España ha vivido las últimas semanas con la atención escindida entre las elecciones y la boda de Tamara Falcó. Entre la fiesta de la democracia y la fiesta de la aristocracia. A la primera estaba invitado todo el mundo, y a casi dos millones y medio de españoles le ha importado lo suficiente como para acudir por poderes. Otros diez millones y medio, mayoría silente o silenciosa, han declinado la invitación.
La segunda fiesta estuvo restringida a solo 400 asistentes, pero en realidad cualquiera ha podido colarse a posteriori mediante un procedimiento mucho más sencillo que el voto por correo, al menos allí donde siguen quedando quioscos, que es comprar el Hola. La revista por excelencia, biblia del corazón, álbum familiar de la familia de la novia, le ha dedicado dos números consecutivos a un enlace que es su apuesta editorial del año. Y una suerte de catálogo nupcial para toda pareja aspiracional. Porque pese a los títulos, los escudos de armas, el pedigrí nobiliario de algunos invitados, pese a la pretensión regia del vestido y a la tiara y el palacio familiares, la pareja más mediática de los últimos tiempos ha fijado el canon de la boda mesocrática española para las próximas temporadas.
España ha vivido las últimas semanas con la atención escindida entre las elecciones y la boda de Tamara, entre la fiesta de la democracia y la fiesta de la aristocracia
Lo ha fijado, que no inventado. Porque la carpa, las servilletas al aire para recibir a los novios, la selección musical –de Happy a Get Lucky, de Pharrell a Pharrell–, la boda como experiencia gastronómica, el neón caligráfico con el nombre de los novios, el DJ, la parrilla argentina de la recena, todo ello no es más que una versión cara y patrocinada de lo que ya hacen todos los novios españoles que hoy en día se quieren casar un poco bien y se lo pueden permitir, casi siempre a costa de su invitados. En este caso han pagado los patrocinadores.
A esta boda sin más, con la decepción subrayada por la gran expectación mediática, Íñigo Onieva aportó la contratación de un escuadrón de doscientos drones luminosos que, a falta de fuegos artificiales, prohibidos por el riesgo de incendio, formó en el cielo nocturno de Aldea del Fresno varios mensajes y símbolos románticos: love is in the air, las iniciales de la pareja, la silueta del castillo, un corazón. Fue su sorpresa para Tamara. La sorpresa sonrojante pero bienintencionada después de tantas sorpresas desagradables que en los últimos meses han amenazado su historia de amor.
La otra gran aportación de Íñigo ha sido la expiación. Porque la boda del año ha tenido también mucho de enésima confesión pública, de terapia compartida del pecador. De intervención, como llaman en Estados Unidos a la iniciativa conjunta de amigos y familiares para poner a un adicto a lo que sea ante la oscura realidad de su existencia. Hasta en el convite de su boda tuvo Íñigo que escenificar su contrición, su dolor de los pecados, su propósito de enmienda. Y la expiación continuó en las páginas de Hola. Mientras la novia confesaba que quiere pensar, sic, que su ya marido ha cambiado el camino de disolución de la noche madrileña por el camino de perfección del santo matrimonio, Íñigo reiteraba a la revista y a toda España que ha cambiado.
Las imágenes del hombre acompañaban vivamente sus palabras. La más llamativa, una fotografía en claroscuro frente a una ventana, descorbatado, un ricito desmadejado sobre la frente, a lo Clark Kent, y una copa de cava casi vacía en la mano. Asoma y se despide el seductor, el galán del Lula Club, un poco en la estirpe de tío Julio –quizá ahí resida el secreto inconfesable del amor de Tamara por Íñigo–. Pero hay en el segundo de los números dedicados por Hola a la boda una foto quizá más elocuente: Íñigo en un salón de El Rincón, ensayando un gesto de dignidad, con la barbilla levantada y aferrando con las manos las solapas de su chaqué. Al fondo, una mesa repleta de copas preparadas para el cóctel de bienvenida a los invitados. Íñigo, exhibiendo ese manierismo pequeñoburgués de sus iniciales bordadas en el puño de la camisa y un nudo de corbata demasiado grueso, la mirada glauca de un cordero camino del matadero, parece de repente, más que el novio y futuro padre de los hijos de Tamara, el metre, petimetre, de su propia boda, la figura auxiliar del espectáculo Falcó Preysler.
Elucubraciones aparte, lo que no aparece por ningún lado en esta rentabilísima apoteosis del amor es la mística. No la de las apretadas creencias de Tamara, ni la de la conversión reciente, consejero espiritual mediante, de Íñigo, que ahora asegura que toda su vida ha rezado por la noche. Lo que brilla por su ausencia en todo esto es lo más importante, lo que nos ha traído hasta aquí: la mística Preysler. El encanto inefable de esta misteriosa mujer que lleva más de cuatro décadas, antes y después de Ferrero Rocher, encarnando "la expresión del buen gusto". Preysler se casó primero con el cantante español más importante de la historia, después con un grande de España, a continuación con un brillante ministro de Economía del Reino, y en el otoño de su vida se unió con un nobel de Literatura, el más importante escritor vivo en español. Ahora, tras su fea ruptura con Vargas Llosa, asiste resignada a esta boda pese a todo y un poco a la desesperada.
Hojeando estos dos Holas que han aliviado los rigores de la campaña electoral es inevitable acordarse de otra boda Preysler, hace justo treinta años: la de la primogénita, Chábeli Iglesias, y Ricardo Bofill junior. El hijo del talentoso arquitecto catalán era también, como Onieva, un conocido crápula de la noche, en este caso barcelonesa, pero tenía gracia, lecturas, aunque fuera de oídas, y temperamento. Se celebró en el impresionante taller de Bofill padre, la antigua fábrica de cementos de Sant Just Desvern, sin pretensiones regias pero con todas las credenciales de un enlace dinástico a la manera de la república coronada que es España, en el que concurrían dos y hasta tres Españas: allí se recombinaron la mística Preysler con el carisma de Julio y la legitimidad estética y política de la legendaria gauche divine. Aunque aquel matrimonio duró muy poco, quedan unas fotos preciosas en las que no falta Enrique Iglesias, el gran ausente –porque es "muy tímido", según su hermana– en la boda mesocrática de El Rincón.
En estas jornadas de resaca electoral resulta también inevitable acordarse de las elecciones de aquel 93 post 92. De los primeros debates cara a cara entre González y Aznar. De la acuñación, por el PSOE acorralado por la corrupción, de la idea de crispación, que en las elecciones del 96 tomaría la forma del famoso dóberman, para revolverse contra la derecha que por primera vez amenazaba su continuidad en el poder. De la mística pese a todo, o del carisma, de la política que enarbolaba la legitimidad del milagro de la Transición. Ejercida por políticos más o menos respetables que no nos contaban su infancia ni ponían, junto a las siglas de su partido, un corazón como el de los drones de Íñigo. Y cuyas victorias amargas tenían una consistencia suficiente para intentar formar Gobierno. Aun con los nacionalistas. Eso no ha cambiado. A lo mejor, bien pensado, no ha cambiado nada.
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