Poco queda de ese germen trasgresor del que nacieron los festivales de música, que hoy se recuerda en su quintaesencia como "tres días de paz y música" en Woodstock. Tres días que quedaron grabados para la posteridad en el agosto de 1969 como el momento de mayor esplendor en la generación de la contracultura de los sesenta. Un año antes se había hecho algo parecido en la isla de Wight (Reino Unido), y en 1975 hubo una "versión española" en Canet de Mar (Barcelona).
Miles de jóvenes acudían a este tipo de eventos en los que la música era la excusa para reunirse y celebrar entre flores y drogas psicodélicas el placer de la libertad juvenil. Pero de aquello ha pasado ya más de medio siglo y sería ingenuo pensar que los festivales de hoy en día conservan algo de ese espíritu contracultural que tenía Woodstock. Ahora los patrocinadores son grandes marcas que invaden el ambiente con su omnipresencia. Ahora los influencers, invitados y pagados para promocionar sus productos, tienen sitio hasta en el cartel, y los precios han subido tanto que los hippies melenudos ya no son su público objetivo.
El rédito económico que supone juntar en medio de un descampado a un jugoso popurrí de artistas, con una audiencia igual de variopinta, ha provocado una democratización en la que la música es solo una excusa para seguir consumiendo.
En España, un país barato (en comparación con el norte de Europa), con mucho sol y buena predisposición para el turismo y la especulación, la fiebre de los festivales ha inflado una burbuja que parece no tener fin. Sobre todo después de la pandemia, el FOMO de volver a perderse algo, la ansiedad por llenar la agenda de planes y la necesidad de sumar experiencias ha tenido mucho que ver en esto.
Parece misión imposible organizar un festival que salga bien en Madrid
Dicen que lo que ha ocurrido en los últimos meses con el fracaso del Primavera Sound madrileño (que no volverá en 2024), el claustrofóbico colapso del Mad Cool, el aborto repentino del Reggaeton Beach Festival o la insólita cancelación del Dcode, son el reflejo de este pinchazo.
Puede que haya algo de todo esto, pero lo que realmente nos ha quedado claro después de tanto caos festivalero, es que parece misión imposible organizar un festival que salga bien en Madrid. En el caso del Mad Cool, ni cambiando de ubicación es capaz de encontrar su sitio en la capital y eso, por muy bueno que sea el cartel, es un hándicap que lo hace estar por debajo de otras marcas reputadas como BBK Live (Bilbao) o Primavera Sound.
Hablamos del PS de Barcelona, por supuesto, porque lo que trataron de exportar a Madrid ha estado maldito desde el principio. Lo primero fueron unos desorbitados precios que acabaron siendo una de las principales razones para no repetir el sold out de la edición anterior y al final lo llenaron a base invitaciones gratuitas. Después, las tormentas eléctricas chafaron su debut, y la odisea para entrar y salir de un recinto ubicado en medio de la nada y a 42 km de la capital, acabaron enturbiando las actuaciones de un cartel muy descompensado desde el principio.
Luego está lo del Reggaeton Beach Festival, que se ha vivido como una especie de déjà vu de lo que ocurrió el año pasado con el Madrid Puro Reggaeton Festival (cancelando un día antes de su apertura). Más surrealista fue lo del Fan Fan Fest de Ifema, cancelado por "incumplimiento grave" de las condiciones de seguridad tras vender miles de entradas con un descuento del 90% (a 6 euros) gracias a la filtración de un código, que supuestamente era para partners. Nunca más se supo.
A Ifema quisieron llevarse también uno de los festivales que mejor ha funcionado en Madrid desde que empezó, el Tomavistas. Mejoraron su cartel y ampliaron el espacio, pero perdieron su esencia. Este año han reculado y han acabado sacando pecho por volver a su habitual Tierno Galván. También se han hecho fuertes los de Noches del Botánico, aunque es verdad que se trata de un formato mucho más agradecido, sin grandes complicaciones.
Lo que ha pasado con el Dcode, cancelado a apenas dos meses de su celebración tras caerse su cabeza de cartel, Lewis Capaldi, sí que ha sido algo más extraño, que no obedece tanto a las particularidades de Madrid, como a la posibilidad de que la burbuja se esté deshinchando. Pero, para empezar a creernos en un colapso del sistema festivalero, aún necesitamos ver más señales de agotamiento. Lo que sí ha quedado bastante claro tras esta avalancha de cancelaciones y problemáticos desenlaces es que Madrid no es ciudad para festivales y que la esperanza contracultural con la que nacieron hace tiempo que murió.
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