Dicen que este es el verano de las rupturas. El verano en el que muchos han dejado de creer en el amor. Porque si Rosalía y Rauw Alejandro son capaces de cortar cuatro meses después de anunciar que se casan, ¿qué no nos puede pasar al resto de los mortales? Si a Natalie Portman le ponen los cuernos, ¿quién puede esperar que no le hagan lo mismo? Y si al matrimonio de Sofía Vergara se le acaba la pasión, ¿qué esperanza queda para los demás?
Afortunadamente, este tipo de ejemplos son la prueba de que el amor es el mismo para todos y que, ni la belleza, ni el éxito, ni el dinero ofrecen garantía alguna de salvar los efectos secundarios que esconden las flechas de Cupido. Que quede claro que esto no significa que me alegre de las desgracias ajenas. No hablo desde la envidia, sino más bien desde la empatía y la curiosidad, pues no hay nada más humano que proyectar nuestras inquietudes en esa especie de ídolos de la cultura pop que son los famosos.
Y es que llevan años diciéndonos que el amor ha muerto, que se ha vuelto algo líquido, que ya no existen las parejas que duran para siempre y que no hay esperanza para los románticos. Pero lo que realmente está pasando es que nunca se ha hablado del amor con tanta libertad y tanta insistencia como ahora.
Las etiquetas y convenciones que conocíamos han desdibujado sus significados y ahora todo parece más difícil de encasillar. Estamos viviendo un cambio radical en nuestras relaciones sentimentales y, ya sea a mejor o a peor, no deja de ser un poco peligroso mirar hacia el pasado con la nostalgia idealizada de quien no ha vivido aquello que anhela. Sobre todo cuando la historia nos ha enseñado que, conceptos como el matrimonio, podían pasarse de opresivos e incluso llegaban a estar más ligados a cuestiones de estatus social y relaciones comerciales, que al amor propiamente dicho.
De repente, nos hemos dado cuenta de que el amor no es un concepto absoluto ni eterno, que no es más verdadero por irrompible, ni más auténtico por duradero
Ahora que empezamos a experimentar un nivel de libertad afectiva a la que nuestros antepasados no tuvieron acceso, parece que todo se desmorona. Somos como niños redescubriendo el mecanismo de un juguete que creíamos conocer y nos sentimos tan perdidos como intrigados. De repente, nos hemos dado cuenta de que el amor no es un concepto absoluto ni eterno, que no es más verdadero por irrompible, ni más auténtico por duradero; que no se puede medir o cuantificar, ni existe contrato alguno que lo pueda certificar.
Por eso le damos tanta importancia a las rupturas, queremos saber más, conocer qué ha podido fallar, quién es el culpable y cómo podemos prevenirnos ante tan dolorosa decepción. Pero lo único que sacamos en claro, con un poso de amarga esperanza, es que, para que dos personas dejen de quererse, primero tienen que haberlo hecho. Porque no hay mayor prueba de existencia en este mundo que la certeza del final.
Lo que viene después de un amor consumido, es muy difícil saber, porque hay quien se lo toma como un aprendizaje y consigue identificar mejor qué buscar en su próxima relación. También sabemos que la de tropezar con la misma piedra hasta partirla suele ser una de las más recurridas. Y abundan también los que desaniman y, pobre de ellos, juran y perjuran que jamás se volverán a enamorar.
Con todo esto no estoy diciendo que haya que renunciar al ideal de tener un amor para toda la vida, pero sí que la única respuesta coherente pasa por superar esa vieja ambición que nos ata a las historias imposibles, dignas del diario de un adolescente. Porque entender que los finales son necesarios para que la vida siga, puede ahorrarnos una parte importante del disgusto.
Ahora, todas esas parejas que han roto este verano tienen la oportunidad de redescubrir el amor a partir de la soledad (que no es lo mismo que la soltería) y encontrar a alguien mejor con quien combatirla, o simplemente abrazarla hasta que vuelvan a sentir (o no) la necesidad de compartirla. Quizá nos ayuden, con su ejemplo, a entender mejor todo eso que se nos sigue escapando, o igual seguimos sin saber por dónde nos da el aire en esto del amor.
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