Puigdemont, con la peluca divergente y la aureola presidencial legañosa, parecía despertado para la historia, para el momento, para lo suyo, como esos señoritos que se despiertan a la hora del vermú. Yo creo que Puigdemont, o todo el independentismo camastrón, se ha estado preparando durante toda la vida para esto pero al final lo han cogido como en pantuflas o despeinado, como suele ocurrir. Ni ellos se esperaban tener esta oportunidad que les ha regalado la ambición de Sánchez, y a mí me parece que ya no saben ni qué pedir ni cómo hacerlo, si pedirlo todo como el que pide nada o pedir nada como el que lo pide todo. Con Sánchez todo parece posible, pero yo creo que ahora Puigdemont está simplemente disfrutando de su momento, que le ha llegado como a un solterón, esos solterones presumidos incluso en batín. Pedir amnistía y autodeterminación es pedir lo de siempre, en realidad. Poder humillar al Estado proclamando como evidencia que el país está en sus manos, ésa es la gran venganza y la gran victoria de Puigdemont.
Puigdemont, que a lo mejor ni siquiera piensa en la posibilidad cercana de la independencia, sólo en su renacimiento como mesías, como héroe y como varón casadero para la verbena de su pueblo, ha definido la España que se nos ha quedado de una manera brutal, cruel y certerísima: el país está condenado a la repetición eterna de elecciones con bloques inamovibles, o bien está condenado a rendir el Estado de derecho ante el independentismo. Esta condena no es ya la concesión del “derecho de autodeterminación” ni de un referéndum más o menos folclórico o vinculante, que de todas formas no serán cosas sencillas de conseguir, ni siquiera forzando las leyes o forzando a sus peritos, como si fueran mulas jurisconsultas. No, esta condena se refiere más a aceptar definitivamente su concepto de contrademocracia que decíamos ayer, su inversión de todos los valores democráticos, como verdadera democracia fetén.
Es difícil saber dónde está el Gobierno, porque siempre está donde le conviene a Sánchez y eso no es un lugar geométrico sino un estado del alma, como dijo el papa Francisco del mismísimo Infierno
Cuando Puigdemont, todavía como con redecilla en el pelo y aura de restos de sobao del desayuno del solterón, como esa aura de comida de peces en una pecera; cuando Puigdemont, con puesta en escena de embajador peliculero ante invasores alienígenas a pesar de parecer, más bien, alguien a quien la alta política ha sorprendido en el bingo con zapatillas de casa; cuando Puigdemont, en fin, habla de conseguir un “acuerdo histórico”, no se refiere tanto a conseguir inmediatamente su republiqueta como que le reconozcan en Madrid, en Europa y en el mundo su concepto de contrademocracia mitológica y tribal.
Esto quiere decir, claro, que nuestro sufrido Estado de derecho queda como una especie de mafia posfranquista de toreros y fígaros en la que los tribunales ejercen la represión y los poderes públicos se dedican a la persecución política. A lo mejor ni Sánchez puede concederle la republiqueta, pero la humillación del Estado ya se la ha regalado. Puigdemont, quiero decir, no pedía tanto, o sea no pedía más que lo que pide siempre, como un cojo de iglesia con cojera gloriosa de sus batallitas. Más bien me pareció que Puigdemont se exhibía, se exhibía en ese poder que tiene ahora no ya para decidir un Gobierno sino para desmontar el mismo concepto de democracia, y eso casi le gustaba más que ser un presidente de nación tribal que parecía un presidente de ateneo de pueblo.
Después de ese Puigdemont con bata de recibir y casi tirante de bigotes, como un Poirot entre la cama y el renombre, vimos a la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, que sale con la sonrisa como la folclórica sale con la peineta, diciendo que el Gobierno está “en las antípodas de Puigdemont”. La verdad es que es difícil saber dónde está el Gobierno, porque siempre está donde le conviene a Sánchez y eso no es un lugar geométrico sino un estado del alma, como dijo el papa Francisco del mismísimo Infierno. Yo creo que Sánchez no piensa dónde está Puigdemont ni donde está él, si están en la misma isla de viñeta de náufragos o al otro extremo del mundo o del telediario, sino dónde quiere llegar, y está claro que Sánchez quiere llegar a la investidura cueste lo que cueste. Con la palabra “diálogo” y la palabra “Constitución” usadas igual que su peineta de dientes, la ministra venía a hacer lo mismo, desdibujarse en el mapa y dejar abierto cualquier destino.
Aun sin saltarse, teóricamente, la Constitución, Sánchez ya permite la excepción contrademocrática de Cataluña y promueve la leyenda negra de España como un franquismo apenas modernizado por tenistas y por Almodóvar. Para unos indepes que ya digo que ahora disfrutan y experimentan con la fusta que les ha regalado Sánchez, esto es mucha miga para usar con su propia parroquia y mucha munición para usar en los foros internacionales, donde llegarán seguramente con la legitimidad de otro referéndum como un bingo de vecinos, pero esta vez santificado por Sánchez. Esto, más una amnistía que vendrá con eufemismo y braguero, pero vendrá, podría ser suficiente. A Puigdemont, que se arregla el pelo y la política desarreglándoselos, como el héroe beethoveniano que se cree, le puede bastar. Y Sánchez lo sabe muy bien.
Sánchez no está tan lejos de nada, ni de Puigdemont ni de la Moncloa, que aunque él afirme distanciarse a unas antípodas teológicas o turísticas, Yolanda le tiende puentes celestiales o aéreos. La verdad es que hasta Feijóo, el pobre, ha querido tender puentes celestiales con Puigdemont, que yo no sé a quién se le ocurrió la tontería. Tenía intención yo de hablar más de Feijóo, pero me doy cuenta de que él sí que no ha encontrado todavía el mapa del partido ni del mundo, y eso es lo único que se puede decir ahora. Si Puigdemont parecía recién despertado, Feijóo todavía anda sobado o grogui. En cualquier caso, Puigdemont está disfrutando tanto con todo lo que le está regalando Sánchez que lo mismo se olvida de la república y sólo exige volver en Falcon a su verbena contrademocrática y compartir un Hormiguero con Feijóo.
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