Allí estaba Pedro Sánchez, intimidante como el primo de Zumosol, más intimidante todavía porque el primo de Zumosol se hacía la víctima con la mano de baloncestista a un palmo de Pablo Motos, que parecía una de sus hormigas. A mí es lo que se me ha quedado, esa imagen de Sánchez como una especie de monstruo de las galletas pasivo agresivo que se quería comer al pobre Pablo Motos igual que a un muñequito de jengibre, entre manotazos, migas y risotadas. Feijóo, que se dio cuenta de eso, como todo el mundo, le recalcó a Motos que él “no iba a echarlo de la mesa”, y eso bastó para marcar la diferencia. Ahora que hemos visto al presidente Sánchez y al aspirante Feijóo pasar por El Hormiguero, que es como pasar por casa de la abuela, estoy seguro de que el español tiene una información también muy de abuela, algo que no es información sino intuición, eso que le hace a la yaya arrugar la nariz o sacar el bizcocho, y ahí está su sentencia. Eso, sin que el invitado haya hecho otra cosa que sentarse en el sofá de ganchillo y abrir más o menos las piernas y la boca.
Pablo Motos, en realidad, no tenía necesidad de ser Mike Wallace, ni David Frost, ni Jesús Hermida, ni siquiera Jordi Évole, que parece que está en la silla de entrevistador como en el alto y poderoso trono mogol de un mogol poderoso y bajito. La entrevista pugilato, la entrevista endoscopia, la entrevista seductora, la entrevista compiyogui, la entrevista spa, la entrevista autoerótica (del entrevistador o del entrevistado), son modelos que están ahí para los diferentes estilos o querencias del entrevistador, pero a lo mejor la entrevista abuela de quinceañera también nos da información interesante. Eso de poner simplemente a alguien a tu lado, a ver si abre las piernas, a ver si se toma confianzas, a ver cuánto tiempo tarda en querer venderte la moto, mientras miras desde una butaca que parece de dormido pero es todo lo contrario.
No digo que Motos quisiera hacer esto intencionadamente, que no lo sé, pero el primo de Zumosol quería dar aún más miedo dando pena, y lucía antebrazo como tatuado y mano de guantelete o guantazo cuando se acercaba a Motos diciendo mucho su nombre de pila, como un baboso de la fila de los mancos, y hablaba sin parar, hablaba de todo menos de lo que se le preguntaba, hablaba como esa gente que habla de su mili, de su chalé o de sus vacaciones, la manía que le tienen los medios y el poder como esa manía que le cogió un recepcionista de hotel, la manera en la que habla el que ha sido pillado con aquella sueca, con Esquerra, con Podemos, con Bildu, que no fue lo que parecía, y allí seguía el presentador en su sillita baja de cantaor flamenco o de abuela canastera, dejando hablar al chaval, y a mí me da que el españolito terminó conociendo a Sánchez más rápido que al novio punki de la niña, o reguetonero, o lo que se encuentren las abuelas ahora.
A Sánchez había que verlo ante un entrevistador de varietés, que no supiera o no quisiera desmontar a un político como se desmonta un caso policial o un problema de grafos
A Sánchez había que verlo por fin sin extras de petanca, sin estudiantes de foto de folleto de enciclopedia de estudiantes, sin claque de torero goyesco en calesita, sin Versalles gubernamental, y también incluso sin entrevistador intensito, que te interrumpe para rebatir o te rebate al día siguiente, por la mañana, como con un bumerán de cruasán, desde la radio que suena todavía a taxi de madrugada. A Sánchez había que verlo ante un entrevistador de varietés, que no supiera o no quisiera desmontar a un político como se desmonta un caso policial o un problema de grafos. Un presentador que a lo mejor se sintió intimidado y vio más útil, o más prudente, que Sánchez hablara y hablara mientras le engordaban los antebrazos de Popeye como se le agrandaba la nariz a Pinocho o los colmillos a Drácula.
En el sofá del españolito como el sofá de la abuela, el presidente narcisista narciseaba, el presidente mentiroso volvía a mentir, el presidente despatarrado se despatarraba, todo mucho más intensa y naturalmente en ese ambiente en el que Sánchez se veía avasallador, imparable, irresistible, en el que se gustaba y fanfarroneaba, cada vez con menos pudor. La sencillez era condescendencia, la cercanía era aplastamiento, y los argumentos eran tonterías dichas con la seguridad de los truhanes, con esa seguridad que sólo tienen los truhanes. “Te mira y sabes que te está mintiendo”, que dijo Ayuso también, en su día, en El Hormiguero. En realidad al político le conocemos ya todos los argumentos y los contraargumentos, llega un momento en que todo se reduce a la credibilidad y Sánchez resulta que ya la ha perdido porque es totalmente transparente no ya en sus falacias sino en su actitud. En el sofá de la abuela era como el macarra que basa su estrategia en mostrarse más macarra que nunca, por si así seduce a la abuela además de a la niña y se las lleva a las dos en la moto.
Al día siguiente, al sofá de España o de la abuela llegó un señor de Galicia un poco como aquel señor de Murcia de Miguel Mihura, tierno y algo perdido, mediocre y confiable, que no hablaba como un Tenorio de función municipal sino como el señor de tu ultramarinos de toda la vida, entre la economía del monedero, el sentido común y la peripecia familiar. Y al final el señor de Murcia terminó ganando en audiencia al primo de Zumosol, que parece increíble, como ganarle en novias. Yo creo que a Feijóo también había que verlo así, sin el rumor de enceradora por detrás que tiene todo lo que dice en el Senado, allí desde un asiento como prestado ante el trono de Sánchez. Verlo sin la presión del cronómetro o de sí mismo, que tiene tendencia a ahogarse cuando quiere ametrallar y a resbalar cuando quiere impresionar. A Feijóo le bastaba esa tautología, “yo no soy Sánchez”, que es casi de versículo, y allí en el programa uno veía que era cierto en todos los sentidos, en discurso, en tono y en postura. Sánchez es el que es, y Feijóo no es Sánchez. Ya con eso, yo creo que cada españolito ha decidido si saca o no el bizcocho y si se monta o no en la moto.
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