrail al golpe de Estado muy seria y ridículamente, como cabalgando en Clavileño, pero en Melilla y Mojácar el voto ya se estaba vendiendo y comprando en tenderetes y puñados, con su cosa de calcetín 100% algodón que no lo es. Una vez, en una de esas cafeterías que se han quedado entre Viena y Chamberí como una dama pobretona que se queda entre dos pasteles o dos siglos, se me acercó un tipo que enseguida me ofreció sospechosa y furtivamente un mazo de calcetines, como si fueran salvoconductos alemanes o barbas postizas de La vida de Brian. Ahora yo me imagino esa escena pero con votos encintados y mullidos, y me sale un fraude que está entre lo absurdo y lo cotidiano, entre lo gravísimo y lo cómico, entre la conspiración y la alfombra de pega. En Melilla, promarroquíes y algún pepero; en Mojácar, candidatos del PSOE… Pero todos con su escándalo político que tiene algo de oferta de calcetines con raquetita, de top manta o de top porro.
Se vende el voto, ya digo, con textura e intimidad de calcetín gordo, en algunas plazas que ya son zoco o ya son pequeñas cajoneras, aunque aquí sería muy difícil el fraude electoral generalizado. Son muchos pasos, muy vigilados y muy rastreables, empezando por ese presidente de gafa gorda o esa vocal con regla milimetrada que hay en todas las mesas electorales, como si hubieran puesto a la seño de la escuela, que es mejor todavía que poner a la policía montada. Tenemos un sistema suficientemente centralizado y suficientemente fragmentado, además de esa tecnología insuperable, como la tecnología de la hucha, que es la de una simple caja con un agujero y una papeleta doblada como una servilleta de madre. Los datos se pueden remitir telemáticamente y aparecer enseguida en su gráfico de sectores con los colores del Trivial, pero al final o al principio están siempre la urna y el papel, el personal contando las papeletas como croquetas, ante la mirada suspicaz del resto de la mesa, y el acta con letra de escolapio o de farmacéutica que queda al final como una hoja de ditero antiguo.
Aquí es difícil el fraude generalizado, que aún seguimos utilizando esa tecnología de lápiz de carpintero o de tiza de tasca, no es como en Estados Unidos, donde siempre hay polémica con esas maquinitas que votan a pellizcos o a pilas, como cuando Al Gore y G. W. Bush. Tampoco redibujamos los distritos a placer (gerrymandering que dicen allí), que nuestras provincias son sagradas como las denominaciones de origen de los vinos, ni hay que inscribirse para votar, ni hay tradición de purga de censo ni de tácticas de supresión de voto, que ni siquiera en Cataluña se han atrevido a imitar a la Luisiana de principios del siglo XX poniendo pruebas de catalán para votar. A pesar de todo, ya ven, aún nos falla el voto por correo, aunque suene extraño, porque también es tecnología de papel y al final parece como si nos hackearan la propaganda del buzón o al propio cartero, que sigue siendo alguien que imaginamos en bicicleta. El DNI me lo piden hasta en la semillería en la que recojo incongruentemente las cosas de Amazon, entre alubias de saco como pienso para pollos, pero resulta que, por lo visto, uno puede votar por correo sin sacarlo.
Más que el pucherazo apocalíptico, uno con estas cosas recuerda las feas pillerías o el feo sustrato de la política local, que no hay que irse hasta Jesús Gil porque en todos los pueblos conocíamos a ese teniente de alcalde o similar, con virreinato de urbanismo, que parecía un jeque de hormigoneras como fuentes de gambas o de fuentes de gambas como hormigoneras. O a ese tipo del ayuntamiento, siempre con pinta de tendero endomingado, que iba prometiendo a la gente trabajo de barrer pétalos en los parques o de contar ladrillos en las obras municipales si los suyos ganaban. O ese concejal de cuello gordo que de repente se hacía tránsfuga muy fina e increíblemente, como si se hiciera budista o crudívoro. Cómo no recordar aquel intento de soborno en mi pueblo, con el entrañable Cunete y el avieso Muñeco Diabólico como dos cristobitas de guiñol. Se nos olvida que la política también es un negocio y una carrera, mucho más para los que no podrían tener otro negocio ni otra carrera. Y a veces, simplemente, comprar votos a cien pavos resulta más barato que pagarle toda la vida al concejal de cuello gordo, que evidentemente no se había hecho crudívoro ni budista.
Aquí ya se están comprando votos, que es como ir a la pureza de la corrupción política, a la leche recién ordeñada del negocio o la pillería de la política
Aquí ya se están comprando votos, que es como ir a la pureza de la corrupción política, a la leche recién ordeñada del negocio o la pillería de la política, corrupción que los políticos, lo que son las cosas, no terminan de atajar. El caso de Mojácar a uno le parece casi melancólico, como si volviera aquel Cunete de ojos soñadores y manos de camionero. Lo de Melilla es más preocupante, porque no es la primera vez, porque hay graves consecuencias geopolíticas y porque España es más frágil que nunca ante Marruecos, que ya no es que compre votos bajo las murallas acenefadas de Melilla sino que no sabemos si puede poner o quitar ministros o presidentes en los sofás de nata de la Moncloa.
No, el fraude generalizado es casi imposible, pero sí se puede hacer fraude cotidiano, con su compraventa diaria y su tráfico blando y cutre, como de calcetines peluseros y sospechosos. Claro que la compraventa puede ser de un vecino, de un barrendero, de un concejal, de un pueblo o de todo un país. De momento, le ponemos una seño a cada urna, podríamos ponerle una bicicleta eléctrica a cada cartero y podríamos ir pillando a los del top manta de votos o de promesas. Aunque lo más importante sigue siendo qué metemos en esa hucha de la democracia, endeble tecnología de papel.
No es el gran pucherazo que dicen los conspiranoicos, que van del chemtrail al golpe de Estado muy seria y ridículamente, como cabalgando en Clavileño, pero en Melilla y Mojácar el voto ya se estaba vendiendo y comprando en tenderetes y puñados, con su cosa de calcetín 100% algodón que no lo es. Una vez, en una de esas cafeterías que se han quedado entre Viena y Chamberí como una dama pobretona que se queda entre dos pasteles o dos siglos, se me acercó un tipo que enseguida me ofreció sospechosa y furtivamente un mazo de calcetines, como si fueran salvoconductos alemanes o barbas postizas de La vida de Brian. Ahora yo me imagino esa escena pero con votos encintados y mullidos, y me sale un fraude que está entre lo absurdo y lo cotidiano, entre lo gravísimo y lo cómico, entre la conspiración y la alfombra de pega. En Melilla, promarroquíes y algún pepero; en Mojácar, candidatos del PSOE… Pero todos con su escándalo político que tiene algo de oferta de calcetines con raquetita, de top manta o de top porro.
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