Estos días de desconexión de las rutinas laborales tendrán en mente la Nochentera de Vicco. Es la canción del verano, un título que otorga el público año tras año a esa melodía de la que no podemos despegarnos por mucho que queramos. No es por ir a la contra, pero a mi me está pasando con Volare, de Domenico Modugno. Y no es de mi época, aunque mi época no sea ésta. Es como un sueño recurrente. Serán las ganas de emprender un viaje hacia un destino lejano. O será que asocio la letra con el deseo de ser libre y traspasar barreras.
Lo primero que recuerdo asociado a los vuelos son los viajes de mi prima Paloma. Era azafata cuando yo era una cría y su vida de un lado a otro me parecía fascinante. Paloma tenía el porte y la clase de una modelo y entonces yo adivinaba que su vida no tenía nada de convencional. Años más tarde me contó cómo conoció a Fidel Castro en una fiesta en La Habana o cómo una noche de juerga casi se estrella contra el Muro de Berlín. Al menos una vez al año sigue haciendo un gran viaje para continuar su colección de imanes de nevera. Su próximo destino es Samarkanda.
De mi primer vuelo recuerdo el destino, Londres. No pasé miedo aunque iba sola. Me alojé un par de semanas en casa de una niña inglesa que había estado previamente antes con mi familia. En aquel hogar se condensaban más clases sociales de las que yo había visto nunca antes. Fue toda una experiencia de vida. Al volver, mi padre dijo que no sabía si había aprendido inglés pero que aquel viaje me había cambiado. Creía que había madurado.
En algún momento sí me dio miedo volar. De una forma extraña, de repente. Lo asocio a otro paso más en la vida adulta: cuando eres consciente de que, por muy joven que te sientas, no eres eterno. Al volver de disfrutar de un par de semanas espléndidas con mi amigo Julio en Nueva York, me sentí insegura cuando hacía la cola para dejar la maleta. Empecé a hablar con un chico que tenía cara de buena gente. Conversamos todo el vuelo y eso me alivió. Fue peor a la vuelta de otro viaje desde Pekín: las turbulencias me llevaron a pensar que aquello era el final. Afortunadamente, no me marcó y seguí volando.
Aunque el sentimiento de volar no lo experimenté de verdad hasta que no monté en globo. Siempre me había fascinado el vuelo sin motor. Conocía a un gran aficionado, el padre de mi amiga Teresa, y siempre me quedé con las ganas de pedirle que me llevara. Ahora tiene más de 80 años y no le dejan pilotar. ¿Qué puede pasarle que no sepa y que no le pudiera pasar antes? Es frustrante que la edad se evalúe en términos genéricos (hay gente de 50 menos en forma que él).
Me atraía conocer esa sensación de ver 'cómo la naturaleza desfila debajo de la barquilla'"
Me atraía conocer esa sensación de ver cómo "la naturaleza desfila debajo de la barquilla", como decía el doctor Samuel Ferguson en Cinco semanas en globo. Aproveché una excursión en Luxor para ver desde el cielo el Valle de los Reyes. No conocía a ninguno de mis compañeros de aventura pero sí recuerdo que uno era un estadounidense que estaba dando la vuelta al mundo. Por lo que veo en Facebook sigue en movimiento.
Madrugamos y cruzamos el Nilo en una falúa. Nos dieron unas instrucciones muy básicas y subimos a la barquilla. El ascenso fue suave y hubo momentos en que el tiempo parecía haberse parado. Era como si flotaras en el aire. Te sentías enorme y minúscula a la vez. Y solo pensaba en que quería que durara más y más. Tuvimos suerte con la bajada, así que aquello fue una experiencia sin sobresaltos.
Leí más tarde que hay verdaderos aficionados a volar en globo y se reúnen en un festival internacional en Albuquerque tres fines de semana de octubre. Conocí al pionero en España, Jesús González Green, un reportero singular que fue el primero en cruzar el Atlántico de Este a Oeste. Y sonreí al saber que Jorge Luis Borges disfrutó de planear sobre los viñedos de Napa Valley en California junto a María Kodama como muestra la portada de Atlas. "El espacio era abierto, el ocioso viento que nos llevaba como si fuera un lento río, nos acariciaba la frente, la nuca o las mejillas. Todos sentimos, creo, una felicidad casi física", escribió Borges.
También supe de algún que otro accidente aparatoso justo donde yo había montado. Pero volvería a hacerlo. Para sentirme feliz allá arriba. Ya lo dice la canción: Nel blu, dipinto di blu/ Felice di stare lassù/ E volavo, volavo felice più in alto del sole/ Ed ancora più su.
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