Estos días todo el mundo habla de conciertos. Madrid es un remolino musical y esta semana ha girado alrededor del Primavera Sound. Ayuso aprovechó el malestar coyuntural de la organización con el Ayuntamiento de Barcelona para patrocinar el aterrizaje en la capital del festival más importante del país. La réplica mesetaria empezó con resbalón, la jornada del jueves cancelada por el mal tiempo, aunque el traslado del concierto de Blur de Arganda a La Riviera fue para muchos una bendición.

Dos días antes tuvo lugar el momento inaugural del Primavera en Madrid con el concierto de Pet Shop Boys en la bombonera de la Joy Eslava, las entradas asequibles gracias al patrocinio público. Muy pocos –¿alguien?– de los que el martes estaban en la cola –y que desde tres horas antes de que comenzara la actuación doblaba la esquina de la Iglesia de San Ginés– habían votado a Ayuso, pero qué más da. Pet Shop Boys al alcance de la mano en un pequeño teatro es una vez en la vida.

Alaska, fan confesa del dúo, presidía desde el primer anfiteatro, ejerciendo de decana del pop nacional –y quizá recordatorio de quién pagaba la fiesta– en un improvisado palco real, besamanos y fotos con la concurrencia hasta que la aparición de Neil Tennant concitó toda la atención. Ataviado con una preciosa gabardina blanca que hacía las veces de túnica talar, cuando no cantaba abría los brazos en gesto redentor, con las palmas de las manos hacia arriba y los dedos ligeramente flexionados, o dirigía con una batuta imaginaria al público que coreaba todas las canciones con un entusiasmo a prueba del pésimo sonido.

Tennant es un hombre terso y radiante, con una calva envidiable que refuta de un plumazo la vigente cultura del implante capilar. Oficiaba exultante la ceremonia mientras su compañero Chris Lowe, gorra, chaqueta de chándal y gafas de sol, manejaba sus teclas escondido tras su pantalla como quien hace elíptica a primera hora de la mañana. A su alrededor les respaldaba una joven banda de tres: una muchacha a los teclados y los coros, otra a la batería y un chico guapísimo que completaba la percusión y coqueteaba con todos.

La gira de Pet Shop Boys es una celebración desacomplejada de sus grandes éxitos, una colección de hits que se encadenan apretados y sin tregua, sin miedo a la nostalgia pero sin regodearse. Entreverando la audiencia veterana llamaban la atención los nuevos seguidores. Del mismo modo que renueva su banda de apoyo, Pet Shop Boys estrena cada año nuevas incorporaciones a su parroquia de seguidores. Neil y Chris son vampiros entrañables que sin perder la sonrisa hacen acopio de sangre fresca para no morir nunca.

Los centennials van a los conciertos con tapones para proteger sus tiernos oídos. Cuidarse es una constante generacional. Y llevan cámaras compactas de los primeros 2000, esa es su idea de la foto retro. Se conforman con unas pocas tomas realizadas discretamente frente al maximalismo de la mayoría, que no se cortan y construyen por momentos con sus móviles un muro de pantallas infranqueable para los que están detrás y simplemente quieren disfrutar del momento sin registrarlo.

Al día siguiente, Bob Dylan inauguró las Noches del Botánico con un ánimo bien distinto. Repertorio inflexible, refractario a sus éxitos coreables, blues antiguo, actuación ensimismada. Y móviles castrados en una bolsita hermética a la entrada del recinto. En el concierto del jueves, una mujer defraudó la confianza de la organización e introdujo un dispositivo a escondidas. En un momento dado lo sacó para inmortalizar el concierto. Instantáneamente, dos personas del staff se precipitaron sobre ella para neutralizarla y expulsarla. 

Después del concierto, a la puerta del Botánico, un músico hacía versiones de las canciones que Dylan no había tocado. Se hizo de oro. En la rebosante funda de su guitarra se veían algunos billetes de 20 euros. El público está dispuesto a pagar por lo que quiere.