Feijóo no salió presidente, que nadie esperaba eso, pero sí salió presidenciable o presidencial, con terno de diputado antiguo, cadencia de reloj de cadenilla y librito constitucional como un catecismo laico, ahí entre macarras, colegiales y un Sánchez gamberroide y germanoide que sólo cuenta con esbirros, bulldozers y comprados. Yo diría que Feijóo, por fin, ha decidido lo qué quiere hacer con el partido, con España y hasta con su verbo, que se ha ido formando alrededor de unos cuantos ritornelos constitucionalistas, liberales y firmes, un algo de honor juramentado, de caballero con la mano en el pecho, entre cadete, naipe y fraile, y cierta revisión y actualización de la retranca rajoyista. La ironía de Feijóo tiene más puntos suspensivos, más intención y más munición que la de Rajoy, al que lo mismo le salía una ironía que un trabalenguas, un refrán de vieja con huevo de zurcir o un tiro por la culata. El galleguismo es una cosa que hay que ir atemperando, y durante los días de esta investidura yo creo que a Feijóo le ha ido pasando eso, se ha ido atemperando, acostumbrando a ese clima como de mansión entre cumbres borrascosas que tiene el Congreso. 

Feijóo ha tardado, pero ha ido pasando de sustituto a jefe, de jefe a líder, de líder a aspirante, de aspirante a candidato y de candidato a promesa o profecía, con esa cosa entre esperanza y amenaza que tienen las profecías. Por el medio, eso sí, ha torpeado, se ha estampado y hasta ha sido muerto, enterrado y ascendido en dormición, un poco como el conde de Orgaz, entre homenajes de hombres de negro y estalactitas de nubes y plumas de un Paraíso postergado o congelado, que es lo que ha parecido esta investidura fallida. Ha llegado, digo, pero es que ha tardado mucho. Ha pasado demasiado tiempo dudando, temblando o esperando, siendo como ese Rajoy calado hasta los huesos que parecía Rajoy la mayoría de las veces. Ha pasado demasiado tiempo hasta que ha tenido proyecto de país, de partido y de estilo, y aun así todavía lo vemos tremolar un poco, con esa cosa de candil de farero que tienen a veces su voz, su presencia o sus titubeos de farero (es malo que un farero titubee). 

Feijóo ha pasado mucho tiempo siendo Rajoy en bicicleta de cartero de pueblo, o siendo Rajoy haciendo política como la quiniela

Ha pasado mucho tiempo, aunque lo más importante es que han pasado unas elecciones mientras se completaba esta metamorfosis de Feijóo, este viaje de señor de pueblo a señor de Estado, de realquilado en Génova a capitán de aquel barco de genoveses o quizá pontón de fantasmas (una vez quise subir a lo más alto de Génova, haciéndome el longuis, sólo para inspirarme, pero te paraban gorilas, te paraba un nubarrón o te paraba un cadenón de colegiata o de aparición). Feijóo ha pasado mucho tiempo siendo Rajoy en bicicleta de cartero de pueblo (eso lo aprovechó, ya lo decía yo ayer, el descorreado de Óscar Puente), o siendo Rajoy haciendo política como la quiniela. Así hasta que parece que de Rajoy sólo ha dejado la retranca y una postura de medio lado, para enseñar el reloj de cadenita constitucional que decía yo, o para enseñar una cojera de John Wayne que aún le viene grande, aunque le permite hacer de hombre tranquilo ante la cuadrupedia pugilística de Puente, el Potro de Pucela. O a lo mejor es que Feijóo tenía que pasar por el Congreso, que en dos días parece que lo ha aprendido y lo ha madurado todo. 

No es lo mismo el Congreso que el Senado, que parece Ikea, ni que El Hormiguero, ni que los debates televisivos, que son una partida de ping-pong. La experiencia allí en la tribuna del Congreso debe de tener algo de experiencia en gran altitud, bajo la asfixia de la simbología celeste de la historia y el parlamentarismo, que hasta cuando uno se va allí al gallinero de los plumillas nota a los reyes y las alegorías mirándote, juzgándote o midiéndote con los compases y cartabones de la perfección. Aunque, sobre todo, yo creo que no es lo mismo subir a esa alta tribuna, escoltada por espigas masónicas y termiteros de la historia, después de haberse pegado el batacazo que se ha pegado Feijóo que hacerlo frescales o ingenuo. Yo creo que Feijóo ha aprendido antes del trastazo y luego ha aprendido de aquel Hemiciclo que es un poco anfiteatro romano, un poco panoplia ateneísta y un poco orgía neoclásica.

Subir muerto a esa tribuna da mucha ventaja, y aunque yo creo que cuando empezó su discurso aún no se veía muerto del todo, en cuanto se convenció de que había subido allí póstumo, como creo recordar que decía Nietzsche que había nacido él, le fue saliendo todo mucho mejor. A los nacionalistas los despachaba como si fuera Rajoy con dos pistolas, con ironía de plomo y plata a vuelta de correo de su historia de plomo y plata, y a Sánchez ya lo podía censurar como al mozo de cuadra que se ha empeñado nuestro presidente en parecer, guapo, lascivo, sucio y amoral. Feijóo no tenía que ser macarra a lo Óscar Puente, que te encasquetaba la Guerra de Irak, el 11-M o toda Fariña como el tipo con la nariz rota que te encasqueta en la película de hampones la puta muerta, vidriosa y descoyuntada como una muñeca de china. No, Feijóo sólo parecía hacer una especie de jiujitsu gallego, como hay un jiujitsu brasileño, con el peso y las contradicciones de los demás.

Feijóo era un poco Rajoy con dos pistolas porque uno no se imagina a Rajoy con pistolas, como no se lo imagina con determinación y con un plan. Yo diría que las pistolas de Feijóo eran ésas, por fin: la determinación en vez de la zozobra y un plan en vez de una quiniela. O eso parece de momento, que quién sabe si al bajarse de la tribuna, como al bajarse del caballo, a Feijóo se le caen el sombrero y el cinto. Feijóo se ha mostrado verdaderamente presidencial sólo en el postrer momento, o es que acaso necesitaba pasar por ese trance, esa suprema iniciación que es la muerte (o que el ujier te traiga el vasito de agua como un cáliz artúrico o socrático), para parecer por fin presidencial. Aunque no sea definitivo, sí es cierto que es tarde. Entre que nos ha llegado o no Rajoy con dos pistolas, ya tenemos a Frankenstein con dos carreras.

Feijóo no salió presidente, que nadie esperaba eso, pero sí salió presidenciable o presidencial, con terno de diputado antiguo, cadencia de reloj de cadenilla y librito constitucional como un catecismo laico, ahí entre macarras, colegiales y un Sánchez gamberroide y germanoide que sólo cuenta con esbirros, bulldozers y comprados. Yo diría que Feijóo, por fin, ha decidido lo qué quiere hacer con el partido, con España y hasta con su verbo, que se ha ido formando alrededor de unos cuantos ritornelos constitucionalistas, liberales y firmes, un algo de honor juramentado, de caballero con la mano en el pecho, entre cadete, naipe y fraile, y cierta revisión y actualización de la retranca rajoyista. La ironía de Feijóo tiene más puntos suspensivos, más intención y más munición que la de Rajoy, al que lo mismo le salía una ironía que un trabalenguas, un refrán de vieja con huevo de zurcir o un tiro por la culata. El galleguismo es una cosa que hay que ir atemperando, y durante los días de esta investidura yo creo que a Feijóo le ha ido pasando eso, se ha ido atemperando, acostumbrando a ese clima como de mansión entre cumbres borrascosas que tiene el Congreso. 

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