"Euforia". Ese es el término con el que distintas crónicas han calificado el estado de ánimo del Gobierno tras el acuerdo alcanzado con los partidos independentistas para sacar adelante la candidatura de Francina Armengol para presidir el Congreso. Como si se tratara de la victoria de España sobre Holanda en aquel ya lejano mundial de 2010. Y es que el equipo negociador, Bolaños, Cerdán, Montero, Simancas, suena como a la delantera del dream team, en la que el ministro de la Presidencia ha hecho de Iniesta, al vencer la resistencia de Puigdemont en la prórroga de la negociación. ¡¡¡Gol!!! debió gritar el presidente al saber de primera mano que el ex president de la Generalitat había dado su visto bueno a la propuesta socialista.

De verdad que no entiendo esa alegría desbordante, más allá de que en el PSOE se considere un triunfo sacar adelante todo lo que su señorito se proponga con tal de seguir instalado en La Moncloa. Viendo lo que se ha tenido que pagar para que Junts y ERC votaran a la candidata socialista (cesiones ya explicadas en esta columna) todavía lo entiendo menos. Sobre todo, porque falta el partido de vuelta. El más importante, el de la investidura. Y también porque la otra parte, los independentistas, se sienten igual de eufóricos que el Gobierno al haber conseguido tanto por tan poco. Alguno de los dos nos está engañando.

Más allá del ruido mediático e interesado, yo creo que Sánchez se ha metido en una emboscada de la que le será muy difícil salir y que tal vez le cueste su carrera política.

Vayamos por partes. Lo ya concedido supone cesiones de dudosa legalidad (no olvidemos que este gobierno está en funciones y su capacidad de actuación está muy restringida) que van a tener consecuencias de gran alcance. Comencemos por la oficialidad del catalán (también del euskera y el gallego). Armengol ha tenido que rectificar, ¡menudo estreno!, al dar por hecho que el pacto con los independentistas la eximía de cumplir los reglamentos de la Cámara. Alguien debería haberle explicado que ser presidenta del Congreso, al margen del refuerzo de su autoestima, no le da carta blanca para hacer y deshacer a su antojo. Visto su estrepitoso comienzo, los letrados de la Cámara Baja estarán temblando ante la que se les avecina.

Pero, ¡ojo!, cuando el acuerdo se quiere extender a los poderes del Estado en su conjunto, la cosa adquiere tintes dramáticos. Por ejemplo, y por no extenderme, en la esfera de la Justicia, un poder que los independentistas siempre han considerado vicario del Ejecutivo. Si esa pretensión se lleva a cabo: ¿Será obligatorio el dominio del catalán para ser juez o fiscal en Cataluña? ¿Qué ocurrirá con los jueces y fiscales que ya tiene plaza en Cataluña, País Vasco o Galicia y que no dominan las lenguas cooficiales en esos territorios? ¿Podrá exigir un ciudadano catalán detenido en Sevilla, por ejemplo, que la Policía se dirija a él en catalán? Aquí va a surgir un conflicto de calado en un sector ya de por sí bastante caldeado.

La petición al Gobierno al Consejo Europeo para que el catalán, el euskera o el gallego se conviertan en lenguas oficiales de la Unión, es un brindis al sol. En los países de la UE se hablan un total de 84 lenguas, de las que sólo 24 son oficiales. La propuesta española tiene que ser votada por unanimidad por los 27 miembros de la Unión. ¿Aceptarán todos ellos abrir la puerta a reivindicaciones similares en sus países? ¿Asumirán Bruselas el coste que ello conlleva?

Las dificultades de llevar a la práctica las exigencias de los independentistas hacen todavía posible el fracaso de la investidura de Sánchez y la consecuente repetición de elecciones

Y otro tema no menor. El presidente de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, se ha apresurado a reclamar el mismo trato -la oficialidad- para el valenciano. ¿Qué dirá Ximo Puig, gran defensor de la lengua en su comunidad? ¿Se sumará a esta petición o se conformará con aceptar que el valenciano no merece el rango de la oficialidad?

Pasemos a otro asunto, a otro frente: las comisiones de investigación. Los independentistas no pretenden con su voto de apoyo a Armengol colaborar en la "gobernabilidad del Estado", como ingenuamente dicen en Moncloa. No. Lo que ellos quieren es precisamente lo contrario: debilitar al Estado para lograr su objetivo, que no es otro que el de la independencia de Cataluña, por las buenas o por las malas. Por tanto, la comisiones parlamentarias sobre el Pegasus y sobre los atentados de Barcelona y Cambrils de agosto de 2017 sólo tiene una finalidad, que es poner en solfa a los servicios secretos, debilitar y limitar la actuación del CNI. Quien no lo vea es que está ciego, o algo peor.

Pero ahora, queridos lectores, viene lo peor. La parte mollar del pacto, que tiene que ver con una condición irrenunciable para los independentistas y abiertamente ilegal: la amnistía. Lo dijo el viernes con total rotundidad la diputada de ERC en el Congreso Teresa Jordà: "Sin una ley de Aministía no abrá investidura". Y añadió: "No solo tramitada, sino aprobada". Lo ratificó ayer mismo Puigdemont desde su refugio en Waterloo.

No sólo quieren amnistiar a más de 4.000 personas incursas en procesos ligados al referéndum ilegal del 1-O, entre los que figuran desde Artur Mas, a Quim Torra, pasando por los Jordis, Laura Borrás o los 12 miembros de los CDR procesados por terrorismo por la Audiencia Nacional. Es que lo quieren ya, antes de la investidura. De nuevo habría que recordarle a Jordà, a Puigdemont y todos sus compinches, que una ley como esa, al margen de ser claramente inconstitucional, necesitaría de unos requisitos parlamentarios que no cuadran con el calendario para la investidura de Sánchez.

La pugna por la hegemonía independentista entre Junts y ERC, entre Puigdemont y Junqueras, complica aún más la negociación sobre la investidura, ya que ninguno de los dos líderes querrá quedar ante los suyos como el que más ha cedido ante el presidente del Gobierno de España. La puja, por tanto, sube y sube, y Sánchez no sólo tendrá que rectificarse a sí mismo con la amnistía, que el PSOE rechazó tramitar en 2021, algo por cierto a lo que nos tiene acostumbrados, sino que tendrá que enfrentarse a los dictámenes de los letrados del Congreso y a la resistencia de los jueces y fiscales a los que se les obligará a aplicar una norma seguramente recurrida por el PP y Vox ante el Tribunal Constitucional.

Pero el problema aquí no sólo está en la aberración jurídica de aceptar el borrado penal de todos aquellos que han cometido algún delito por el mero hecho de que tal circunstancia haya estado ligada a la consecución de la independencia de Cataluña, sino en el significado político de esa medida exculpatoria. Aprobar una nueva ley de Amnistía, como la que ya se aplicó en 1977, dos años después de la muerte de Franco, implicaría que el Gobierno reconoce de facto que España no ha sido en su reciente pasado -los independentistas reclaman la medida de gracia para los delitos cometidos en los últimos 10 años- un país plenamente democrático. Esa ha sido la tesis que ha mantenido Puigdemont en Europa, y darle la razón supondría el mayor éxito político de su carrera a escala internacional. Ahora sí sería un mártir de la democracia.

Como vemos, a Sánchez no le esperan días de vino y rosas, sino todo lo contrario.

Me da vergüenza ajena que el apellido de "progresista" sea tan sumisamente empleado por algunos colegas para calificar a una coalición en la que estarán presentes partidos como el PNV, Bildu o Junts. ¿Dónde está su progresismo? A no ser que se considere progresista todo aquello que vaya en detrimento de la unidad nacional.

Insisto en que Sánchez no tiene motivos para la euforia, como tampoco los tenía el presidente de EE.UU. Richard Nixon cuando ordenó en 1972 el lanzamiento de 15.000 toneladas de bombas sobre Vietnam del Norte. De poco le sirvió. Tan sólo para aumentar de forma exponencial el número de víctimas.

Creo que las dificultades -aquí he expuesto algunas de ellas- para que Sánchez logre la investidura terminarán por impedirla, lo que nos llevará a la repetición de elecciones. Pero, en el caso hipotético que lo consiguiera, Sánchez estaría sentado sobre un barril de pólvora, siempre condicionado por el chantaje constante de los independentistas.

Y lo que es más pernicioso para el país: esa coalición de perdedores, entre los que hay partidos antimonárquicos y separatistas, estaría gobernando contra la otra mitad de España, la que ha votado al PP y a Vox.

En lugar de buscar un acercamiento al partido más votado por los ciudadanos el 23-J, Sánchez ha buscado refugio en los chantajistas, esa es la esencia del nuevo Frankenstein a lo bestia. Nada que ver con los intereses de la mayoría del país.