La prensa económica nos anuncia que estamos de enhorabuena ya que tenemos ocho empresas que se están planteando empezar a cotizar en bolsa, después de una sequía de más de dos años. Efectivamente, la última en salir fue Acciona Energía, en un buen 2021, ya que llegó a haber seis en el proceso, aunque solo dos lo consiguieron. Me temo que nada ha cambiado para que se invierta esa tendencia de pocas salidas y muchos fracasos.
A grandes rasgos, una salida a bolsa comienza cuando una empresa se empieza a plantear su conveniencia. Las razones pueden ser muchas: conseguir financiación para la empresa o liquidar parte de las participaciones accionariales, facilitar la transición generacional en el caso de empresas familiares, etc. Las dos primeras son las más comunes, ya que la salida a bolsa suele ir acompañada o, mejor dicho, precedida de una oferta pública de suscripción (OPS) en el caso de financiación para la empresa, o de venta (OPV) si los accionistas venden parte de sus posiciones. En la mayoría de los casos, una salida a bolsa exige una OPV u OPS ya que cotizar en bolsa necesita una difusión mínima de su accionariado.
Tomada esa decisión previa, la empresa se pone en contacto con un banco de inversión, que hace un primer análisis para comprobar la viabilidad de la operación. Si el resultado es positivo, entran en juego los abogados, siempre estrechamente coordinados con el banco de inversión, con una doble finalidad: acometer los cambios estatutarios en el consejo de administración que exige una sociedad cotizada y redactar el correspondiente folleto. Este es un documento extenso, en el que se describe en detalle la sociedad y la operación (OPV u OPS) y en el que figura el capítulo de los riesgos que corre el posible inversor. El folleto debe aprobarse y registrarse en la CNMV, quien lo analiza en profundidad y en la fase de discusión tiene que estudiar sucesivos borradores. Hasta esta etapa llegaron los seis candidatos de 2021 y es fácil imaginarse lo laborioso y caro que resulta.
La última fase es la de venta propiamente dicha, en la que directivos de la empresa y los bancos de inversión se reúnen con los inversores potenciales, exclusivamente institucionales, a los que se les ha hecho llegar el todavía borrador del folleto, para responder a sus preguntas. Con las manifestaciones de interés se cierra el precio, se concluye y registra el folleto y se toman las órdenes de compra. Todo esto último sucede en dos o tres días. Existe un aseguramiento de la operación impropio o más bien ficticio, ya que este se cierra cuando el cuaderno de órdenes está prácticamente cubierto.
Es en la fase comercial donde se malogran las operaciones, bien porque no despiertan el suficiente interés, bien porque el precio no satisface a la empresa o a los vendedores.
¿Dónde están nuestros bancos de inversión, sociedades de valores, que tanto éxito tuvieron hace 25 años?
No vamos a analizar las razones por las que no salen a cotizar más empresas, sino por qué fracasan tantas que sí lo intentan. Para empezar, veamos cuáles son esos bancos de inversión que coordinan las operaciones. En la última empresa que ha anunciado su interés, Astara Mobility -del grupo Bergé-, los coordinadores parece que son Morgan Stanley, BNP y HSBC. De las otras siete operaciones, además de Morgan Stanley y BNP, leemos Goldman Sachs, JP Morgan, Citi, Barclays, Rothschild y Santander. Choca este último, único nombre español que aparece con timidez en la lista. Respecto a la fase comercial de la OPV u OPS, los nombres de los adquirentes no son públicos; ahora bien, parece que la lista tampoco es amplia y siempre la misma. Además, muy pocos grandes gestores internacionales realizan una función de liderazgo y arrastre, de forma que, si no muestran interés, ningún otro se atreverá a entrar en la operación. Y esto es así se trate de operaciones de miles de millones de euros o de unos pocos cientos de millones.
La principal razón del fracaso es que no hay un mercado local para estas operaciones, ni aún para las pequeñas. España es un país periférico, con un mercado de valores aún más pequeño, cuyo peso en la capitalización mundial es casi irrelevante. Parece lógico pensar que estas empresas medianas son conocidas en el ámbito nacional, por lo que solo despiertan un interés natural en nuestro país. ¿Dónde están nuestros bancos de inversión, sociedades de valores, que tanto éxito tuvieron hace 25 años? Han desaparecido, adquiridas por entidades extranjeras en su mayor parte y no sustituidas por otras locales. ¿Por qué? Porque se ha convertido en un mal negocio.
¿Y los particulares que siempre han acudido con fuerza cuando había tramo minorista (que casi siempre lo había hasta hace quince años)? Ya no hay ese tramo, porque los bancos de inversión no tienen clientes particulares, con la satisfacción del supervisor, que se ahorra las reclamaciones si una colocación sale mal, es decir, cuando empieza a cotizar a un precio inferior al de salida. Pero ¿no es una contradicción que una salida a bolsa excluya a los inversores particulares? Entonces, ¿para qué cotiza?
Finalmente, ¿y nuestros inversores institucionales? Los fondos de inversión españoles solo tienen un 17% invertido en renta variable y además muy vinculada a un índice, al que no pertenece la nueva sociedad cotizada. Hay fondos de gestión activa que sí serán destinatarios potenciales de estas colocaciones, pero no en cantidad suficiente.
Estamos ante un caso más en que unos cambios en la regulación y una determinada orientación supervisora acaban con una industria que tan buenos resultados dio al sistema financiero español. Si se argumenta que es un problema europeo, el ejemplo sueco lo desmiente.
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