Anda revuelta estos días la esfera pública por culpa de la efusividad auténtica y pedestre de un señor con 5 minutos de EGB y, a lo que parece, poca trastienda moral y un petate rebosante de privilegios institucionales.
Un beso robado –con fractura y escalamiento– y televisado urbi et orbi, y la obscena exhibición de un catálogo de modales simiescos en los aledaños de un palco de autoridades como contrapunto al consanguíneo recato y la contención de reinas y princesas de carne y hueso, han servido para que el presidente de la (Real) Federación Española de Fútbol (RFEF) –paquete en mano– se haya convertido en el villano más perseguido a este lado del Misisipí.
Las incómodas tribulaciones del Sr. Rubiales –de paradójico linaje alopécico– nos han convocado a un debate público y ruidoso en el que todos hemos metido cuchara, pues reúne su rijoso episodio austral todos los ingredientes que anuncian los prolegómenos de una lapidación contemporánea. A saber: el efecto llamada del planeta-fútbol, el dichoso tiempo real, la recurrente caída en el hype del machismo de un putañero confeso en el peor de los momentos y escenarios, una imperdonable torpeza en la gestión de una crisis universal de imagen y reputación y, last but not least, la vesania popular hacia un personaje que, póstumo ya de sí mismo e ignorante de la entidad y alcance de lo que le está pasando, se revuelve en el fango de su cochiquera frente a la opinión pública de un país que ha encontrado un pelele goyesco al que atizar durante esta semana de calima de agosto, en la que la política y sus habitantes siguen –seguirán– en funciones.
El problema de fondo del 'affaire Rubiales' es la progresiva y aceptada devaluación de la exigencia de méritos para acceder a según qué magistraturas ciudadanas
Y no es sólo fútbol, ni Marca-España, ni justificado motín de feministas. Tampoco se trata sólo de una enmienda a la autenticidad ad hominem –es campechano–, ni de infantas espantadas, abuso de posición dominante o de la chabacanería recurrente de alguien a quien, honestamente, no le comprarías un coche de segunda mano. Lo de Rubiales ha abierto igualmente un debate inesperado que apunta a la clave de bóveda de nuestra arquitectura institucional y a las eventuales cualidades de quienes la sostienen públicamente.
Si hablamos de instituciones –que a eso es a lo que he venido, mohíno, desde una remota playa portuguesa– el problema de fondo que nos señala el affaire Rubiales no es la miserable puesta en escena de su protagonista ni el borbotón de procacidades que la jalonan, sino la progresiva y aceptada devaluación en nuestra vida pública de la exigencia de exhibición de méritos y la acreditación de un cierto cursus honorum, de una carrera de honores para acceder a según qué magistraturas ciudadanas, que hoy, cada vez más y sin rubor de interpelados ni ruido o algazara de cacerolas, recaen en el jardín de los menos idóneos, en la faltriquera de los más zafios y groseros, que suelen ser también –Salamanca non praestat– los más vivos entre nosotros.
Algunos discutirán –con razón– que la Presidencia de la RFEF que esgrime el mondo Rubiales como blasón y salvoconducto sea, sin caer en la gravedad de una vocalía del Tribunal Supremo, o en las honduras diplomáticas de la Jefatura de la OTI, ni participar, acaso, del oropel y el follaje intelectual de la Dirección del Ateneo de Madrid, pongamos por caso, una magistratura en aquel sentido estricto y elevado que hace ya más de dos mil años le otorgaron los ciudadanos romanos y su mejor obra civilizatoria, su Derecho, que sigue inspirando y ahormando la estructura de nuestro sistema político e institucional. Yo, en cambio, sí lo creo.
Rubiales no lo sabe ni tiene tiempo para estas cosas entre plateas, coimas y convenciones de trabajo en Salobreña, pero me recuerda mi amigo Patricio DG, insigne procónsul argentino, que el término “magistrado”, incorpora la raíz “magis”, de “magno”, que entre romanos y tratadistas medievales subrayaba la condición de elevado, esa prevalencia pública otorgada a un sujeto investido de una responsabilidad ciudadana frente a los demás, quienes le reconocían el mérito y la idoneidad para asumirla con carácter temporal (y de gratuidad) en su nombre, contribuyendo al bienestar de la ciudad y la res publica. Ser magistrado (ya se vistiese la cándida toga del pretor, cónsul, cuestor, censor o edil) era un premio personal y una responsabilidad que se apoyaba y legitimaba en la dimensión pública de su nombramiento y en la dignidad ejemplar con la que habría de conducirse el elegido, ya concurriese éste a una procesión cívica en el foro, al funeral de una vestal o al palco de honor de una carrera de cuadrigas en la Hispania Citerior.
Así, ser hoy Presidente de turno de una R-E-A-L Federación de futbolistas, de agrimensores o de catavinos en una Monarquía constitucional como la española, con sus obligaciones y sinecuras, regala el derecho, también, a disfrutar de las mieles de su dimensión pública y el privilegio temporal de confundir y proyectar la propia imagen con la de la institución y la del país que la sostiene, permitiendo a su titular hollar con los mocasines las moquetas de los palcos y clubes más exclusivos mientras se disfruta, tout court, de las prerrogativas protocolarias y del fino almíbar de esos almuerzos con gente interesante de los que escribiera hace un siglo el ditirámbico Pemán, que también se codeó –blandiendo el pasaporte de la República de las Letras– con todo aquél que tuvo algo que mandar y ordenar en este país desde los albores del primorriverismo hasta el ocaso del franquismo más convencional.
La realidad nos devuelve la imagen deformada de una comunidad, de un sistema y su aparataje en la que no nos reconocemos
Sin caer en el rigor de los tratadistas, ni abandonarnos a ese cierto aire inglés, a ese rasgo civilizatorio diferencial británico que nos descubrió y explicó Ignacio Peyró y en cuya cúspide se sitúa el soberano; digo, sin endosar, acaso, las profecías autocumplidas de la meritocracia más ortodoxa, y aunque se nos olvide tantas veces preguntar, deberíamos exigir, tal vez, para las presidencias, las magistraturas, para las dignidades y los cargos con una dimensión pública e institucional, además de una cierta y demostrable compostura y una recomendable capacidad de autocontención, unas gotas de ética pública sazonadas con algo tan apreciable como la educación, las buenas maneras y todas esas cosas que riman con ejemplaridad y que hasta hace poco pretendíamos inculcarles a nuestros deudos como parte fundamental de un proceso de aprendizaje cívico y evolución coherente hacia la madurez y la inevitable vida en comunidad.
No se trata de hacer tremendismo de campanario ni de poner rumbo a la Amazonia para fundar un falansterio con ocasión de la cuestión que nos ocupa, pero perdidos hoy ya muchos de los referentes intelectuales y morales entre millones de páginas webs y el humo y los reclamos falaces de la conversación pública de una sociedad crecientemente ociosa y hedonista; apartados los saberes –y los sabios– por los puros métodos y por el insolente pragmatismo y la superficialidad de una generación de impacientes cada vez más irritables e inseguros, la más que notable degradación de nuestra vida pública y el desdoro de nuestras instituciones y el de muchas de las personas que por ellas pasan a trompicones, se pone de manifiesto cada vez que la realidad nos devuelve, como ese espejo implacable bajo la traicionera luz cenital del ascensor, la imagen deformada de una comunidad, de un sistema y su aparataje en la que no nos reconocemos.
Dicho de otra manera, en una época en la que medran los oportunistas y los charlatanes con cuenta en TikTok, en este meandro limoso de nuestra civilización en el que la música mainstream se declina en tetrasílabos consonantes, en versos de sospechosos resabios tropicales oportunamente pasados por el filtro entontecedor del autotune –“yo soy su nene, sé que eres el que la mantiene, pero conmigo se viene”–; en un tiempo en el que se puede pasear sin camiseta, con chanclas y pantalón pirata por una capital europea sin ser puesto inmediatamente a disposición judicial y en el que, ay, tu monitor de spinning te restriega que lleva ya tres libros autopublicados en Amazon, no sería justo hacer descargar sobre el Sr. Rubiales –dignísimo heraldo de la sociedad que viene–, la responsabilidad toda de los males que nos aquejan.
Decían esos mismos romanos del Bajo Imperio, entre los vapores del caldarium, aquello de “nemo dat quod non habet”, nadie puede dar lo que no tiene, y eso es lo que le pasa precisamente al Presidente de la Real Federación Española de Fútbol. Y, creedme, a veces pienso que nosotros no somos mejores que él.
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