Aragonès pasó por el Senado como por el velatorio de España, a darnos un pésame cínico, raudo y vengativo, y enseguida se volvió a su pueblo como en tren de carbonilla, con su cesta de viandas, quesos y esquelas recogidas en Madrid igual que décimos de Doña Manolita. El discurso indepe es algo que tiene un ámbito y una afición muy limitados, como la música tirolesa, y fuera de sus templos y de su terruño lo que parece es que alguien se ha equivocado de siglo, de tren, de sombrero, de feria, y se ha venido con sus cosas de Moros y Cristianos folclóricos a la sede de la soberanía nacional. También Rufián suena igual de ridículo, antiguo y pequeño en el Congreso, con sus aspiraciones y su engolamiento de pregonero de la patrona, lo que pasa es que Sánchez le ha ido dando importancia y eco aplaudiéndole o bailándole, un poco como Meryl Streep bailaba el otro día, por ser agradecida, la música de gaita, imbailable.
Aragonès, presidente como con poncho del independentismo, con su indigenismo altivo de bajito con pipa y bombín, se marchó muy pronto, sin escuchar ni mirar a nadie. Él habla para los suyos, allá reunidos en el pueblo, bajo la autoridad ojival del campanario y de los curas orondos del nacionalismo que crían gruesas cervices con la historia y los agravios. Aragonés, como Rufián, o como Joan Capdevilla, que recuerdo en aquella Diada en Madrid coloradote, autóctono y mitológico, como un leperchaun que hubieran soltado por la calle de Alcalá; todos, en fin, saben muy bien que su discurso en Madrid huele a berza. Por eso da igual que ahora en el Congreso hablen en catalán o en latín (su catalán en Madrid es el latín del cura del Palmar de Troya, una manera de otorgarse poderes, misterio, pureza y martirologio).
A Aragonès, presidente que venía sólo a poner un huevo de piedra nacionalista en el Madrid de mil dinastías, mil batallas y mil leches para luego salir volando; a Aragonés, decía, lo esperaban en el Senado todos los barones del PP, la mayoría absoluta del PP y el tercio de varas del PP. Pero Aragonès no sonaba raro porque le hubieran preparado una encerrona, ni por venir a un Madrid de Ayuso, como la doña con chal de flecos que pone sus normas en una casa de comidas. No, porque en Europa suenan igual, a frikis con cuerno de caza o trompa alpina. Quiero decir que, simplemente, su discurso no hay manera de encajarlo en la democracia civilizada, en el Estado de derecho, ni en un siglo sin carbonilla y sin plumas. Si los vemos engallados o empalomados es sólo por Sánchez, que les presta oído y claque, que los ha hecho garantes de la gobernabilidad ingobernable del Estado sin Estado.
Su discurso sólo era su canto con hipo a la Virgen de las barquitas de su pueblo, y no tendría más sentido, más poder ni más letalidad que eso si no fuera por Sánchez
Un Aragonès al abrigo de Sánchez se nos hubiera aparecido como un embajador digno y bamboleante, como esos embajadores de paisillo con los entorchados más grandes que su mapa. Pero cuando la plaza es poco sanchista, cuando tiene poco gobierno de progreso y poca mayoría de progreso apoyando en el gallinero sus tesis minoritarias y reaccionarias (esto no es contradicción, es sólo sanchismo), ahí ya la cosa es diferente. En el Senado, Aragonès se fue como arrugando dentro de su sotanón de monstruo de Frankenstein (el que hacía Pepe Carabias, quizá), se fue arrugando como esos tipos que se arrugan dentro del traje, más que el traje se les arruga a ellos. Y es que no sabe estar en la institucionalidad ni en la democracia, que ellos sólo se explayan, pavonean y macarrean con la protección de patrocinadores, gorilas u hordas.
Aragonès llegó y dejó allí su discurso, ante el entierro de España (en el salón de plenos antiguo aún parecía más entierro, que con la madera del otro salón sólo se pueden enterrar periquitos). Su discurso sólo era su canto con hipo a la Virgen de las barquitas de su pueblo, y no tendría más sentido, más poder ni más letalidad que eso si no fuera por Sánchez. Su amnistía intragable y su referéndum indefendible sólo son tragables y defendibles gracias a Sánchez. La amnistía, nos aclara ahora Aragonès, que estaba en el Senado empequeñecido pero sentencioso, como un niño leyendo una carta a los corintios, es sólo el comienzo, pero ya verán ustedes cómo Sánchez hace eso compatible con la convivencia y la reconciliación, que valen igual para su investidura que para Gaza. A pesar de toda su sentenciosidad y de todos sus demonios, sin Sánchez lo que parecía Aragonès era un espontáneo que vino y se fue saltando por la barrera con una manta y un porrón.
Aragonés llegó al Senado, habló como en cuclillas, preparando ya el salto de la rana, y se largó sin escuchar a los barones del PP, que se habían preparado como para una de esas cenas con asesinato y así fueron acudiendo, uno a uno, como personajes del Orient Express, a matar al muerto que ya no estaba. En realidad, ni la presencia ni la ausencia de Aragonès importaban mucho, que el que hace importante al independentismo, como haría importante de repente a los curas del Palmar de Troya si los necesitara, es Sánchez. A Sánchez se dirigió directamente Ayuso, que gritó al viento, con su cosa de Escarlata O’Hara, que “España ya no tolera más indignidad”. No sé, yo diría que España tolera y tolerará más indignidad, que aún no se apaga la sonrisa de calabaza de Sánchez.
Aragonès llegó, olió y huyó, que Madrid a lo mejor huele a Borbón, a jurista complutense y a abrazo blando de la Transición, y con eso él no puede. Se fue sin escuchar a los barones del PP, vestidos de entierro, ya digo, y sobre todo se fue sin escuchar el sano runrún de Madrid, que enseguida te vuelve descreído y minúsculo. Incluso con el poder que le ha dado la necesidad de Sánchez, el independentismo sigue siendo un invitado folclórico en su fiesta, como cortadores de jamón, esa gente que está entre tragasables cíngaro y venenciador de Tío Pepe. Lo que parecía Aragonès en el Senado, la verdad, era un gorrón o un chino de Feria de Abril.
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