Con el calorcito, la piscina y el césped o la arena apetece un túper, por ejemplo, lleno de trozos bien grandes de sandía fría. No siempre es mi plan favorito meter la comida en un cubículo de plástico, pero cuando vas a pasar un día en el agua todo da un poco igual, porque los sabores se diluyen en la boca con los labios resecos del sol y la lengua rizada del cloro o la sal. 

En el día a día reconozco que me da más pereza. Hacer pescado al horno para comer en el momento es una delicia, pero cuando dejas la segunda porción para otro día metida en la nevera en ese envoltorio confieso que se me hace un poco de bola volver a servirlo en el plato. De alguna forma pienso, sin base científica ninguna, que los matices de la comida han perdido su esencia. Da igual que el táper –como dice la Fundéu que debemos adaptar este anglicismo– sea de cristal o de plástico: la merluza ahí encerrada me da la sensación de que pierde su glamour. 

Cosa bien distinta, y aquí está el punto, es que la lonchera te la prepare otro. Esto en cambio, parece que enriquece cualquier comida que pueda haber en el interior. El otro día me trajeron a casa un cocido dividido en dos partes: el caldo estaba metido en lo que fue un bote de conservas y los garbanzos en una tarrina de lo que había sido recipiente de unos pistachos. Creo que fue el cocido más rico que me he comido en la vida.

Este concepto de cuidar a través de una fiambrera es muy de las madres. La mía, por desgracia, vive lejos y es inviable que me dé tuppers para la maleta con el avión de por medio. Tampoco es ella muy de eso, ni lo ha sido nunca. Pero por justicia diré que a menudo nos compra caprichos como las lonchas de pata canaria que tanto me gusta para que me traiga a la capital. Alguna vez incluso, cuando vivía en Londres, me hizo una compra llena de productos españoles que añoraba. 

Lo cierto es que regalar comida y, muy especialmente si la has hecho tú, me parece uno de los mayores actos de amor que existe. Hacer un túper y dárselo a alguien es prácticamente como decir te quiero. Y cuando pienso en este concepto materno se me viene a la cabeza mi amiga Ester, por ejemplo. En nuestra etapa de estudiantes de universidad todas cocinábamos cualquier cosa en el piso para salir del paso. La que tuviera algo más de tiempo probaba con elementos más elaborados como un pollo a la Coca-Cola, pero el menú diario no iba mucho más allá de tirar verduras para una ensalada en un bol o un cocer algo de pasta con atún. Lo de Ester en cambio era otro mundo. 

Su madre, que vivía a una hora, venía cada equis domingos para surtir a su hija de canelones, croquetas, carrilleras, musaca... Tenía la técnica tan perfeccionada que cocinaba todo en un día y sabía perfectamente qué se podía congelar y qué no para dar las instrucciones exactas y que su hija comiera rico y caliente cada día sin tener que poner ni una pizca de pimienta. Todo era tan suculento y nuestro desconsuelo tal que su madre empezó a cocinar alguna lonchera extra para nosotras, las otras inquilinas del piso. Mi preferido, el arroz negro con chipirones del que, a la postre, me dio su receta.

Ahora hay ya incluso empresas que han copiado a las madres. Eliges primero, segundo y tercero de cada día y te envían a tu casa la caja llena de fiambreras el domingo como acopio de toda la semana. Cierto es que aquí se pierde la magia.

En general, creo que cocinar para alguien es un acto de ternura. Invitar a comer conlleva todo un proceso: haber elaborado una comida pensando en quién va a venir a casa, saber definir si al otro le gusta o no el picante o, incluso, elaborar la carta en base a los comensales invitados. Algo que algunas y algunos hacen de forma casi automática para sus hijos durante años, pero que requiere de un ejercicio mental del que solo se da cuenta uno cuando se hace mayor. Por eso, cocinarlo para meterlo en un plástico cuadrado y no disfrutarlo a la vez podríamos bautizarlo como el extremo del cariño culinario. ¡Que vivan los túpers!