Cuando se llega al beso es que ya se ha llegado casi al final de todo, y eso es lo que no entiende uno del baboso de Rubiales, que le plantó un beso en la boca a Jenni Hermoso como el que le pega la etiqueta a un melón. El beso, sea afectuoso, romántico o sexual, nunca empieza nada, sobre todo porque un beso es larguísimo, puede venir desde la distancia o puede venir desde hace años, que los besos se tienen que ver venir, como trenes o como barquitas con fanal, pero se tienen que ver venir. El que va dando besos como si le salieran estornudos, o el que va preguntando por besos como el que pregunta si nos puede coger una patata del cartucho de patatas, es que no sabe nada de besos, ni de amor, ni de sexo, ni de humanidad. Rubiales es un bruto, un melón que sólo sabe besar melones o que sólo hace el amor con melones, que a ver si va a ser eso lo que le pasa. Lo mismo Rubiales ha perdido un poco la perspectiva, de tanto ver el mundo como un melonar, ese melonar contiguo al patatal del fútbol, un melonar en el que resulta que él es el mandamás. Aún peor que el beso del bruto y del baboso es el beso del que cree que es dueño de los besos como el que es dueño de un abrevadero.
El beso no comienza nada sino que finaliza todo, todo lo que viene después ya será sólo gimnasia (el sexo es gimnasia, sólo los puritanos le dan trascendencia moral o religiosa o política al sexo en libertad); o será ya sólo costumbre, o hipocresía, o asco. La seducción, la atracción, la simpatía, la complicidad, el vértigo, vienen antes del beso. O sea que cuando dicen que sólo fue un beso a mí me escandaliza todavía más, que uno casi pondría la virginidad en el beso, cuando se rinde el alma, bastante antes de que se rindan las cañerías del cuerpo. El beso puede ser incluso el último refugio para el pudor, para la intimidad, para proteger el alma de los destrozos o de la frialdad de la fontanería o la biomecánica del sexo. Toda mi generación recuerda a Julia Roberts que, aunque con peluca rubia y botas hasta la clavícula, le decía al gélido Richard Gere que ella no besaba en la boca. La novia de América podía ser también una Cenicienta prostituta, pero la intimidad, la escapatoria, se la guardaba ella, porque así lo había decidido, en su bella y gran boca americana, boca como de besar tartas de manzana.
No se trata del beso, del beso físico como si fuera un estetoscopio que te ponen en la boca, ni de si ese contacto es nimio o es lo que vuelve de verdad locos igual a los poetas, a los fetichistas y hasta a los antropólogos, que siguen diciendo que los labios rojos nos recuerdan a la vulva. Para hacer el beso pequeño e inocente lo llaman piquito, ésa fue la primera defensa y el primer estribillo de Rubiales, lo del piquito, que está entre beso de pajarillo y beso de esquimal. Pero a mí eso me parece aún más grave, o sea que el ánimo libidinoso o de poder se esconda detrás de la infantilización del acto, porque el beso en la boca, el contacto de dos bocas, sigue siendo uno de los mayores actos de intimidad, ternura y devoción. Bueno, o eso dicen algunos antropólogos, que apuntan a que el gesto vendría de la madre que mastica el alimento para el hijo y se lo entrega como un pajarillo (el piquito fue antes antropología que eufemismo). O quizá lo copiamos directamente de los pájaros, en lo que fue el primer acto de cursilería sexual, mucho antes que follar con flores y velitas.
Rubiales, quizá porque es de casta izquierdosa, del buen socialismo de los ERE, asegura que él pidió consentimiento y lo recibió con el pancartero sí
El beso becqueriano, como el premio final de la cucaña del amor; los besos de Aleixandre, que son “celeste plumaje” latiendo en la boca aunque pueda haber “espadas como labios”, o sea el amor como destrucción, como catástrofe, igual que para Salinas, ese Salinas que, sin embargo, luego de besar seguía besando ese beso, y eso era toda la eternidad, toda la plenitud, toda la densa gravedad del amor, que es siempre presencia rebesada en la imaginación… Nada hay de nimio ni de leve en un beso, que tendríamos que tirar no sólo toda la poesía sino toda la biología, que si el cortejo termina con el beso es porque sólo después del beso comienza a moverse la fontanería del cuerpo, ese beso que no es sólo el corazón del amor sino su frontera. Pero no se trata de hacerle una oda al beso, sino de que el beso, todavía más que del poeta que lo escribe o del gañán que lo quiere es de la molinera que lo da, o que no lo da. Y ahora la molinera, o sea Jenni Hermoso, que quizá fuera musa o sólo melón para el melón de Rubiales, pero que es la dueña de sus besos todavía más que Rubiales es dueño de su melonar, ha decidido denunciar.
No se trata del tamaño del beso, que los de Salinas eran “tan cortos que duraban más que un relámpago”. Incluso hablar del consentimiento resulta tramposo, porque el pancarterismo de la izquierda redujo al “sólo sí es sí” milenios de seducción, de ambigüedad, de poesía, de humanidad, de realidad. Rubiales, quizá porque es de casta izquierdosa, del buen socialismo de los ERE, asegura que él pidió consentimiento y lo recibió con el pancartero sí, o un equivalente y también pancartero “vale”. Pero aun así, yo, que no soy pancartero, pienso que los jefazos, con o sin apariencia de melón, no deben solicitar piquitos a las subordinadas, porque las subordinadas a lo mejor no se atreven a decirle que no, todavía más si se trata de un mandamás de melonar.
Afortunadamente esto no lo juzgarán los poetas ni los pancarteros, sino los jueces, aunque le resulte sumamente extraño a gente como Sánchez y Puigdemont. En ese piquito, pecado primigenio como la manzana, están la intimidad violentada, la libertad ignorada y el poder estrujando con sus manazas acostumbradas, esa melonización de una persona por parte de quien sólo ve melones y huevos, como un verdulero. Hasta el beso del padre, del cura o de Santa Claus puede ser asqueroso, o aún más asqueroso. Yo pienso en la vergüenza, en la impotencia, en el miedo, en el disimulo (en los vídeos veo más de esto que de jolgorio), que es justo eso, no el roce metálico de las pieles o los labios, lo que convierte en víctima. Y por todo esto a mí no me sale nada fácil, pero tampoco nada nimio en ese pequeño beso, tan hondo quizá como el de Miguel Hernández. Yo no sé si Rubiales merece una condena penal, que ya se decidirá. Pero nadie, ni siquiera un melón de este calibre, debería poder ir por ahí pretendiendo besar a las personas como si fueran otros melones, y luego seguir tocándose los huevos en el patatal.
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