Lo que parece el independentismo en Madrid es un minigolf. Por las traseras de la calle Alcalá, escondida de la Cibeles como de una dueña, la Delegación del Gobierno de la Generalitat en la capital conmemoraba la Diada en un césped de futbito, en un restaurante con terraza y jardín decadentes, en los que toda su guerra y sus guerreros habían tomado forma de pasillo de FITUR. Yo creo que hacen su Diada en Madrid no como vanguardia de nada, ni siquiera como provocación, sino como melancolía, esa españolísima melancolía de pasodoble de vinillo en tierra extraña que define a todos los nacionalismos. Aunque este año la melancolía tenía un consuelo, o una cura, o una musa al menos, que iba a venir Yolanda Díaz, como una burbuja de anuncio de cava, a brindar en ese ambiente como de Navidad de amnistía que había allí, que era como el ambiente de Navidad rara que hay en un crucero o en un casino.

Yo creo que la Diada era una excusa, y que se trataba sólo de esperar a Yolanda Díaz como a Mary Poppins. En realidad nadie se acuerda de qué pasó ni por qué pasó aquella batalla principesca que se conmemora, pero en la que Joan Capdevilla, delegado del Govern en Madrid, situaba el comienzo de una “larga noche” de la que ellos esperan aún el “amanecer” (estas imágenes de amaneceres y renaceres siempre suenan a lo que suenan, a secta o a skinhead). Tampoco creo que aquello fuera para promocionar o enaltecer su idioma, aunque el lema que aparecía en el escenario era “una lengua, muchos acentos”, un lema con el que se diría que ya se iban apropiando de la Comunidad Valenciana y de las Baleares, por si acaso triunfan la amnistía y la autodeterminación y la cosa va desembocando en imperio. Todo eso estaba allí, sí, pero la gente sólo esperaba a Yolanda, y lo sé porque luego sólo la miraban a ella.

Todos esperaban a Yolanda Díaz en aquel crucero o bingo de crucero, porque cuando llegó todos se volvieron hacia ella, como se volvían hacia Kate Winslet al final de Titanic

Allí estaba Gabriel Rufián, que sigue pareciendo un fichaje del Alcorcón. Allí estaba Mertxe Aizpurua, de Bildu, chiquita, consumida, con su cosa de doña Rogelia siniestra, que los amaneceres de libertad también convocan a esta gente que viene de la más sana democracia. Allí estaba Reyes Maroto, que ahora sólo parece una secretaria del catastro que ha enviudado de jefe. Allí estaba hasta Pepiño Blanco, no me pregunten por qué, que quizá se ha perdido ya hace mucho en Madrid o en la vida. Y había un republicanismo pijo, más de juventud de vinoteca que de revolucionarios de bandera y teta, y había señores con traje sin corbata, como actores de culebrón, y señores de corbata atada al traje, como visitadores médicos, y había señoronas ferrusolianas, con el peinado redondo, envasadas de peluquería, en su sillita al borde del césped artificial como al borde de la piscina. Pero esperaban a Yolanda Díaz, todos allí con pose de cubierta de trasatlántico, que ya digo que aquello era un crucero varado hasta con música de crucero, una piececita de restaurante con piano blanco que sonaba en bucle, y que a mí me recordó a aquel restaurante con piano, espectáculo y aburrimiento que era nada menos que el Cielo en aquello de los Monty Python.

vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, asiste al acto de celebración de la Diada Nacional de Cataluña en los Jardines de la Delegación del Gobierno de la Generalitat en Madrid

Insisto en que todos esperaban a Yolanda Díaz en aquel crucero o bingo de crucero, porque cuando la vicepresidenta llegó todos se volvieron hacia ella, algo así como se volvían hacia Kate Winslet al final de Titanic. La gente seguía el oleaje de Yolanda, vestida de blanco y como con chaqueta de comodoro, y había por allí más estela de Yolanda y fotos con Yolanda que estela y fotos con aquel fichaje del independentismo como un fichaje del Alcorcón, ese Rufián tuercebotas que está allí todo el año como peleando por el ascenso y por acertar en el remate de cabeza de flequillo que hace él. Yo creo que la idea era una Diada para Yolanda Díaz, que la catalanidad de coctelito y el republicanismo de Montserrat tampoco es que prestaran mucha atención al espectáculo y a los discursos, que además pasó todo muy rápido, como si se tratara sólo de ver a Yolanda pasar por allí en globo o en velerito.

Yolanda reía mucho, besaba mucho, hablaba mucho con todos, que yo creo que ella ya sabía que era su Diada. Esto de que la izquierda, que era racional y universalista, haya terminado dándose besos de cachete gordo y boquita de piñón con los nacionalismos mitológicos, xenófobos y egoístas (Yolanda daba besos así, como ensaimadas gordísimas repartidas con manos finísimas); esto, en fin, sigue siendo un misterio para mí. Quizá la izquierda ya sólo es iconoclasta, y se fija más en quitar las banderas de estanco que en repudiar gentes e ideologías que han abolido la igualdad en nombre de la pureza nacional, que no puede haber nada más alejado de la izquierda. Pero si la izquierda ya es incomprensible, Yolanda es más, es inefable. Así que allí estaba ella, contenta, entre amigos, saludando, empatizando y yo creo que esperanzando.

Allí estaba Yolanda, hablando con Aizpurua, que parecía una lechera antigua, la que venía con la vaca o el cántaro caliente de vaca a tu casa (a lo mejor estas razas superiores, estas naciones prerrománicas, sólo tienen nostalgia de la vaca y por eso quieren su nación, para volver a la vaca, que hasta han matado por volver a la vaca). Allí estaba Yolanda, sonriendo y aplaudiendo mientras Capdevilla, colorado como un abad comilón, hablaba de los amaneceres de la patria, y del occitano aranés, como el que habla de un cráneo de Atapuerca. Y mientras la consejera de Presidencia, Laura Vilagrà, colocaba al independentismo como faro de libertad y democracia, acusaba de “catalanofobia” a todos los que le chistan a su fanatismo infantiloide e iliberal, y pedía “amnistía, autodeterminación y bienestar” como la que pide primero, segundo y postre. Luego, Yolanda se cuadró como una alférez con Els Segadors. Hubiera merecido que aquello no fuera una terraza croquetera, sino un portaviones, pero aún no tienen.

El corro de Yolanda se iba agrandando, me di cuenta de que ella era el centro de gravedad o quizá el centro de fe de todo aquello, como la piedra negra de La Meca

Toda aquella propaganda parecía pegar mucho con la otra propaganda del lugar, de aquel restaurante destechado, esa propaganda de Aperol spritz que había allí entre el columpio y la sombrillita. Yolanda no es que aguantara la propaganda, sino que, en realidad, la santificaba con su cosa de ángel mediador, con sus asentimientos y sus esperanzas, que era lo que ella traía, esperanza. Faltaba un brindis y por fin trajeron el cava para el que la vicepresidenta parecía haberse vestido y ensayado. Yo recuerdo que había estado fijándome en el interior del edificio de la delegación de la Generalitat, adjunto al jardincillo, y que por dentro parecía el alarde de una pirámide, con unos ocres de oro egipcio con aspiraciones de cielo. Y, de repente, entre oros líquidos y oros enladrillados, toda esa pretendida lucha de esta gente entrepija y redorada, achampanada de pueblo y endiosada de potes, me pareció no sólo antidemocrática sino absolutamente ridícula. Pero allí estaba Yolanda, brindando u oficiando, sorbiendo el cava como del copón mitológico y sangriento de los nacionalismos.

El corro de Yolanda se iba agrandando, me di cuenta de que ella era el centro de gravedad o quizá el centro de fe de todo aquello, como la piedra negra de La Meca. El independentismo seguiría siendo melancolía sin gente como ella, y eso lo sabían allí mejor que nadie, en esa pequeña Cataluña por las traseras de la calle Alcalá, con teatros, y diosas de alfeizar como porteronas de alfeizar. Cada vez más gente rodeaba a Yolanda, que con el cava en la mano, como un atributo de una alegoría, lo mismo contaba anécdotas de madre que explicaba la amnistía. Sí, explicaba el sentido y el futuro de la amnistía con dulces palabras que una señorita traslúcida, que le lleva a Yolanda los bolsos, las agendas y las polveras, me dijo que era “off” y que no podía publicar.

La Diada en Madrid sabía a césped, a limón y a suspiro de revancha de pijos de club de campo. Un saxofón de la banda que iba a actuar parecía querer avisar, como la criada de Isolda en la noche, de la melancolía eterna del nacionalismo. Pero la Diada de Yolanda había traído otra cosa. Sí, yo creo que la idea era una Diada para Yolanda Díaz, y diría que les mereció la pena. Seguía creciendo el corro alrededor de Yolanda, que casi no la dejaban irse, que ella tenía que irse pronto, a coger un avión como a vela o a coger una amnistía al vuelo…