Hacía más de 15 años que Felipe González y Alfonso Guerra no coincidían en público, así que aquello parecía una aparición bajo el rosetón sagrado de la rosa del PSOE histórico. El PSOE siempre va cargando con una piedra de historia, como un menhir; siempre va exhibiendo piedra o caparazón viejo, quizá el mismo carey de gafa gorda del propio Guerra. Hasta Sánchez ha intentado usar lo de la historia, la tradición y la rosa de arena que ha llegado de herencia hasta sus manos, aunque las haya traicionado varias veces. Pero éste sí era el PSOE histórico, reunido bajo una cúpula propiciatoria y también histórica, la Institución Libre de Enseñanza, alrededor del libro de Virgilio Zapatero, que se llama Aquel PSOE no como si aquel PSOE se hubiera perdido, sino como si se hubiera perdido el que nos ha quedado. A Felipe y a Guerra los volvían a juntar la historia, el libro, la nostalgia y la España de cuando había gente y ministros que se llamaban Virgilio, o quizá los reunía la reivindicación de “aquel PSOE” frente a esa otra cosa que se llama o se llamó sanchismo.
En el auditorio de la Fundación Francisco Giner de los Ríos, con algo de arquitectura de los 60, hecho de agujeros como una silla pop art, yo creo que sólo faltaba el piano de Narcís Serra, que él tocaba como si fuera el capitán Nemo. El propio Alfonso Guerra dijo que allí había “un gobierno y medio” de la época felipista. Estaba Felipe, aunque de particular, en primera fila, perfeccionando su estilismo que está entra la gárgola y el cantaor flamenco cano, seco y medio ciego. Estaba, ya digo, Guerra, prologuista del libro, un poco como escayolado de clavícula pero sin perder la guasa. Estaba Rosa Conde, aún como con el atril de la portavocía colgado. Estaba, claro, Virgilio Zapatero, que sigue pareciendo, como toda la vida, un profesor con coderas. También estaba Solchaga, que ha afilado su aspecto mefistofélico con la edad o la leyenda, y hasta Barrionuevo, siempre sobrevivido, siempre espectral, ciprés del PSOE con la sombra encima de todo aquel felipismo en sombra.
Tuve cierta sensación de irrealidad al verlos reunidos, como si no fueran de verdad Felipe, Guerra, Solchaga ni Barrionuevo, sino unos muñecotes llevados para la ocasión, como esos guiñoles de la tele o esa publicidad hinchable de los talleres de neumáticos. Cuando volver a aquel PSOE, el PSOE de la historia o del libro, parece volver a los orígenes, a la edad dorada, a la República de Cicerón, quizá resultaba chocante, y a la vez aleccionador, recordar que aquel PSOE también fue Felipe con Filesa, Guerra con su ley para controlar el Poder Judicial, Solchaga con su pelotazo y Barrionuevo con su trullo. Todos allí, por primera vez en mucho tiempo, claro, lo que daban era la sensación de que habían traído sólo cabezudos conmemorativos, copias de cera, un museo ambulante.
Guerra, genio y figura, dejó caer con guasa que la pandemia había sido derrotada no por los sanitarios sino por “los de los pasamontañas”
Aquel PSOE, el de la historia o el del libro (la portada recordaba levemente a inscripción o a mosaico romano, y yo me seguía imaginando dentro cierta lucidez amarga y tardía de Cicerón); aquel PSOE estaba allí, pues, llamado, convocado, con ministros ya borrosos y cargos ya olvidados, todos disueltos en un socialismo como de crucero, de haber alcanzado la época de los cruceros de su edad, un socialismo que se saludaba con saludo de camaradería y sonotone. Felipe y Guerra, sin embargo, no se saludaron, que si lo hubieran hecho habría crujido aquello como un rayo caído sobre sus caderas de madera (Felipe, luego, si aplaudió la intervención de Guerra). Yo creo que el que estaba sin estar, el protagonista de todo al fin y al cabo, eso que hacía que el libro no fuera arqueología sino actualidad, no melancolía sino lección, eso que podía vencer incluso las enemistades, la ojeriza y las tormentas, yo diría que era el sanchismo.
No había esta vez ministros de Sánchez, sólo los de Felipe, que se veían como en una foto de El País de la época, lustrosos de carbonilla. Aunque sí vi a Juan Lobato, que va a todos los saraos, que está como abonado a estas crónicas quizá por falta de otra cosa que hacer con su PSOE apenas festivalero. Allí, donde no había chavales de Interraíl ni karaoke identitario, no estaba el sanchismo y sin embargo todo parecía destinado al sanchismo, las sobrias lecciones y las ágiles pullas, que Guerra sigue siendo Guerra incluso con media cadera o medio hombro derrumbados como una almena. Cuando Rosa Conde recordó aquella Moncloa donde se acumulaban mucho poder y muchos egos, uno, claro, no podía evitar pensar que ahora sólo estaba Sánchez con sus peinadoras. Guerra, genio y figura, quizá no se permitió aludir directamente a Sánchez en campaña, pero dejó caer con guasa que la pandemia había sido derrotada no por los sanitarios sino por “los de los pasamontañas”, y se refirió a Yolanda Díaz como “nuestro Mélenchon vestido de Cristian Dior”. Yo no sé el resto del auditorio, pero la imagen me llevó, automáticamente, a imaginarme detrás de Yolanda a nuestro presidente, desfilando con su eterna pasarela de bolsillo, extensible como una porra extensible.
Guerra hilvanaba historia con retranca, pero yo creo que la presencia de Virgilio Zapatero, con aureola de santo legislativo, aún proporcionaba más contraste con el sanchismo que soltar gracias con la política actual como con el bigote de Aznar. Recalcaron tanto Conde como Guerra que Zapatero era el encargado de vigilar la calidad de las leyes, y que por eso entonces no había “consecuencias indeseadas” ni “cosas raras”. Zapatero (quizá habría que decir el Zapatero bueno, como la Tamara buena), reivindicó aquel PSOE, que tuvo sus cosas buenas y cosas malas, como fuerza transformadora y modernizadora, la Transición como gesta y sobre todo la Constitución como hija de todos, aunque recordó que no funciona bien cuando hay bloques, porque está hecha para el acuerdo. O sea, que ahora habría que decir que está condenada a no funcionar. Acertó también Zapatero en recalcar que los nacionalismos han resultado insaciables, y que un sistema con listas cerradas y bloqueadas ha terminado metiendo a los partidos “en espacios que legítimamente no le correspondían”. O sea que Felipe nos devolvió a Europa pero inventó nuestra partitocracia.
En aquel templo de la pedagogía con forma de queso, entre Guerra y Zapatero dejaron bastante pedagogía básica: sin respeto a las instituciones no hay democracia; en una democracia, lo que dicen las leyes está por encima de lo que dicen las mayorías; el pluralismo político es un valor esencial y no se puede expulsar al contrincante del sistema sin más… Recordó Virgilio Zapatero también que el PSOE es el único partido que queda de aquel acuerdo constituyente, que el PSOE es un partido constituyente y que parece que eso se ha olvidado, como se ha olvidado España, convertida en una palabra facha. El PSOE histórico no es la gafa de piedra, ni la cadera de madera, sino todos estos rudimentos esenciales que ya no tienen presencia en el sanchismo, todo cuento y tómbola. Más que las pullas quedaban estas lecciones, que rebotaban en el auditorio modernito y en el encaje de piedra de la historia y llegaban quizá, como granizo de realidad, a la decadente Moncloa sanchista. Lo que pasa es que en esta Moncloa no entienden de historia, sino de tipito, ni de templos, sino de discotecas.
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