Era, no sé si sigue siéndolo, uno de los momentos más esperados de la semana. Sucedía el domingo al mediodía, cuando llegaba la paga. Aquellas pesetas convertidas en un símbolo de libertad, de poder y de responsabilidad. Con ocho, nueve o diez años el importe pasaba a un segundo plano. Aquellas monedas eran la primera experiencia de toma de decisiones, de gestión, de búsqueda de rentabilidad, de ahorro y, por qué no, de acuerdos multilaterales.

En mi caso no recuerdo que fuera un abono fijo. Ni siquiera un importe constante. Solía haberla pero no siempre ni en la misma cuantía. Dependía de la semana. Era además un pago únicamente estival. El resto del año la paga desaparecía y nadie la echaba de menos. Aquel ‘ingreso’ se concebía como una excepción del verano, como un relajo más de las normas, la convivencia y el disfrute de las vacaciones.

La paga, una gran lección. Había que ganársela. El castigo ‘mañana sin paga’ se anunciaba y se cumplía. Eso era sufrir. Y no, en mi caso al menos, no recuerdo llamarlas ‘chuches’ sino ‘golosinas’. Lo de ‘chuches’ lo extendería en mi vocabulario Mariano Rajoy muchos años después.

Detrás de aquellas 25 pesetas –es la cifra que recuerdo y que seguro que no se fue actualizando conforme al IPC- se escondía un mundo que iba más allá que la mera compra de la chuchería del momento. Aquella compra en la tienda del pueblo, rodeado de otros niños con su ‘paga’ fresca y que miraban con ojos dubitativos y golosos el plantel de grasas saturadas y azucaradas, comenzaba por el rastreo, el análisis. La idea era sencilla; que compren otros primero, miro, evaluó y decido, pocas cosas buenas o muchas no tanto. Vamos, comprar por volumen, por piezas o por satisfacción. Lo de comprar al peso llegaría mucho después.

El paquete de pipas o de ‘maíces’ o ‘pepes’ parecían lo más rentable. Aportaba muchos por un precio razonable. También era lo más aburrido, lo conocido, alejado de la novedad de turno del verano: 10 pesetas bien invertidas, sin riesgo. Recuerdo cuando descubrí los peta-zetas. Aquellas pastillas minúsculas que explotaban en la boca. Al principio asustaban, después divertían. La relación precio-experiencia, aunque más cara, podía merecer la pena. Y qué decir del chupa-chups más novedoso, el ‘kojak’, un dos por uno en toda regla: caramelo y chicle a buen precio. La llegada de los paquetes pequeños de chips tipo patatas, pajitas, cortezas o palomitas me pilló algo más mayor, pero fue otra de las revoluciones en el mundo de la paga. Tampoco son fácil de olvidar los ‘flsh’, aquellos tubos de colores, helados, que había que chupar para absorber aquel sabor químico que ahora nos sabría a demonios. Entonces era gloría helada en plenas vacaciones.

La 'paga' era una lección para saber esperar, saber gestionar, saber decidir, saber renunciar y sobre todo, saber compartir"

Años más tarde, de la compra por unidad, incluidos las gominolas, se pasó a la compra al peso y al autoservicio. Fue ahí cuando se perdió algo de aquella magía, de aquel rito infantil que siempre acompañó a la compra de las chucherías del domingo. Los niños ya no interactuaban igual entre sí, el individualismo fue ganando terreno protegido en las bolsas de autoservicio y la relación con el dependiente, con la mujer que comprendía como nadie a los niños en aquel momento, se diluyó. Pesar, cobrar y adiós.

Siempre me llamó la atención la capacidad de comprender a los niños de los propietarios de estas tiendas de verano. Bastaba una mínima explicación incomprensible de lo que querían para dar en el clavo. Qué decir de su paciencia. Tener un niño durante interminables minutos bloqueado ante tanta oferta y libertad, engordando la cola y la espera embadurnando de dedos, cuando no de babas, la vitrina muchos hoy no lo soportarían.  

Aquella paga podía ir acompañada de acuerdos bilaterales. Los pactos entre amantes del dulce que compartían salado previo acuerdo. El ‘te doy la mitad pero si tu me das…’ o incluso los intercambios más íntimos que llegaban a incluir fluidos en torno a la bola de un chupa chups, un helado o un ‘flash’ helado. Mordiscos acordados y limitados con un dedo protector que fijaba la línea roja a ceder del regaliz o del chicle de turno.

Después estaban los inversores. Los niños coin visión de futuro, los que apuntaban a una madurez de bonanza. Aquellos que ahorraban, sufrían hoy para disfrutar más mañana. Los que guardaban en el bolsillo 5 de las 25 pesetas para contar con 30 el próximo domingo. También los que optaban por un ahorro material más que monetario. Esos eran los que educaban la voluntad, los que eran capaces de guardarse uno de los dos chicles para disfrutarlo al día siguiente. Los que podrían contener el deseo de aquella pequeña chocolatina para restregarla días más tarde al resto.  

Es evidente que el mundo de los ‘chuches’ ha cambiado mucho, tanto como los niños y el modo de educarlos que hoy tenemos. Lo reconozco, en mi casa hoy no hay paga fija. Se abona cuando se considera y sin importe prestablecido. Pero sinceramente, echo de menos en los más pequeños aquella magia, aquella relación a medio camino entre el disfrute, la toma de decisiones y la gestión de los bienes merecidos por un buen comportamiento. Saber esperar, saber gestionar, saber decidir, saber renunciar y sobre todo, saber compartir… 25 pesetas.