Llueve fuerte sobre España, marcada y embarrada por las pisadas de Sánchez como las de un feroz dinosaurio merodeador de parque jurásico, y esto es otra vez el fin del mundo peliculero que le gusta a nuestro presidente. Sonaba en el móvil esa alerta como nuclear, sonaba como si atacara Putin o quizá el doctor Infierno, y por un momento yo pensé que esta vez sí que se acababa todo y que Sánchez había conseguido por fin ser el último presidente de nuestra historia, gobernando ya sólo un arca o un desierto postapocalíptico de harapos, puntas de flecha y gasolina carísima. La alerta, al final, era una alerta hipertrofiada de bombero hipertrofiado (cuando nos quieran avisar del ataque nuclear o del meteorito nos creeremos que sólo es una tormenta y pasaremos, claro). A lo mejor el susto de la alerta provocó más accidentes y emergencias que la propia DANA, pero eso nunca se sabe. Quiero decir que ya no sabemos si al españolito la siguiente alerta global, peliculera y atómica lo va a acojonar o lo va a aburrir. Se diría que asusta más un móvil que la DANA, y más el pobre de Feijóo o el asqueroso de Rubiales que Frankenstein II con lanzallamas de Mad Max.
Diría uno que España, en general, no tiene bien calibradas las alertas, las urgencias, los zafarranchos, ni siquiera creo que tengamos bien calibrado el monje barométrico del zaguán, que nos apunta siempre unos nubarrones como teológicos, más una advertencia doctrinal que una probabilidad científica. Poco antes de recibir en el móvil esa alerta, que estaba entre ataque submarino y emergencia de anuncio de antiácidos, oí claramente a un vecino apurar a la familia: “Si queremos ir a dar un paseo, mejor ahora”. Me pregunto si saldrían al final, impelidos por esas ganas de paseo dominguero de un padre tan barométrico y distante como el monje barométrico, o si les frenaría el susto, o la tormenta, o qué primero y en qué medida. Mientras, el personal hacía trending topic la palabra “infarto” y la petición de no saturar el 112 provocaba justamente la saturación del 112, que el susto había sido más gordo que la literalidad del aviso. Yo creo que no hay ciencia ni protocolo que pueda predecir cómo se comporta España en una emergencia, lo mismo cuando la coge en un domingo tibio y anublado que en un domingo electoral tremebundo y cínico.
Al final es inútil insistir en la magnitud del peligro o en el volumen de la alarma, que todo depende de cómo le coja al españolito, si durmiendo o en la ducha, si derrumbado en el sofá o ya con los zapatos puestos, esa gran pereza española de quitarse el pijama y ponerse los zapatos, o de quitarse los zapatos y ponerse el pijama. De eso, y no del tormentón, ni del programa político, ni del argumentario, ni del ideario, va a depender que nos asuste el móvil o un rayo, un torero con patilla de hacha o Puigdemont y Sánchez derogando no la Constitución sino la democracia. Por ejemplo, uno puede insistir en que la amnistía y el indulto en estas circunstancias, o sea la circunstancia de que convengan a la mayoría parlamentaria, conlleva colocar a esos políticos por encima de la ley y quizá incluso en el barroco luisino. Por ejemplo, uno puede insistir en que lo de Sánchez y los suyos no tiene nada de progresista, que no hay nada más reaccionario que los nacionalismos y la identidad (de patria, de raza, de clase, de origen, de sexualidad o de lo que sea), que son todo lo contrario a la condición de ciudadano, o sea a la igualdad. Pero todo esto es, parece, para nada.
Sonaba en el móvil esa alerta como nuclear, como si atacara Putin, y por un momento pensé que esta vez sí que se acababa todo y que Sánchez había conseguido por fin ser el último presidente de nuestra historia
Todo esto, y más cosas que no caben en una columna apremiada como por un naufragio de toda España, lo puede decir uno muchas veces, muy fuerte y con toda su verdad, como era verdad el cielo de Madrid cayéndose como una gran maceta de la vecina. Pero, simplemente, al españolito lo ha cogido en otra cosa, en un domingo futbolero o folclórico o guatequero o lo que sea. Así que tiene urgencias futboleras, folclóricas o guatequeras, como cuando uno se queda sin ganchitos o sin hielo y eso sí que es un fin del mundo, la gran catástrofe climática del cubata planetario con merienda desértica. Uno a lo mejor hubiera deseado una alarma menos alarmante y una DANA menos bíblica, pero no eran la DANA ni la alarma, sino cómo nos pilló en medio de otra cosa y nos asustó o nos irritó o nos obligó a decidir, que es lo peor que nos pueden obligar a hacer.
Uno se cree que tiene que elegir entre el paseo y la supervivencia, o entre el feminismo y las leyes, o entre el torero y el casteller, que el bombero o el político o el cura, o los bomberos y curas de la política, nos miran como el monje barométrico, distantes y amenazadores, y uno ya no sabe si elige o si obedece. Las autoridades, los políticos o los plumillas pueden lanzar alertas ante peligros más o menos borrascosos, pero yo creo que todo depende de como le coja al españolito, que a lo mejor ha decidido sentirse concernido más por el ruido y el sobresalto que por la amenaza. El fin del mundo es pegar un brinco en el sofá, más que el diluvio, y es más la derecha de los notarios que la progresía de los delincuentes y los totalitarios, o sea que no sé cómo hemos calibrado nosotros nuestras alertas ni nuestra democracia.
No nos atacaba Putin, ni Godzilla, sino que sólo era un tormentón frente al que las sabias autoridades nos recomendaban quedarnos en casa, o incluso morirse, mejor, del susto. No era el fin del mundo, que ni siquiera Sánchez es el fin del mundo, al menos él solo. Sánchez está entre meteorito / monstruo y ese héroe al que no se le cae el sombrero en toda la película de meteoritos / monstruos. Sánchez es a la vez el fin del mundo y el superviviente del fin del mundo, y seguramente será el presidente postapocalíptico de una república confederada de tribus mitológicas, tribus urbanas y posmodernismos sin verdad. Pero da igual que lo advirtamos o lo gritemos, que yo creo que estamos en otra cosa, en las falsas dicotomías de las ideologías o de la meteorología. En realidad no hay tantas dicotomías en la vida ni en la política. Ni siquiera en el domingo.
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