Sánchez y Yolanda, que están como casados desde niños, con dote en rupias y en telas ceremoniosas y tristes, han presentado su pacto, que más que un pacto es una cartilla de familia, un documento que está entre la bendición, el salvoconducto y el esperanzado futuro en blanco. Sánchez y Yolanda, unidos por la necesidad, las herencias, las moñas y el papel de arroz, en realidad no tenían por qué pactar nada, que todo estaba ahí ya, en las miradas que iban y venían entre los dos como grandes mariposas monarca y, sobre todo, en esa casita común, hecha como de progresía y lacasitos, en la que se juega a gobernar como a planchar. El documento es un poema de amor infantil, con la ignorancia, la contradicción y la crueldad que hay siempre en el amor infantil, pero eso es casi lo de menos. Sánchez y Yolanda pueden publicar recetas para el bienestar como recetas para magdalenas, pero no se trata de que ellos compartan felicidad, cuchara y batamanta, sino de que al final todo lo que pase en esa casa lo tendrán que aprobar Puigdemont y los demás, como unos suegros de Kuala Lumpur.
Sánchez y Yolanda se han casado, o se han casado otra vez, que ellos no dejan de casarse tonta, olvidadiza y musicalmente, como en las reposiciones de Siete novias para siete hermanos. Pero se han casado como dos fugados, fundando una familia españolísima y rojísima de pan, cebolla, buhardilla, migotes e impuestos, todo sin el permiso y los medios de quienes les tienen que dar permiso y medios. Y la verdad es que hay muchos que tienen que darlos, como esas bodas que requieren el plácet de toda la tribu reunida y emplumada. Para la casita de galleta de Sánchez y Yolanda tendrían que ponerse de acuerdo izquierda y derecha, nacionalistas y estatalistas, catalanes y vascos, indepes y posibilistas, burgueses y perrofláuticos, y en todas las muchas y ricas combinaciones que dan actualmente estas circunstancias. Incluso se tendrían que poner de acuerdo sumitas y podemitas, que tampoco está tan clara la cosa ahora que Belarra, con el banderón palestino confundido con el de Hamás como el que confunde la bandera de Cuba con la de Puerto Rico, quizá empieza a considerar que vuelven a tener futuro más allá del aura de brilli-brilli de Yolanda.
Ajenos a todo esto, o a lo mejor no, Sánchez y Yolanda nos han presentado su pacto como el plano de su pisito piloto, con la vicepresidenta llamando “querido” al presidente no sé si como en la alcoba, como en la notaría o como en el supermercado. El pacto tiene alardes simbólicos, palos realísimos, sueños flojeras, ortodoxia previsible, fetichismo rojales, lírica de cantautor, mucho buenismo con dioptrías de gafapasta y muchos puntos, muchísimos puntos que darían para arreglar no ya España sino el mundo si se sostuvieran en algo más que en papel y en altares de margaritas, claro. Como a Sánchez le da igual prometer pleno empleo, plena vivienda, fidelidad eterna, una autocaravana, Eurodisney en verano o la luna mañana, se nos apareció declarando que estaba muy ilusionado por el pacto, por el matrimonio y supongo que por los suegros de Kuala Lumpur o de Waterloo. Pero a mí me parece que estamos confundiendo la boda con el matrimonio y la investidura con la gobernanza.
Sánchez y Yolanda se han casado, o se han casado otra vez, que ellos no dejan de casarse tonta, olvidadiza y musicalmente, como en Siete novias para siete hermanos
Los suegros de Kuala Lumpur arman mucho jaleo, pero el jaleo yo creo que forma parte del regateo tradicional y del propio negocio y ceremonial del casorio y de la tribu. Por ejemplo, ya han visto que el Govern catalán ha afirmado que “estamos lejos de que el presidente Sánchez pueda volver a ser investido”. Y el Consell de la República carolina, que a ellos les suena a Consejo Jedi aunque sólo son un club de alcaldones con cayado y de beatos de Waterloo como de Medinaceli, ha decidido nada menos que por un 75% que se debería bloquear la investidura de Sánchez. Pero a mí esto no me suena a ruptura del acuerdo ni a rapto en el serrallo, sino a que la investidura va a salir todavía más cara.
Sánchez y Yolanda se casan, otra vez, con esa cosa de mormón pichabrava que tiene Sánchez y esa cosa de señorita con gorrito de caravana del Oeste que tiene Yolanda. Pero el contenido de ese pacto no significa nada, como no significa nada cualquier cosa que diga, firme o incluso jure Sánchez. Lo importante es el hecho seguro de que habrá hisopazo, encamamiento, braguetazo, investidura, que no tiene nada que ver con que haya matrimonio, felicidad, gobernanza. Este amor de juventud y casita en el árbol de Sánchez y Yolanda necesitaría el permiso de demasiada gente, de los sindicatos a la patronal y de Puigdemont a Frankenstein, pero nadie ha dicho que esto tenga que terminar en amor.
Sánchez y Yolanda se casan por lo balinés o por lo sanchista, con unos votos cursis o imposibles que se llevan las olas igual que un ramo de novia naufragada o llovida. El presidente se nos ha mostrado ilusionado y optimista, aunque no por casarse con Yolanda como con su Dulcinea, ni por casarse a la vez con la suegra, con esa especie de Omaíta de Los Morancos que es Puigdemont. Está feliz porque seguirá en la Moncloa, cueste lo que cueste, y lo sabe. Sánchez piensa en la investidura como en la noche de bodas, que luego tendrá todo el tiempo del mundo para cambiar de opinión y de cama. Sin duda será imposible gobernar esa casa de locos, niños, suegros y gorrones que se nos va a quedar en España. Pero nadie ha dicho que Sánchez tenga pensado gobernar.
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