Con Felipe y Guerra uno al lado del otro, mirándose, acompañándose, afirmándose, negándose y completándose como el ángel y el demonio que se les posan en los hombros a los que tienen conciencia, más una primera fila con Page, Lambán, Nicolás Redondo o Ibarra, aquello parecía el juicio final o el pelotón de fusilamiento de Sánchez. Se presentaba en el Ateneo de Madrid el libro La rosa y las espinas, que viene de un documental y de unas conversaciones de té con Alfonso Guerra (las conversaciones de té pueden ser tan insulsas como mortales), y se había creado un ambiente curioso que estaba entre la rebelión y la cretona, o era una rebelión de cretona. Habrá quien diga que este viejo PSOE no deja de escribir testamentos para que nadie los lea, y que todo el público de aquel PSOE estaba allí, no ya amojamado en la platea de época sino muerto en los cuadros, aquellos prebostes ateneístas con sotabarba, con perilla, con quevedos o con mechoncillo esproncediano, nobeles y castizos, curazos y volterianos, de Juan Ramón a Campoamor, de Lorca a Severo Ochoa, del mismo Quevedo con quevedos y espadín a Larra con procela romántica. Pero Felipe y Guerra, como los cuadros y como la temática de la noche, no estaban ahí por muertos sino por universales, y la cosa no era una rebelión contra el tacataca sino contra lo que Felipe llamó “la confusión de todos los conceptos” en la democracia.
En el viejo Ateneo, con moho de gloria, con pianos y sagrarios de pasillo, desubicados como ataúdes, con pinacoteca de bigotes y de tisis, con alegorías y amorcillos de tetera, el viejo PSOE no era viejo sino que parecía que sólo iba a darse cuerda como un reloj luisino que sigue dando la hora. El PSOE, lo recordó Felipe, es el único partido constituyente que queda tal cual, al menos en las siglas, que casi parecen las del Senado de Roma. Y eso, aseguraba, le da una responsabilidad especial en todo esto que está ocurriendo. O sea que el viejo PSOE sólo deber recordar que seguía siendo el PSOE, como aquel piano de pared al final de un pasillo, como un carromato arrumbado, seguía siendo un piano, aunque fuera un piano de muerto. A lo mejor es Sánchez el que no es el PSOE, como si el rapero Quevedo se hubiera colado allí en el Ateneo a colgarse en el sitio de sombra y eternidad del Quevedo de verdad. Dijo Guerra que él nunca había sido un disidente, que era el otro, su presidente, el que había ido cambiando, y no sabía uno si se refería a González o se refería a Sánchez. Pero yo diría que Sánchez estaba allí aún más presente, concernido y apremiado que González.
En el Ateneo de Madrid como un galeón reflotado, con la excusa de un libro, o de un té, o de mover un piano a su sitio, o de sacar de la galería de ilustres a un rapero, parecía que el PSOE de la resistencia había hecho masa crítica. Lambán se confundía con el actor Miguel Rellán, los dos siempre con la seriedad de otra talla distinta a la de su ropa. García Page llegaba como un padrino de boda, sonriente y vigoroso, saludando a palmetazos descoyuntadores, con energía para todo el convite o toda la resistencia (claro que Page tampoco gasta demasiadas energías en su resistencia, que refunfuña y raja para fuera pero luego sestea en la comodidad del partido). Rodríguez Ibarra, por su parte, sigue estando entre cura y pastor, una figura a la vez perenne, confundible e intercambiable. Pero el gran aplauso fue para Nicolás Redondo Terreros, que apareció por allí como un torero recién cogido, con gloria, valentía y reguero de sangre y flores.
A ellos, como a Felipe y a Guerra, los había unido un libro, o una época, o quizá los había unido Sánchez, que del libro se habló poco y, por otra parte, las batallitas de capa y espada de estos dioscuros socialistas quedaban flojas a lado de todo lo que había visto ese Ateneo madrileño a lo largo de los siglos. O a lo mejor sólo los había unido el PSOE, que daba la impresión de que todos los que estaban allí todavía pensaban que se podía salvar aquello, o que al menos había que intentar salvarlo, o daban ganas de salvarlo, como al piano del pasillo, que parecía un piano huerfanito. “Si eres de izquierdas tienes la obligación de no callar ante la injusticia”, dijo Guerra enseguida, que es una frase que vale siempre pero en este momento vale más. Y dejó un matiz importante yendo más allá de la polémica jurídica sobre la amnistía y la autodeterminación: antes de si son constitucionales o no, lo que hay que preguntarse es si son justas, si convienen a la nación y hasta si los que la piden las merecen. La amnistía “es la desaparición de la responsabilidad” y significa que los delincuentes no son delincuentes, sino “que fueron justos”, “y eso no lo puede aceptar un demócrata”. Pidió, “como socialista”, que “no se dé ese paso” que representa “llamar represores a los demócratas y demócratas a los felones” que además han dicho que “volverán a hacerlo”. Y llamó al acuerdo entre PSOE y PP, cosa que es imposible en el sanchismo o quizá sólo imposible en esta “nueva política” que desembocaba en “estafa descomunal”.
“¿A alguien le extrañaría que estuviera de acuerdo?”, comenzó González su intervención. “No siempre hemos sido viejos”, recordaba luego, reclamando no ya una autoridad de edad o de experiencia sino la vigencia de la razón, que parece que este viejo PSOE no puede tener razón como si la razón fuera osteoporosis, como si se fuera perdiendo del esqueleto ideológico o moral de la gente y del partido. Insistió en que la amnistía legitimaría el independentismo, y esto puede tener consecuencias sorprendentes, como llegar a decir que no hace falta un referéndum porque ya se hizo. Abundó en la necesidad de un pacto PSOE-PP, sin el que “no será posible ninguna reforma sustancial”, y también recalcó que no se siente un traidor, un disidente: “estoy defendiendo lo que defendía mi partido, que no cabía amnistía ni autodeterminación”. Quizá tampoco cabe, digo yo, esos cambios de opinión de ahora, los cambios de opinión de Sánchez, que han dejado al PSOE sin opinión reconocible y sin ideología reconocible.
Aplaudía mucho el público, como yo creo que ya no se aplaude en política, desde luego como no se aplaude a Sánchez
Aplaudía mucho el público, como yo creo que ya no se aplaude en política, desde luego como no se aplaude a Sánchez. Quizá era un público de viejo socialismo o era un público de viejo piano, pero a uno le parece que el público socialista y el público de piano tampoco puede haber cambiado tanto en tan poco tiempo. Quizá lo que está pasando no tiene nada que ver con el socialismo, aunque el partido se llame igual, como ese Quevedo se llama Quevedo para espanto de todos. “Algunos no ven lo que se nos viene encima, y otros no lo quieren ver”, sentenciaba Guerra con ojillos quevedescos. Luego, se puso grave o ateneísta, que él también es socio y aspira a cuadro con gorguera: “Este sistema no debe durar, no durará, porque la libertad anida en el corazón de los socialistas”. Pero yo recordé aquel piano esquinero, en el que seguían anidando becquerianamente la música y el polvo, y que sin embargo parecía olvidado o, más aún, dado por muerto. Alguien tendrá que recordar que aquel piano sigue siendo un piano y alguien tendrá que recordar que el PSOE sigue siendo el PSOE, tras un barnizado o tras una resucitación.
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