A Anabel Vázquez le obsesionan tanto las piscinas que ha escrito un ensayo de 170 páginas sobre ellas. O no, quizá sobre nosotros. Cuenta en Piscinosofía. Tratado acuático y desordenado sobre piscinas reales e imaginadas (Libros del K.O.) como en una casa sin agua embalsada soñaba con que algún amigo llamase por teléfono y la invitase a zambullirse el domingo. No le gustaban ni los jardines ni le interesaban las grandes casas que las acompañaban, ella quería saltar salvaje sabiendo que había un rabillo del ojo de algún adulto como red de protección.
Al final, Vázquez quiere contar "la cara bonita de la vida", eso que nos hace felices y es más o menos sencillo. Ayer, justo después de que terminar su magnífico libro, escuchaba en la radio que los estadounidenses están descubriendo los beneficios de las vacaciones, de "cómo la cabeza funciona mejor cuando tienes los pies en el agua". De cómo se han dado cuenta que ese lado bonito pone luz sobre gran parte del lado más feo. Y varios de los tertulianos llevaban sus cabezas a una piscina, como si ese rectángulo fuese un imán para la felicidad.
"Me dijo que el verano y las piscinas eran una horterada. Supongo que la calle Pez es mucho más elegante"
Tengo un amigo al que una vez invité a la piscina de mi urbanización a las afueras de Madrid (por favor, no me insulten, que con dos niños Malasaña no mola tanto) y me dijo que el verano y las piscinas eran una horterada. Supongo que la calle Pez es mucho más elegante pero no hay un sólo día que baje y me encuentre con alguien cabreado.
Ves toallas de promoción, alguna nevera terrible, tu ya ni te miras; pero todo el mundo sonríe cuando se prepara para saltar. Hemos pesando que tenemos que optar a una felicidad distinta a la de la masa, que quien es feliz con lo que a la mayoría hace sonreír es menos inteligente que nosotros. Que madre mía qué horror tener que sentarte en una toalla y pasar el rato. Nadar y salir fresquito.
Qué intensidad, por Dios, son los mismos que van a Roma a ver el Coliseo y se quejan de que está lleno de turistas porque ellos deben haber nacido en el barrio de Celio. Divertirse sin leer a Proust a 38 grados a la sombra es posible. Que lean a Anabel y vean que la librería Machado en el Círculo de Bellas Artes era una piscina, que hay una en el Senado, que Matisse las dibujó porque no las tenía, que la tontería se quita si buceas de un lado a otro.
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