Ahora va a resultar que cualquier cosa es un golpe o un llamamiento al golpe, excepto lo que ha sido verdaderamente un golpe y sigue siendo un llamamiento al golpe. El Gobierno, escandalizado ante la retórica pero mudo ante la violencia de los hechos, ha considerado nada menos que un “llamamiento golpista” las palabras de Aznar que pedían “plantar cara con toda la determinación a un plan que quiere acabar con la Constitución”. Eso sí, “en el marco de una contienda democrática y de afirmación del Estado de derecho”.
A mí me parece que la cosa dramática y africanista la ha puesto sólo la palabra “nacional”: “Yo creo que España acumula energía cívica, institucionalidad y masa crítica nacional para impedir que este proyecto de deconstrucción constitucional, de disolución nacional, se consume”, decía Aznar. Había mucho nacional ahí, que quizá Aznar tendría que haber dicho energía plurinacional o multinacional o cuquinacional. El caso es que la gente ya metía en los titulares “movilización” y hasta “rebelión”, y cuando la cosa llegó a la Moncloa Isabel Rodríguez ya nos ponía a Aznar fumando en un tanque como si fuera Telly Savallas.
En Moncloa enseguida piensan en un golpe cuando juntan cosas como “Constitución”, “Estado de derecho”, “contienda democrática” o esta frase tan violenta que le salió a Aznar, humeante como una metralleta de empalizada: “La nación como comunidad política de individuos libres e iguales y como Estado bajo el imperio de la ley”. Aznar ni siquiera se puso torero, ni joseantoniano como Arzalluz o Pujol, o sea hablando de una patria de esencias y raíces de piedra que llegan hasta la gruta, hasta el pololo de alguna reina o preboste con rodete, o hasta el núcleo de la célula del buen patriota, que es un patriota como destilado de biología e historia. Aznar sólo definía el estado moderno, la democracia civilizada, que no puede ser nunca la media aritmética de los garrotes de las múltiples tribus garrulas, y que además es justo lo que está en peligro con las componendas de Sánchez. Pero las obviedades democráticas les parecen en la Moncloa cosa de golpistas, mientras que lo de Puigdemont les parece, como decía el presidente en Twitter felicitando la Diada, “progreso, entendimiento y convivencia”.
Quizá Aznar deba ser un golpista, con bulo de titulares incluido, para así hacer a Puigdemont un “hombre de paz” y a Sánchez un héroe de la democracia
Aznar no mencionó en su discurso ni “movilización” ni “rebelión”, que fueron los titulares y titularistas los que, con ansias de síntesis o de provocación, dejaron ahí esas palabras que suenan a cornetín. Aznar parece que se equivocó con el epíteto “nacional”, que es un latiguillo que huele a cuero, no como el latiguillo “diálogo” aplicado a prófugos y golpistas, o el latiguillo “progresista” aplicado a monjes soldados de la raza y a carlistones de la butifarra. Además, yo creo que a Aznar no se le da bien el drama, que le queda cómico, como un Chaplin con mosquete o con hambre. Todo lo que tenía de razón Aznar se le iba un poco por la pata abajo cómica, como un trineo de Charlot que se despeña mientras el cine se ríe. Pero es que no se trata de Aznar que hace de cowboy de Chamberí, ni de compadre del Bigotes, ni de cabo furriel en la reserva. No es Aznar, es que Guerra, Felipe, Almunia, Lambán, Redondo, Leguina, todos han venido a decir lo mismo, y eso me parecen ya muchos golpistas de cabra engalanada y muchos golpistas de la pana mojada, a derecha y a izquierda.
Aznar quizá ha sido el más trágico, que parecía un cristo gitano de la democracia liberal, pero no ha sido el único, ni siquiera el más duro. Y es que Sánchez convoca a los antepasados, revuelve a los muertos en su tumba y a los vivos más antiguos en su camisa de camisería, como si nuestro presidente fuera un ladrón o bromista de cementerio. Toda una generación de políticos, o dos en realidad (hasta la llegada de la política posmoderna de Zapatero), sean padres de la Transición o herederos del Curro de la Expo, sean de derecha o de izquierda, se ven en la obligación de volver a ponerse el frac, con incomodidad y coquetería de viudos, para advertirnos de la barbaridad que está haciendo Sánchez, que no es modernidad sino involución, que no es convivencia sino subasta, y que no es la España plural y democrática sino una feria de tribus o sólo de tratantes de ganado.
Aznar hablaba de energías, civismo, determinación y anublados de futuro. Ni siquiera hablaba de salir a la calle a armar el taco, que es lo que hace la izquierda para contraponer enseguida el ladrillo al voto y el contenedor o el escaparate ardiendo, como un galeón con velas de niki de tenista, al Estado de derecho. Esa “movilización” ni siquiera pronunciada por Aznar debería ser una movilización más pedagógica que de mogollón, aunque tiene gracia que los que han inventado la democracia del mogollón llamen a la movilización golpismo. Digo pedagógica porque habrá que seguir aclarando que el golpista es Puigdemont, que pretendía derogar la Constitución en mitad de una piñata en la plaza y que invoca falsos derechos de las patrias teóricas o artificiosas mientras pisotea derechos ciertos del ciudadano real y concreto. Pedagógica también porque hay que recordar que la democracia no es sólo la Moncloa, y que las administraciones, los poderes públicos, los mecanismos de contrapeso y control y también la sociedad civil siguen teniendo su función y su fuerza.
Aznar resulta que es un golpista, que quizá iba hasta vestido de golpista como el que se viste de padrino de boda. Pero no es sólo Aznar, es toda esa generación política que vio cómo se puede pasar de la dictadura a la democracia y percibe cómo la cosa puede darse la vuelta en cuanto nos despistemos. Quizá Aznar deba ser un golpista, con bulo de titulares incluido, para así hacer a Puigdemont un “hombre de paz” y a Sánchez un héroe de la democracia con tipito de El Zorro. Es esa inversión de los valores de la que ya hemos hablado, más ese principio de la propaganda, tan útil, de acusar al adversario de lo que haces tú. Yo más que movilización hablaría de espabilarse, de aprender, de explicarse y explicar, de rebatir y de dar ejemplo. No hay mayor ni más útil movilización que unas elecciones, y ya saben cómo acabaron las últimas.
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