¿Sabrías decir cuál fue el primer libro que leíste? Si me lo preguntaran a mí, no sería capaz de contestar con exactitud. No es que fuera un niño muy lector de pequeño, aunque tampoco lo contrario, pero es que hay lugares del pasado a los que la memoria no llega. Así que supongo que mi respuesta valdría mejor en el caso de que la pregunta fuera sobre la primera lectura que recuerdo, que en mi caso fue la de Las aventuras de Tom Sawyer.
La novela de Mark Twain fue el primer libro que decidí leer por mi propia iniciativa y criterio, ese momento crucial en el que alguien puede empezar a enamorarse, o terminar por decepcionarse, en ese arte que es la literatura. No sé muy bien por qué lo escogí, pero me acuerdo de que era verano y me llamó la atención que tenía una bonita portada.
En él descubrí a un pobre diablo de Misuri que tenía muchas cosas en común (o eso pensé yo), con otro pobre diablo que veraneaba en un pueblo extremeño con sus abuelos. Aunque no me obligaron a pintar ninguna valla blanca, también tenía que hacer mis tareas y yo lo único que quería era salir a jugar en la hora de la siesta.
Durante aquellas vacaciones soñé con la búsqueda de tesoros perdidos capaces de solucionarme una vida que, poco a poco, se iba complicando. Por aquel entonces, acababa de cumplir unos 13 años. La realidad es que no encontré ningún tesoro parecido al de Tom Sawyer y Huckelberry Finn, pero sí descubrí un interés creciente en leer esas historias con las que podía hablar de tú a tú. Fue ese el comienzo de una larga y prolífica relación con las novelas de aprendizaje.
Paralelamente a las primeras turbulencias de la adolescencia, llegaron la pérdida de la inocencia y la amenaza de la incertidumbre. En ese momento no lo sabía, pero estos libros se convirtieron en una especie de refugio en el que potenciar y aislar el nuevo torrente de emociones que trajo la pubertad.
En este tipo de novelas, es fácil acabar debatiéndonos entre la importancia del individuo y su lugar frente al colectivo, el miedo a la mediocridad y la confusión sobre lo que significa la excelencia
Tom Sawyer se me quedó pequeño y sus fantasiosas aventuras algo infantiles. Fue entonces cuando aparecieron dos de los personajes que más marcaron mi adolescencia: Holden Caulfield y Arturo Bandini. En el primero proyecté la rebeldía antiautoritaria de un joven que se resiste a entrar en el juego de falsas apariencias que supone alcanzar la madurez. Descubrí la sensación de libertad que ofrece la soledad en un momento en que la necesidad de encajar en un grupo es directamente proporcional a la pérdida de la propia personalidad.
Después, en Bandini fui capaz de experimentar la prisa de un muchacho por descubrirse a sí mismo ante los demás y la frustración que todos hemos sentido cuando nos acercamos a aquello de convertirse en adulto. La ambición sin límites de la juventud, una fascinación obsesiva y funesta con las mujeres, y el hambre de éxito permanente ante un futuro incierto, pero igualmente abierto.
En este tipo de novelas, es fácil acabar debatiéndonos entre la importancia del individuo y su lugar frente al colectivo, el miedo a la mediocridad y la confusión sobre lo que significa la excelencia. Son una forma de aprender sobre ti mismo y sobre los demás, te cuelas en la intimidad de sus personajes, eres capaz de sentir sus miserias y darte cuenta de que muchas de ellas son las tuyas propias. Como un recordatorio de que no estamos tan solos como nos parece.
Tras Sawyer, Caulfield y Bandini, la búsqueda por seguir encontrando compañía en los momentos de soledad e incomprensión, llegaron otros. En Salinger descubrí también otros asuntos como la preocupación por la espiritualidad y la lucha contra la irrelevancia, gracias a Franny & Zooey. En La biblia de neón de Kennedy Toole, seguí el desarrollo de una infancia de abundancia y una adolescencia de escasez en un mundo hostil, devastado por el descubrimiento de la crueldad colectiva.
También leí las historias fragmentarias del Retrato del artista cachorro de Dylan Thomas. En ellas viajé al lugar al que todos deseamos regresar, una niñez entendida desde una visión sencilla, divertida y sensible. No confundir con el Retrato del joven artista, donde pude entrar en el complejo desarrollo iniciático de Joyce y experimentar el desarrollo vital y personal del novelista por excelencia del siglo XX (con permiso de Proust). Incluso leyendo el Juego favorito, la primera novela que publicó Leonard Cohen, he sido capaz de revivir, gracias a su prosa experimental y poética, ciertas sensaciones que parecía haber dejado atrás para siempre.
Paco Ibáñez canta, homenajeando al gran Gabriel Celaya, que la poesía es "un arma cargada de futuro", y lo mismo podría decir yo de este tipo de novelas. Por eso me gusta tanto volver a ellas cuando el porvenir se oscurece, como quien regresa sobre sus pasos para recuperar un rumbo perdido. Porque en todas estas Bildungsroman (así las bautizaron los alemanes) somos capaces de mirar a través de una ventana en la que todo puede volver a ser. Donde el mundo sigue siendo un lugar por descubrir y perdura el consuelo de ser pequeño, cuando aún podías pensar en ser feliz.
Yo todo esto no lo había pensado hasta que no me hice esa pregunta sobre cuál fue el primer libro que leí. Quizás no todo el mundo pueda sentir lo mismo con este tipo de novelas, es lo bueno que tienen los libros, que cada persona acaba leyéndolos con su propia voz. Pero, en mi caso, sí que hubo un antes y un después de ese verano en el que fui Tom Sawyer. Y desde entonces no he dejado de ser todos esos personajes en los que he podido reflejarme a través de la literatura, para aprender mejor qué significa aquello de llegar a ser uno mismo.
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