Es un puñado de términos aparentemente sencillos: café, leche, frío, caliente, corto y largo. El día a día demuestra que en nuestro país sus acepciones son variables, imprecisas y siempre personales. Más aún la combinación de todas ellas. Se podría decir que hay tantos tipos de café como consumidores. La pregunta es por qué cliente y hostelero rara vez alcanzan el punto de encuentro satisfactorio pleno. ¿Tan difícil es entender, preparar y servir bien un café?
Serán manías de un servidor o demasiadas experiencias negativas acumuladas, quizá. Antes de abordar el repaso por este apasionante mundo, salvemos a las excepciones. Las hay, menos de las deseables, pero sí, también aquí hay lugares fantásticos para tomarse un café de alto nivel. Pero no nos engañemos, la mediocridad en el mundo del café, en barra o en mesa, abunda cada vez más. Tanto, que cuando se encuentra profesionalidad, esmero o al menos cariño en el placer más humilde del día, es algo que no se olvida, ni el local ni al autor.
En el país del turismo, del 'poteo', de la vida en torno a una mesa no debería ser aguja de pajar encontrar quien tras una barra sea capaz de acertar con la dosis perfecta de café, de leche, o simplemente de ajustarse a lo que el cliente ha pedido. ¿Por qué lo maltratamos tanto?
Un placer de sobremesa a la temperatura idónea, una espuma trabajada, una vajilla cuidada y un servicio que redondee la faena no parece requerir un título de grado. No es algo a buscar en un hotel de lujo. Tampoco ahí hay garantías de éxito. Un sencillo local de barrio o un chiringuito de playa pueden ser la gloria del torrefacto. Servirlo bien depende más de ganas y esmero que de dinero y medios.
Cuando llega el verano siempre me surge el mismo dilema. Parece obvio que frío debería ser frío, aquí y en la ‘China popular’ que diría aquel. Que ‘solo’ es solo y que con leche es eso, con leche. Cuando el cliente pide un café con hielo es porque quiere tomarlo frío, casi helado, vamos digo yo. ¿Por qué servir un café hirviendo si se ha pedido hielo?
Deberíamos rebelarnos ante tanta mediocridad servida en una taza de café desgastada, descuidada y pagada casi siempre a precio de oro. Eso también es 'marca de país'.
La leche. Es otra gran cuestión a la que debe enfrentarse el consumidor de café. ¿Es lo mismo un café con leche que leche con café? Pues no, en uno prima el café y en el otro la leche. En caso de duda, ¡apuesten por el 50%!
Caliente. El punto de ebullición se alcanza a los 100 grados y provoca quemaduras. No hay paladar que aguante esa temperatura. ¿Realmente es necesario llevar al máximo de la resistencia el ruidoso tubo que calienta la leche en la cafetera? ¿Se debe recalentar de nuevo la leche que ya quemaba? El café no debería ser un té servido en una tienda de alfombras del bazar de Marrakech para retener el máximo de tiempo al cliente… ¡Viva la vida templada!
Grande, pequeño. Es otro binomio aparentemente sencillo, salvo en el café. Basta recorrer el país, y parte del extranjero, para constatar que no existe un consenso, una medida homologable en este campo. Las tazas minúsculas de algunos lugares se transforman en cazos soperos en otros. Al igual que con las tallas de ropa, sería deseable afianzar un acuerdo internacional en torno al café y sus medidas. No sólo en las tazas y las cucharillas sino, ya de paso, en sus proporciones de agua, café, espuma y leche.
Tazas inmortales. Un decálogo que también abarcara al menaje cafetero. La vida útil de las tazas, su capacidad de reciclaje, también debería regularse. ¿Cuántos usos tiene una taza? En muchos casos hay hosteleros que ponen a prueba la inmortalidad de las suyas. Asusta pensar cuántos labios, cuantos cigarrillos se han podido apagar en ellos. Como las sábanas, las zapatillas de casa o las camisas…. Renovemos las tazas de café, ¡al menos cada lustro!
Y qué decir del contexto. El café ha dejado de ser un consumo en compañía, en mesa o barra pero con, al menos, algo de tiempo, charla y desconexión. Todo comenzó a estropearse con el cartón, con la costumbre de otras latitudes y el ‘Take away’. No, eso no es tomar un café, es otra cosa. Carrera, vaso de cartón y sorbos junto al ordenador del trabajo no es tomarse un café. Y beberlo por una minúscula e incómoda rendija abierta en una tapa de plástico sobre un vaso endeble... es un suplicio además de una operación de riesgo.
Y finalmente, está el atraco, el robo. La culpa es del euro. Con la peseta esto no pasaba. Aquella unión monetaria -166,386 pesetas = 1 euro- elevó el café de producto popular a pequeño delicatesen cotidiano.
En fin, serán manías de la edad. Quizá la respuesta deba encontrarla en los posos.
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