No es un decir; es literal, es un hecho: Madrid apesta. No ha hecho falta esperar a los primeros calores sofocantes para darse cuenta de que últimamente Madrid huele muy mal. Salvo que se camine por una vía lo suficientemente ancha y aireada como para andar distanciado de las cosas, al viandante le asalta el hedor cuando menos se lo espera. Llega de cualquier rincón, de una esquina barnizada por todos los perros que levantan la pata al pasar por allí, de ese rebosante contenedor de vidrio que lleva días esperando ser vaciado, del parterre donde los amantes de los gatos callejeros les dejan comida, del otro parterre donde los gatos callejeros hacen caca y sospechamos que se juntan con palomas y ratas a hacer bellaquerías.

Cada vez con más frecuencia uno se obliga a ir por Madrid con la nariz taponada, esa vieja táctica para acercarse a hablar con alguien que sospechamos o sabemos que no huele bien. Pero respirar por la boca tampoco parece la mejor manera de sobrevivir en determinados entornos. Madrid se vuelve entonces, literalmente, asfixiante. 

Desde que en enero de 2022, mientras tomaba un albariño disfrutando del sol del invierno, el periodista británico Simon Kuper cantó en el Financial Times las virtudes de la plaza de Olavide –"En momentos como este, España es el país más habitable del mundo. Aquí está el sueño europeo"–, este enclave madrileño se ha convertido en el inflamado epicentro de Chamberí, el sitio al que además de los vecinos del barrio y los que bajan al centro a tomar algo –Chamberí ya es el centro– acuden los estudiantes extranjeros y los nómadas digitales en busca del sabor de la ciudad con el punto justo de gentrificación.

Cuando el duro sol del verano incide durante 12 horas en los setos y las superficies, Olavide huele como el cajón de arena de un gato doméstico sin limpiar

Pero lo que se encuentran es el olor de Madrid. Cuando el duro sol del verano incide durante 12 horas seguidas en los setos y las superficies, la plaza huele como el cajón de arena de un gato doméstico que llevara muchos días sin limpiar. Si a eso se añade la inoportuna reforma integral en marcha, de esas que consisten en poner mucho granito por todas partes y que tiene la plaza patas arriba, el sueño europeo se ha convertido en una fétida y ruidosa pesadilla marciana. 

Madrid tiene la suerte de no tener un mal olor estructural. No es Barcelona, con su alcantarilla condicionada por el nivel del mar y esa particular y reconocible halitosis urbana que el ciudadano y el visitante advertido aceptan porque es también un poco suya. Ni Valencia, con el olor denso y metálico que inunda la ciudad en temporada de abono. Ni Nueva York, una gran dark kitchen al aire libre donde en cada esquina huele igual, a una mezcla de harina de pretzel y fritura ligera con algún aceite sin identificar. 

A la mayoría de los madrileños el hedor de Madrid parece darle igual. Unos pocos arrugan la nariz. Los que tienen perro callan por la cuenta que les trae. Los libertarios de torrezno entienden que es una más de las consecuencias del estilo de vida de Madrid, de hacer un poco lo que nos da la gana. El aroma de la libertad. Lo importante es que la ciudad está más bonita que nunca. Una vez más la hegemonía del sentido de la vista, el afán –el complejo– monumental, asimilarse a las capitales europeas que han establecido el canon estético, parisino, vienés, de lo que es una ciudad de primera.

En la era de las ciudades inteligentes, da un poco de pena resignarse a que una ciudad apeste. El único hedor de Madrid estos días debería ser el de las flores de jazmín pudriéndose en las calles de El Viso. Habría que baldear más y mear menos donde no se debe. Un llamamiento a los propietarios de perros: procuren al prójimo una mínima fracción del cariño incondicional que ofrecen a sus mascotas. Ocúpense. No dejen que sus animales hagan pis donde no deben. Y lleven una botella de agua para disipar lo que (nos) ha dejado su perro, sea líquido o sólido. En algunas ciudades ya es obligatorio. Sí, es un rollo, una cosa más, pero es su perro, no el mío.

Y otro llamamiento al Ayuntamiento. Alcalde, corporación: baldeen más. Es urgente. Y es un poco también, lo reconozco, nostalgia de La ley del deseo, de esa noche de verano en la que Carmen Maura le pide el chorro de su manguera al señor barrendero frente al cuartel del Conde Duque.