Inés Arrimadas, catalana, jerezana, griega, romana; la más bella, la más valiente y la más brillante, se va de la política y termina de matar a Ciudadanos como con su silencioso áspid de mujer para la historia o para la fantasía. Si Inés Arrimadas hubiera… O si Inés Arrimadas no hubiera… Con Arrimadas pasa esto, que más que pensar en su biografía, en sus batallas, en sus victorias, en su partido o en sus labios finos, caligráficos como su propio verbo, uno se pone a pensar “qué hubiera pasado si…”, que eso es lo más triste de las despedidas, pensar que no tendrían que haber llegado.
Arrimadas, que fue como una Atenea con lechuza y lanza contra los fanáticos del botijo y la sangre, se va para su pueblo como una gitanilla, altiva y tranquila, ni vencedora ni vencida, sino sólo inevitable. Ciudadanos ya hace mucho que no existe, era un recuerdo de un vago resol, como esos recuerdos del pasado con olas o cal o tendederos, o era solamente un logotipo de fascículos que ya nadie compraba ni reconocía. Pero aún quedaba ella, como una madre de la infancia o una novia del verano, más en el pasado que en el presente y más evocada que esperada.
Inés Arrimadas, más inteligente que sus jefes masculinos y más mujer que las feministas de bordado feminista, podría haber… O podría no haber… Quién sabe, ahora, qué hubiera pasado, aunque tampoco sirve de mucho pensarlo ahora, mientras ella se ha despedido como haciéndose o deshaciéndose una coleta, con toda la autoridad definitiva de los pequeños gestos de las mujeres. Podría no haber venido a Madrid, a morir como un banderillero de Jerez. Podría haber seguido en Cataluña, donde más falta hacía, que en Madrid sobran políticos de gaita o de mármol como sobran poetas de sopas o de mocos. Podría haber seguido siendo esa especie de Hipatia contra el fanatismo indepe, en el serapeo del constitucionalismo, que cuando Rivera, con más labia pero menos corazón que ella, se vino a Madrid con baúl de tonadillera o maletín de mormón, Arrimadas no es que lo sustituyera, sino que lo superó.
Inés Arrimadas, como Rivera antes, olvidó su adversario natural, que era el nacionalismo, el identitarismo
Inés Arrimadas, poderosa fragilidad, con su talle y sus manos de kungfú, con su verbo hipnótico, entre la música de la lógica y los crótalos de musa o danzarina balinesa, venció al nacionalismo garbancero y, aunque no pudo gobernar, se quedó chinchándolos cada día, desde la superioridad del argumento y la superioridad aritmética, cosa que les hacía hervir la sangre identitaria como sus garbanzos nacionales. Pero Rivera ya no pensaba en Cataluña, sino en presidir España y en convertir al PP en una UCD de verbo viejo y poder viejo, y quiso que Arrimadas, popular, admirada y hasta irremediablemente amada, lo ayudara a conseguirlo. Sin embargo, en Madrid, desde el principio, yo creo que Arrimadas se marchitaba, como si fuera María de las Mercedes. Cuando Rivera dejó la política para volver a esos hoteles de la cienciología o la autoayuda de los que quizá había salido, pareció natural que Arrimadas ocupara su lugar. Pero no sé si alguna vez fue su lugar.
Inés Arrimadas, dos veces emigrante de copla y dos veces maestra de la que enamorarse, yo creo que, como Rivera antes, olvidó su adversario natural, que era el nacionalismo, el identitarismo. Estaban ya entre el centro y el liberalismo, entre la Tercera España y el cuarto y mitad de la primera o de la segunda. Además, ya digo que Madrid se come a los reyes igual que a los chisperos, a los genios igual que a los viajantes de telas, y se come también, si hace falta, hasta a las musas de la elocuencia, como si fueran gitanillas de tablao, entre el desarraigo y el acento. Arrimadas fuera de Cataluña parecía un geranio sin maceta, seguía siendo brillante y certera y seguían volando hacia ella los ojos y las lechuzas, pero no era su sitio, o no era su momento. O no era el momento de su partido, que había pasado mientras ella seguía siendo ella pero como sin arena o sin música en la que moverse.
Inés Arrimadas, relámpago de seda, boca de lápiz y ojos de naufragio, penaba en Madrid y penaba en Ciudadanos, un partido que había ido como descascarillándose de su historia, sus objetivos y sus estrellitas, que creció desinflándose y se disolvió en su propio tamaño o ambición ingobernables. Aún me sigue pareciendo un misterio que el votante le haya dado la espalda lo mismo por no pactar con Sánchez que, luego, precisamente, por pactar con él, pero así son las cosas en la política. Quizá no fue por Sánchez, sino porque ya no se sabía cuál era el propósito del partido.
Arrimadas, ya madre con churumbel en el delantal, o sea con Ciudadanos boqueando de teta, quiso aliviar al partido intentando conseguir poder, tiempo o respiro, y entonces pasó lo de Murcia, su punto de no retorno, su herida lorquiana que completaba las otras heridas lorquianas, la de Cataluña y la de Rivera. Ya, luego, todo fue vagar, entre la refundación y la disolución, entre el olvido y la pereza.
Inés Arrimadas, un poco japonesa de Jerez, un poco flamenca de Barcelona, un poco novia de España; Inés Arrimadas, desasnadora de fanáticos y flor erguida entre las flores aplastadas de las alfombras y las siglas del Congreso; Inés Arrimadas, Inés del alma, se va de la política como la presidenta que no tuvimos o el amor que no tuvimos, y sentimos no ya su marcha ni sus errores sino todo lo que no pasó entre ella y nosotros. Si Arrimadas no hubiera… O si Arrimadas hubiera… Pero ella ya se va, como recogiéndose el pelo o guardando sus zarcillos, sin importancia, con naturalidad, como pasan las mujeres por nuestra historia y nuestra vida. Cuando se van así siempre hay que convencerse, antes de olvidarlas o no, de que en realidad nunca fue nuestro lo que nunca pasó.
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