A medida que vamos conociendo más datos sobre cómo se ejecutaron los ataques de Hamas, descubrimos nuevas dimensiones de una crueldad que parece no tener límites. Resulta difícil imaginar que en la barbarie exista algún tipo de motivación más allá del odio y el sadismo. Sin embargo, los terroristas actúan de manera lógica, el problema es que esa lógica sólo existe en la cabeza de los asesinos.
No dudo de las razones que han llevado a algunos observadores a concluir que tras esta ofensiva se encuentra el intento de hacer descarrilar la creciente normalización de relaciones entre el estado hebreo y las monarquías del Golfo Pérsico. La determinación de evitar a cualquier precio lo que parecía ser un próximo acercamiento con Arabia Saudí. Y los incentivos que tiene Irán para desestabilizar toda la región. El problema de analizar las estrategias terroristas es que, con demasiada frecuencia, terminamos otorgándole una racionalidad a comportamientos que en ocasiones se mueven por otras claves que quedan ocultas ante nuestra mirada.
Los grupos terroristas son unas organizaciones muy particulares. En ellas hay una tendencia innata a aislarse del entorno en el que operan. La información llega distorsionada a unos líderes que siempre creen contar con el apoyo entusiasta de su base social, que piensan que la victoria es inminente y que no albergan dudas sobre la infalibilidad de sus decisiones. A medida que pasa el tiempo, cada vez son menos los llamados a decidir dentro de la organización. No sólo impera la uniformidad y pensamiento de grupo, sino que cualquier intento de cuestionar el consenso es tratado como una traición que merece la muerte.
Aunque en ocasiones nos cueste entender cómo los terroristas pudieron llegar a esperar algún rédito proveniente de ataques que en su concepción eran claramente contraproducentes, la realidad es que los terroristas calculan costes y beneficios de una manera muy distinta a la del resto de la humanidad. En estos grupos planea siempre la mística del golpe decisivo. El convencimiento de que la violencia, si es lo suficientemente ambiciosa, puede transformar de manera cuasi mágica la realidad.
Osama Bin Laden estaba convencido, por ejemplo, que un ataque de la magnitud del 11 de septiembre destruiría para siempre la voluntad de los estadounidenses de seguir involucrándose en los asuntos del mundo árabe. Sin el apoyo de América, los regímenes gobernantes de estos países “el enemigo cercano” se desplomarían como un castillo de naipes. El terrorista saudí creía que el ataque con aviones quedaría sin respuesta, cómo había sucedido con otros atentados contra intereses estadounidenses. Para Al Qaeda, Estados Unidos era un “tigre de papel”, sin el estómago necesario para soportar la muerte de sus propios soldados. Si acudía al combate en Afganistán sería rápidamente derrotado.
No resulta extraño que la mayoría de los grupos terroristas que han desaparecido a lo largo de la historia lo hayan hecho tras protagonizar un atentado que resulta contraproducente
Estado Islámico tampoco pudo evitar las consecuencias devastadoras de un razonamiento defectuoso. Cuando el mundo empezó a preocuparse muy seriamente por su avance territorial, un buen número de países decidió incrementar su participación militar para intentar frenar su avance. El proto-estado terrorista llegó al convencimiento de que, trasladando su guerra a las calles de esos mismos países, se produciría un cese de las hostilidades y la fractura sociedad-gobierno, cuando en realidad lo único que consiguió con su campaña de atentados internacionales fue aumentar la determinación de unos países que ahora veían la lucha militar contra Estado Islámico también como un asunto de seguridad doméstica.
Posiblemente Hamas haya llegado a una conclusión igualmente delirante. Tras el ataque, Israel se quedaría sumido en un shock paralizante, los judíos abandonarían masivamente una tierra que ya había dejado de ser segura, los ataques harían perder el miedo al poder militar israelí y una oleada de solidaridad árabe llevaría a sus gobernantes a declarar la guerra contra los sionistas.
No resulta extraño que la mayoría de los grupos terroristas que han desaparecido a lo largo de la historia lo hayan hecho tras protagonizar un atentado que resulta contraproducente. Tal vez, Hamás se sume a la lista de aquellos que provocaron su propia extinción tras un error de cálculo. Que Israel haya llamado a filas a 300.000 reservistas (la mayor movilización de la historia de Israel) apunta a que, en este caso, el objetivo ya no es un mandar un mensaje disuasorio o debilitar transitoriamente a un enemigo con el que se podía coexistir.
Manuel R. Torres Soriano es catedrático del Área de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Es Director del Diploma de Especialización en Análisis del Terrorismo Yihadista, Insurgencias y Movimientos Radicales y del Máster en Comunicación Política y Gestión de Campañas Electorales de la UPO.
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