El paladar da placer, es evidente. Lo sorprendente es que no actúe sólo por sabores, por efecto de las papilas gustativas, sino que reacciona también movido por recuerdos, familia y educación en la mesa. En un qué rico hay cultura, hay pasado, buenos momentos y una historia asociada. Lo mismo que en un eso no hay quien lo coma. En verano es sorprendente cómo todos esos elementos compiten entre sí a la hora de sentarnos a la mesa.
Hay quien planifica sus vacaciones en función del paladar. Del recuerdo de aquel lugar en el que comió el mejor pescado de su vida, la paella que le supo a abuela o la carne con salsa de tiempo y cariño. Son muchos, yo al menos conozco unos cuantos, los que eligen destino de acuerdo a su gastronomía, sus restaurantes, sus platos, su capacidad de disfrutar. En Euskadi lo vemos a menudo. El qué bien se come allí se ha convertido en un motor turístico de primer orden que factura muchos millones cada año. La competencia en la mesa, en la de postín y la de no tanto, se ha extendido y eso beneficia a todos.
Estos días no es difícil encontrar lugares que se llenen de visitantes cansados de malcomer durante todo el invierno. Turistas dispuestos a gastar sin miramiento por un buen plato. Los hay que aciertan, que se marchan satisfechos, pero la mayoría lo hará sin un recuerdo en su paladar que merezca la pena conservar. ¡Cuánto maltratamos al visitante, al de aquí y al de allí! En parte, la culpa es del comensal de verano que lo acepta todo, asume que le engañen, que le den congelado por fresco, casero por ultracocinado y reglas de selección del menú invariables como la Constitución. Las culturas que no exigen, que no reclaman, que ingieren más que degustan, que son conformistas con lo que les saquen, no evolucionarán. Sin competencia por ver quién es el mejor…. mal vamos.
Luego está el comer de costa y el comer de interior. Incluso en cada una de esas categorías hay niveles. La costa que come como turista –la más masificada– y la que procura mantener su esencia. El restaurante cutre que da gato a precio de liebre y el que es honesto con el visitante, el que le que da liebre a precio de gato. Es ahí donde el paladar dirá dónde volver y dónde olvidar. Ocurre también en el interior. Engañaturistas que dañan su negocio y la marca de la zona los hay en todos lados.
Me ocurrió a comienzos de este mes de agosto en un pequeño pueblo de la provincia de León, Villapadierna. En realidad, pertenece a Cubillas de Rueda. Caímos allí por casualidad. Apenas 75 habitantes, algunos más en verano. Unos amigos nos llevaron bajo el pretexto de que eran las fiestas y nos disponíamos a explorarlas. Faltaba una hora para anochecer. En una de sus explanadas los operarios se afanaban en colocar el camión-escenario para el grupo. Esa noche actuaba La Rebelión.
Hay chiringuitos de playa que podrían ser restaurantes incluidos en guías selectas. Lugares a los que regresar sólo para revivir ese plato que ha permanecido en el recuerdo del paladar todo el invierno. Yo lo he hecho
A un lado, un ir y venir de vecinos colocaban mesas portátiles y bancos de la iglesia. A cinco metros, dos mujeres y dos hombres preparaban kilos de panceta, de filetes de carne, de chorizos, morcilla de la tierra y rebanadas de pan que formaban ya una pequeña montaña. No, saludable no era, es evidente, pero de la tierra, sin duda. El reparto de tickets verdes se hizo con naturalidad, sin avalanchas, como una familia (bien avenida). Una parte para el plato, la otra para la bebida. Y gratis. Ni un euro. Ni para vecinos ni para visitantes. Y supo a gloria, claro. No fue alta gastronomía, pero sí alto recuerdo, de los que invitan a volver. Un modo de dar la bienvenida a todos, sin engaños ni trampas.
Es evidente que la gastronomía condiciona lugares, experiencias y vacaciones. Las buenas y las malas. Las que sorprenden y las que decepcionan. Son muchos los restaurantes mediocres que por unos meses se convierten en alta gastronomía sólo por el precio. Los congelados transformados en milagrosos productos frescos y los frescos de verdad en bienes prohibitivos, proliferan. Sí, también eso determina si volverás o no y si hablarás bien o no del lugar.
Hay chiringuitos de playa que podrían ser restaurantes incluidos en guías selectas. Lugares a los que regresar sólo para revivir ese plato que ha permanecido en el recuerdo del paladar todo el invierno. Yo lo he hecho. En el Algarve, ese rincón mágico del sur de Portugal que la masificación del turismo está destruyendo. Está en una ladera junto a una pequeña playa donde no cabe un alfiler. La segunda vez ni la pisé. La tercera tampoco. Pero en cambio sí nos desplazamos para volver a probar el abundante arroz con marisco de aquel restaurante sencillo, de toda la vida, a precios asequibles y a base de productos de calidad. Y habrá una cuarta vez, seguro.
Después está la infancia, la familia. Ese recuerdo es el más sólido, el que moviliza o retrae. Los sabores trasladan como pocas cosas a esos días. En cierta ocasión me llevaron a descubrir la ruta del Cares, de León a Asturias. Espectacular. Intimidante y no apto para quienes padecen vértigo. Y sufrir un ataque de vértigo en pleno caminito de la ruta… no se lo deseo a nadie. En fin, a lo que vamos. Regresando tras una dura caminata recuerdo bien la conversación de la familia de mi mujer: “¡Qué bien, y ahora las sopas de ajo de la abuela…!”. Rafaela debía hacerlas fantásticas. Todos las ansiaban, las recordaban como el sabor de su infancia, de su juventud y salivaban con agrado, cariño y ganas de repetir. Yo guardaba silencio. Es uno de los pocos platos con los que no puedo. No estuvo en mi infancia. No me suscita recuerdos bonitos, más bien me provoca rechazo.
Hace unos días volvió a suceder. Aquella ilusión por probar unas sopas de ajo en pleno verano reapareció. No era la misma familia ni la misma cocinera, pero Tere volvió a provocar con aquel plato de pueblo de toda la vida la misma reacción de satisfacción, de regreso a la infancia. También de querer volver a vivirlo el próximo año. De nuevo el debate sobre la receta, sus variantes y el regreso a través de olor, del sabor, del pasado, centró la conversación en la mesa.
En fin, sería fantástico que cuidáramos la cocina, los platos y el servicio. Sería el mejor modo de conservar no sólo el turismo y la marca de un pueblo, de un país, sino nuestros recuerdos, nuestra memoria, la general y la más personal. Buen provecho.
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