He visto el documental No me llame Ternera, de Jordi Évole, estrenado en el Festival de cine de San Sebastián. Ahora puedo dar mi opinión: en sus 140 intensos minutos no hay un sólo momento de piedad. Évole pone un espejo frente al ex jefe de ETA y él aparece como lo que es: un terrorista.
No hay blanqueo, sino el duro retrato de un hombre que no se arrepiente de su pasado. Que, según sus propias palabras, no puede hacerlo porque eso supondría reconocer que 50 años de su vida -los que pasó en ETA- han sido una brutal equivocación.
Entiendo las críticas de las víctimas. Pero no las comparto. A mí, cuando era director de El Mundo, también me llovieron piedras por algo parecido. El 21 de octubre de 2014, hace casi nueve años, publiqué en portada una extensa entrevista de Ángeles Escrivá con Josu Zabarte, conocido como El carnicero de Mondragón. Acababa de cumplir 20 años de condena en prisión. El titular de la entrevista fue: “Yo no he asesinado a nadie, yo he ejecutado. No me arrepiento”.
Algunos colectivos e incluso algunos colegas me pusieron a caldo por haber dado “un altavoz a ETA”. Todo lo contrario. Lo que hice fue mostrar la cara más cruda del terrorismo, la que se siente orgullosa de sus actos.
Ternera y El carnicero de Mondragón se parecen como dos gotas de agua. No sólo pertenecen a la misma generación de etarras, sino que han construido el mismo muro, con los mismos argumentos, para justificarse, para no reconocer que ninguna idea puede justificar un asesinato, una matanza.
Otegi, como Ternera, no condena el terrorismo, y reivindica la historia de ETA. Por eso, pactar con Bildu no sólo es un error político, sino una inmoralidad
Hay momentos en la cinta de Évole especialmente ilustrativos. Como cuando califica de “error” el atentado de Hipercor, del que por cierto no recuerda la fecha (19 de junio de 1987). Dice Ternera que el “error” de ETA fue confiar en que el Estado español protegería a sus ciudadanos, insinuando que la muerte de 21 personas se produjo porque la Policía a propósito no desalojó el centro, una vez que se avisó de que se había colocado una bomba.
O también cuando habla del asesinato de la ex etarra María Dolores González Catarain (Yoyes), con la que él tenía una fluida relación personal. Ternera justifica la ejecución de Yoyes, que se llevó a cabo en la plaza de Ordizia, donde se encontraba junto a su hijo de tres años. ETA la había acusado de “traición” por reintegrarse a una vida normal fuera de la banda. Ternera ve lógico el asesinato, porque de esa forma se evitaba que su gesto se convirtiera en “un cáncer” para la organización.
Organización. Ternera nunca llama a ETA por su nombre. Habla de “la organización”. Y tan sólo reconoce su participación en dos atentados, a los que él llama "acciones": el del ex presidente del Gobierno Carrero Blanco y el del alcalde de Galdácano, Víctor Legorburu, que tuvo lugar en febrero de 1976. Los dos fueron amnistiados por la ley de 1977. Así que él no mete la pata. Nunca baja la guardia. Sobre el atentado de la Casa Cuartel de Zaragoza (11 de diciembre de 1987), en el que murieron 11 personas, seis de ellas niños, y por el que la Audiencia ha reclamado su extradición a Francia, dice que no tuvo nada que ver. Su compañera Elena Beloki -que fue responsable del aparato internacional de ETA- declaró al juez que en el momento de ese atentado Ternera formaba parte de la dirección de la banda. En ningún momento admite haber estado en la cúpula de ETA.
Con todo, lo más impactante es su visión sobre el modus operandi de ETA. “Lo que hacía ETA no era terrorismo. El terrorismo es lo más fácil". Las "acciones" de ETA estaban encaminadas a que el Estado español se sentara a negociar "una solución al conflicto". Poner muertos sobre la mesa tan sólo era una táctica para poner de rodillas al Estado. "Matar", afirma, "no es un placer. Uno lleva esa mochila toda la vida". ¡Que se lo digan a las familias de los más de 800 asesinados por su banda!
Ternera no sólo no condena los atentados de ETA, sino que los enmarca en una lucha contra el Estado, una guerra justa. Escuchándole uno se explica por qué tampoco Otegi condena el terrorismo: porque hay una historia de la que sienten orgullosos, una guerra en la que ellos han sido gudaris, héroes del pueblo. Y así merecerían ser tratados. En ese contexto se entienden también los homenajes a etarras que no sólo no han desaparecido de las ciudades y pueblos de Euskadi, sino que se han recuperado con entusiasmo.
El peligro de pactar con Bildu, como ha hecho y va a volver a hacer el presidente Sánchez, no consiste sólo en legitimar a los herederos de ETA, sino en dar carta de naturaleza a unos líderes políticos que se sienten orgullosos de su pasado. Es una baza a su "relato" (palabra que Ternera utiliza varias veces en su conversación con Évole). No hay vencedores ni vencidos, sino dos bandos que pueden haber cometido atrocidades, pero que han pactado poner fin al conflicto armado para llevar sus reivindicaciones al terreno político.
En ese contexto, el documental es un arma de doble filo: para los que condenamos a ETA y no justificamos la violencia, es la prueba de hasta dónde puede llegar la amoralidad, la barbarie. Pero, para los que comulgan con esas ideas (la independencia para construir una Euskal Herría socialista), Ternera aparece como un icono, alguien al que respetar e incluso admirar.
No se puede confraternizar con los terroristas. De ahí lo relevante que son las últimas imágenes del documental de Évole, cuando el policía municipal Francisco Ruíz Sánchez al que el comando de Ternera disparó el día del asesinato del alcalde de Galdácano, dice que no podría darle la mano, "porque no se ha arrepentido de lo que hizo". Pues bien, el Gobierno ha sentado a Bildu a su mesa cuando aún Otegi no se ha arrepentido de lo que ETA hizo durante más de 50 años. Eso no sólo es un error político, sino una inmoralidad.
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