El mundo se divide entre quienes hacen listas y quienes no. Me gustan porque ayudan a ordenar los pensamientos pero hasta ahora pocas veces las escribía. Mal hecho. Hay que tomar notas siempre, como decía Nora Ephron. Reconozco que las listas tienen poder terapéutico. Nos sirven de guía y de recuerdo. Nos permiten pequeñas alegrías. Y muchas veces son un juego.
Las enumeraciones más bellas que he leído nunca están contenidas en El libro de la almohada o Notas de la almohada de Sei Shonagon, dama de la corte de la emperatriz Sadako del siglo X. La primera versión impresa data del siglo XVII. Jorge Luis Borges retomó esta técnica y es quien elabora el prólogo y, junto a María Kodama, selecciona y traduce los textos en la edición de Alianza en español.
Shei Shonagon encabeza sus listas bajo la rúbrica “cosas que…”. Y así se refiere a las “cosas que hacen latir deprisa el corazón”, “cosas que despiertan una querida memoria del pasado”, o “cosas que están cerca aunque estén lejos”. Así llegamos a estos placeres estivales o “cosas que nos gustan en verano”.
Dormir con las ventanas abiertas. Dejar que la brisa te acaricie al amanecer. Despertar y seguir en la cama. Despertarte y dejar la cama sin pensarlo. Salir a caminar sin rumbo.
La caminata merece párrafo aparte. A primera hora en verano se disfruta a buen paso. Sabe bien en plena naturaleza y de maravilla si el destino es el mar. El saludo a esa hora es una promesa auténtica de un buen día. Si el paseante se logra abstraer lo suficiente, los pensamientos fluyen. A veces surgen así las mejores ideas. El éxtasis también puede llegar con música e incluso baile. Depende del día. Del momento. Pero mejor en soledad. Otra cuestión son las rutas de varias horas. Las costeras son mis favoritas. Acantilado, helecho, pino. Pino, helecho, acantilado.
Desayunar al aire libre. Como si fuera un picnic, pero en mesa de madera. Con la mirada perdida en un castaño. Con la sintonía de un pájaro carpintero de música de fondo. Frutas frescas y dulces caseros. Conversar con un ser querido sobre los planes del día. Charlar con un desconocido sobre su vida cotidiana. Sin mirar el reloj. Sin consultar el teléfono móvil.
Descubrir una cala desierta. Escuchar el mar. Atentamente. Acompasar la respiración con el ir y venir de las olas. Mirar el horizonte en la playa. Perderse con la mirada en el mar. Sumergirse lentamente.
Hacer el muerto en el mar. Es el placer total. Me siento muy viva haciendo el muerto. El cielo te cubre como si fuera una sábana. Las nubes van cambiando de forma. El agua te mece imperceptiblemente. Y escuchas el silencio. Un silencio acuático. Es el silencio con eco en el alma.
Salir del baño. Dejarse querer por la arena. Y por el sol en la sombra. Observar a los bañistas. Imaginar historias sobre sus vidas. Compartirlas con mi sobrina Ana y escuchar cómo se ríe porque voy demasiado lejos.
Disfrutar de un helado. Elegirlo ya es una ceremonia. Hay que tener referencias. Hay que decidir el sabor. ¿Aventura o territorio conocido? Una combinación. Ojalá la vida lo permitiera.
Sestear en un balancín. O en una hamaca. Son dos regalos de los dioses. Lo ideal es la hamaca entre los árboles robustos y tan altos que la copa se vea a años luz. Los juegos de sombras son ideales para el duermevela. Y los trinos de los pájaros. En una hamaca nunca duermes del todo. Leer y cerrar los ojos. Y volver a la lectura.
Ahí te encuentras de nuevo con Sei Shonagon, que evoca cómo las despedidas son los mejores recuerdos de los amantes. Y que para encontrarse con el amante "nada mejor que el estío, aunque las noches son breves y el alba asoma antes de que uno haya podido dormir". Así te dejas llevar. Y sueñas con un nuevo comienzo. Una nueva lista de placeres estivales.
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