Y después del debate, Sánchez se vengó con Franco, que sigue ahí en la Moncloa de saco de boxeo, de odre de Don Quijote o de pelotita antiestrés. Resulta que todavía estaba Franco con la Medalla del Trabajo como una medallita de San Cristóbal, que al fin y al cabo él era como un generalísimo de primera comunión, un dictador que iba siempre como de marinerito, igual que el pato Donald.
Era ya Franco una momia ferruginosa con su cara de billete de veinte duros, la cara de falla que llegó a tener Franco; era ya un difunto trasladado como una alfombra enrollada de tierra y caracoles desde Cuelgamuros a Mingorrubio, que parece una ruta rural o ciclista por el inframundo; era ya un trabajito de taxidermia, rastrojeo o vudú de Bolaños, con esa cosa que tiene el ministro de niño muertito que se aparece; era ya nada Franco, salvo una piel de osito calvo ante alguna chimenea de la Moncloa. Pero ahí seguía con la medallita, esa injusticia, ese oprobio, esa espinita clavada no ya en la ropa de gaitero muerto de Franco sino en la memoria de España. O no quedaban platos que romper en la Moncloa tras el desastre, claro.
Franco ha aparecido tras el debate, o lo han sacado tras el debate, que a lo mejor Sánchez saca a Franco como Bridget Jones sacaba el helado, en el bajonazo existencial. Han sacado a Franco otra vez, pues, apulgarado de pasamanería, enmantado de vellocino, ceniciento de calavera, cojo de espadón y de cojón, lo han sacado como siempre, un poco en ataúd con visillos, un poco en naipe fachorro y un poco en caballo gordinflón, que es lo que gusta en el Gobierno. O sea, ellos quitan las estatuas del dictador, o de cualquiera levemente aviador o cervantino o pregonero de cafetín patriótico, y las colocan en su propia glorieta en el Consejo de ministros o en el telediario. Al menos, hasta que se queden definitivamente, como trofeítos complutenses o colombinos, en ese anaquel que le tiene reservado la historia a Sánchez (yo me imagino su futuro museo con dioramas, efectos sonoros y su gran esqueleto colgante, un esqueleto legendario y admirable como el de un tiranosaurio o el de Ted Danson).
Creíamos que en Franco ya no quedaba nada aprovechable, físicamente aprovechable me refiero, que el franquismo siempre será aprovechable mientras queden no ya curitas preconciliares con cuellecito antinaturalmente delgado o voxeros del Yunque como templarios de la jota, sino mientras queden taquillas de los toros con banderita de banderilla. Pero resulta que no, que todavía estaba esa medallita, esa cosa física que volvía a hacer físico a Franco, o sea que su pecho vacío o su pecho de pasto volvía a ser pecho con coraza y con condecoraciones, que así casi parece que se fuera a levantar todavía, haciendo un ruido de sonajero o de costurero o de orinal, después de una gran siesta histórica. Estas cosas tan físicas, esa Medalla al Mérito en el Trabajo que uno se puede imaginar con su chapado, su martillito heráldico, su cinta de camafeo o de llavín antiguo y su tintineo de sumiller al paso (los sumilleres elegantes van como con espuelas en el estómago), todo esto enseguida hace de nuevo físico a Franco. Es como tenerlo de cuerpo presente de nuevo, que como fantasma embotellado quizá ya no les servía de mucho.
Franco tenía una medallita, como si aún tuviera la medalla arrebatada a alguna de esas madres con medallita de antes, y además era una medalla del trabajo, que es como si siguiera robándole la dignidad al obrero desde su tumba napoleónica de bajito contrachapado. La medalla se la han quitado ahora, se la han arrancado física y simbólicamente, como esos galones de los oficiales de folletín, a petición del Ministerio de Trabajo, o sea de Yolanda, esa mujer que dice que Sánchez y Feijóo son hombres que sólo miran al pasado y luego se va al desván de los cachivaches a buscar esquirlas ideológicas entre la dentadura y la metralla viejas del mismo Franco. Yo creo que a Franco lo quemaron muy pronto, en aquella ceremonia en Cuelgamuros que casi parecía una extirpación ritual, y en la que el dictador salió volando locamente como una pavesa. Pero diría que lo echan de menos, no dejan de buscarlo por el callejero, por los periódicos, por los cementerios, por los cuarteles, por las celosías, que yo creo que ya se emocionarían si entraran en una de esas ventas de catetos donde invocan a Franco con brindis de porrón y churro los cuatro zumbados que aún lo recuerdan como si fuera la Mirinda.
Hecho un trapo o hecho un acerico, Franco aún les resulta consolador, y más de cuerpo presente, con sus lujos de fallera, con sus galardones de la patria, del mesón, de la matanza o de la cucaña rebosando como desde el mismo forro del ataúd o de la historia. Franco aún les puede resolver una crisis o alegrar el día. Parece casualidad, pero quizá Sánchez llegó a la Moncloa, después de haberse descubierto y aniquilado ante toda España, y alguno de sus pelotas le recordó que aún tenían a Franco con una medalla, que algo había propuesto Yolanda de Franco con una medalla. Aún podían sacar a Franco, que es como el muerto remendado e inagotable de las facultades de Medicina. Aún podían sacar a Franco, que está ahí en el sotanillo de la Moncloa, por donde los pelotas aún intentaban comprender, o explicarle a Sánchez, cómo el Superman de Europa había sido vapuleado por un señor con pinta y tono de dueño de una camisería. Aún podían sacar a Franco, que Franco y el PP son lo mismo, y, a partir de ahí, llegaría la remontada. Y Sánchez, así, con su helado de Franco, durmió más tranquilo y esperanzado. Y hasta sobrevivieron en la Moncloa, esa noche, la vajilla y los pelotas.
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