No se vayan a pensar que lo que estoy escribiendo lo hago como continuación del texto que ayer publicó el director de este periódico, y menos aún que lo escribo por hacerle la rosca. Si suena a cualquiera de las dos cosas... error. Pero hay cuestiones que analizar y, en este caso, es que la izquierda es una fuerza extraña.

La izquierda nace de un aspiracional. Parte de la tesis de que la historia la domina quien controla los medios de producción y que, para que la clase obrera viva en libertad, el Estado debe controlar todos los medios de producción.

La izquierda siente el impulso de oponerse a cualquier forma de hegemonía que no sea la suya, por muy democrática que sea

Aquí ya entramos en las primeras contradicciones. Y es que, si lo que se persigue es una sociedad igualitaria en la que la ambición quede ahogada (y otras cosas, como evidenciaron los primeros impactos y los primeros años de la reunificación alemana), ¿cómo es posible que se permita una clase dirigente (y dominante) que sea la responsable de ahogar la ambición… y otras cosas?

Así que las dos primeras pegas con la teoría marxista son (1) que la humanidad ha demostrado, vez tras vez, que la ambición es un factor, especialmente en lo que atañe a ser clase dominante; y (2) que la historia la domina, no quien controla los medios de producción, sino quien gana la última guerra.

Es cínico (entiéndase como “descreído”, no como “hipócrita”), lo sé.

Es cínico porque creo que la guerra es el estado por defecto de la humanidad y porque, en consecuencia, el que gana la última guerra es quien decide quién controla los medios de producción. Así que, supongo, Marx en parte tenía razón, aunque no atendiera a los detonantes.

Ahora, reconozcamos una cosa: de no ser cierto mi enunciado, ¿qué necesidad había de una revolución en Rusia en 1917? A fin de cuentas (como ya me habrán leído con anterioridad) una revolución es otra forma de denominar una guerra civil.

El caso es que la izquierda es una fuerza extraña porque siente el impulso de oponerse a cualquier forma de hegemonía, por muy democrática que sea, siempre que no sea la que ellos impulsan. No importa a quien se tenga enfrente: si ellos deciden quién es el oprimido, el contrario es el opresor.

Por ejemplo, llevan no-sé-cuánto-tiempo oponiéndose a Trump (de hecho sus comparaciones negativas favoritas son con el expresidente norteamericano), pero votan con sus afines para echar a Kevin McCarthy, un conservador moderado, como speaker de la Cámara de Representantes de Estados Unidos.

Tal cual le pasaron el problema a los republicanos a sabiendas de junto a quien votaban, que no tenían mayoría para elegir a un speaker demócrata, pero que les sobraban votos para elegir a un republicano moderado.

De hecho, ahí siguen. En el momento en que escribo, ya llevan tres votaciones para elegir a uno nuevo… y que Jim Jordan se arme de paciencia, porque a su predecesor le llevó 15 votaciones para durar apenas nueve meses en el cargo.

Radicalizan radicalizando al opositor: en EEUU vinculan a cualquier republicano con Trump y con la ultraderecha, aunque Trump y la ultraderecha también estén atizando a ese republicano.

Así que imaginen mi sorpresa cuando veo a la izquierda española encarrilar el tema de Israel.

La afinidad con los Palestinos y el rechazo a los judíos es como de capítulo 1 del manual, y no puedo por menos que recordar que Rashid Ali al-Gaylani (iraquí) y Amin al-Husseini (palestino), apoyaban al Tercer Reich por el mero hecho de que todos odiaban a los judíos.

Iba a nombrar a Hitler, claro, pero no he querido caer en la ley de Godwin. Ya saben: a medida que una discusión se calienta, la probabilidad de que alguien nombre a Adolf tiende a 1… y eso que no he nombrado las alianzas de Franco con el antisemitismo árabe.

Si lo queremos en formato de cultura pop, podemos hablar de una escena de Munich en la que el comando que encabeza Avner (Eric Bana) busca descanso en un piso franco y, mientras están durmiendo, entra otro grupo que acabamos identificando como palestinos. “¡ETA!, ¡ETA!” grita Robert (Mathieu Kassovitz), señalándose para que los palestinos crean que son amigables.

Para la izquierda, Israel (como casi todo) es una lucha por la justicia en la que Israel es la parte injusta. La ONU es una autoridad relevante en la materia porque ha aprobado n resoluciones en las que se declara a Gaza un territorio ocupado, pero olvidan que la primera de todas, la 141 (1947), ya establecía una partición para que se construyeran dos países y que fue rechazada por los palestinos. Paradojas de la vida, ésa es la solución que hoy ve todo el mundo como solución al conflicto (¿he dicho “todo el mundo”?).

Las cosas no tardaron en cambiar en la propia ONU y, como ya decía Abba Eban en los años 50, “si Argelia introduce una resolución declarando que la tierra es plana y que Israel es responsable, sería aprobada con 164 votos frente a 13 y 26 abstenciones”.

Y aquí seguimos: sacando a relucir todas las resoluciones menos la 141 y, a nivel nacional, elevando la pirueta a un arte, Ione Belarra decide revolver la terminología y disparar “genocidio” hacia Israel.

Que hable en nombre del Gobierno, que no hable en nombre del Gobierno… no deja de ser materia de conflicto gratuito y de presión al PSOE por otros motivos. La izquierda sigue siendo esa fuerza extraña.