Hay labios que saben a despedida, a vinagre en las heridas, a pañuelo de estación.  

Hay adioses que se dan con saña y bofetada, que se dicen labrando la tilde de la “o” de ese adiós con todo el cincel de dientes y el martillo percutor de la lengua, cerrando por fuera la puerta que abandonamos mientras dejamos atrás el rumor de una fórmula de partida tan recia y añosa como nuestras convenciones sociales.

Despedirse, marcharse, irse -o que lo echen a uno-, un borbotón de verbos cuasi-reflejos con los que enunciar y edificar el colofón de una experiencia tan humana como incómoda, con los que denominar el arte y la acción de salir (bien) de los sitios, poniendo nombre y método a un episodio tan íntimo, errático y peculiar, que casi nadie ha logrado dominarlo, pues nos cuesta terminar con aquello a lo que ya no pertenecemos ni por fuerza nos pertenece.

Saber alejarse, abandonar las cosas y los lugares, saber estar y saber marcharse, aprender, acaso, a transitar sin detenernos por los sitios, por las relaciones, las responsabilidades y los honores, con la conciencia de que todo, absolutamente todo en lo que nos embarcamos en la vida, tiene un final al que sólo podremos verle la espalda. Sin embargo, uno llega a los sitios, pasa por ellos, se impregna de otros y mancha a los demás con sus cosas, sus ideas, sus problemas, sus defectos y sus arrebatos de gloria, ira y optimismo, pensando, tal vez, que aquello que hoy pisamos por primera vez será nuestro Sangri-Lah, el lugar al que uno arriba para quedarse y remansar el alma, aunque la realidad nos demuestre que en este campo siempre triunfó la ansiada paridad: tantas veces llegas como te vas, verdad simétrica y causal frente a la que nada podemos hacer.

Como en esos capítulos primeros de Fiesta de Ernest Hemingway, es la nuestra una sociedad que celebra con alegría, aparato de afectos y salpicón de fanfarria lo que empieza, que ensalza las bienvenidas, que se regocija en la llegada y en el abrazo de lo que asoma, despunta y descuella, pero que, ay, reserva un lugar umbrío y esquinero a las despedidas. Estas separaciones terminan siendo todas una secuencia de gestos tristes y contenidos, un refugio para la condescendencia oportunista de los mediocres y la sementera del desdén con el que trafica el que se queda, consciente de que aquél que se marcha, el que abandona la dignidad de la tribu y la seguridad de la región, merece, como poco, la contención del gesto y la escaramuza afectiva que preside el trance de una despedida anticipada, desleal y acaso inesperada.

Visto desde el lado del fugitivo, las cosas tienen un carácter emancipador bien distinto. La vida nos regala, a veces, la ocasión fungible y razonable de marcharnos de los sitios, de cerrar el portillo y virar nuestros pasos hacia la salida, con la mueca apresurada y el alivio del que escapa, pensando, quizás, en ajustar cuentas con los que se quedan o, las más de las veces, en no molestar ni comprometer el endoso de los que, entre aquéllos, acabarán echándonos de menos.

Hay despachos ministeriales, alcobas, economatos, noviazgos y hasta asociaciones de vecinos, equipos de curling o clubes de belenistas de los que uno se va grave, solemne y perfumado de dignidades, con aparato de gesto y ademán protocolario y grandioso, con un adiós-hasta-siempre que es el pináculo más vistoso de una decisión personal pura y prístina, del ejercicio -cada vez más raro- de la libertad (de irse), un legado efímero de aquél que se marcha entre aires de incomprensión y la sacudida vivificante de esos adioses libertadores que se pronuncian con el consuelo de dejar atrás etapas, lugares, sucedidos, utillaje de cosas y tantas personas que ya no nos gustan, nos molestan o no nos aportan casi nada.

Ya sólo nos quedan los emoticonos y las opciones de silenciar el móvil para reconocer nuestra ominosa rendición a las cosas del momento, esperando, tal vez, levantar el ánimo con la indignación frente a algún adiós tramposo y punible como aquel del Procés

En otra época y en otro país sin el baldón de la cancelación, tuve un profesor de Derecho Natural que defendía, sin arrobo, que el suicido era cosa de folclóricas, toreros y artistas de circo, algo que, por alguna razón, hoy recuerdo mejor que los fundamentos de la Teoría Pura del Derecho de Kelsen, que también escuché de su boca, que todo en ella era trino clásico y sapiencia helénica. Trasponiendo esta forma de pensar y organizar, casi de realismo mágico, a cuanto vengo explicando, uno quisiera pensar que esta heteróclita categoría de adioses libres, ejemplares y manifiestamente simbólicos es privilegio de reyes, potestad imperial de la que disponen a su antojo todos los eméritos en la historia, expresado en todas las épocas y geografías.

El retiro de Carlos V en Yuste, la huida hacia la gloria de Éric Cantona que hizo enmudecer a la corte del Manchester United, la osadía del enigmático prófugo alemán Joseph Ratzinger, capaz de desafiar a la curia y de dejarlo todo para refugiarse bajo las parras de Castel Gandolfo, la discreta despedida de los escenarios de José Luis Perales, Neil Diamond o Miliki o la mercadotécnica retirada de Barack Obama, bien podrían encajar en esta taxonomía de adioses mayestáticos dramáticamente libres y corales, aunque esta categoría de despedidas no se ajuste, por ejemplo, a la horma de las babuchas que calza Don Juan Carlos I en Abu Dhabi ni a la ejecutoria desubicada e incómoda de nuestros expresidentes del Gobierno -nadie les enseñó ni los preparó para decir adiós- en una democracia que tampoco ha previsto altar dorado ni rol institucional digno para ellos.

Si hablamos de adioses, hay también esos otros más funestos que acontecen y huelen a percance y que son, en suma, el contrapunto de estas despedidas teatrales y dignísimas que preparamos de manera minuciosa en las noches de insomnio, pensando en la música y los detalles que acompañarán al gesto irrevocable y grandioso de nuestra partida. Son esas otras, separaciones forzosas y causales que no participan de la dignidad, del atavío ni de la delicada miniatura de las huidas libertadoras de aquellos que musitan un emancipador “que os den” mientras cierran con ostentación la puerta a su espalda, dando a entender a quienes aguardan dentro que ellos el paraíso lo tienen delante y nunca detrás a vuelta de retrovisor.

De estos otros adioses que son el envés del acto soberano y libertino de marcharse voluntariamente de los sitios está llena la literatura del XIX, aunque tal vez el cesante Villaamil de la novela Miau de Pérez Galdós sea la manifestación más estomagante y estructurante de estos adioses forzados de cuantas hemos conocido, con permiso de la honesta fuga de Jane Eyre o de los más contemporáneos y más prosaicos ceses de los entrenadores de fútbol, valga el de Vicente del Bosque por todos ellos, que fue despedido del Real Madrid por no tener, ni de lejos, el charme para el tiro de cámara ni los ojitos azules del efímero Carlos Queiroz, mucho más guapo, desde luego, que el genio salmantino.

Son estas otras partidas forzosas, involuntariamente ejemplarizantes y casi siempre discretas, esas que cuelgan tensas del precedente de un error, de la percha de un accidente singular, del fin de un ciclo laboral o del pecado que no se tuvo que cometer, las que peor llevamos pero mejor terminamos encajando, pues tienen tanto de símbolo y rito como de elipsis, ya que muchas veces, por convención social y hasta por vergüenza, ocultan las razones y el origen del colofón que se despliega ante nuestros ojos.

Un ERE, unos cuernos, un falta disciplinaria, un exceso de talento incompatible con la gloria del maestro y fundador de la escuela de pensamiento o de una vanguardia literaria, una disputa con un enemigo íntimo en la sede del partido o la facción, no haber cumplido los objetivos del semestre en la consultora Big Four, sestear en la garita o ser descubierto metiendo la mano en la caja del supermercado constituyen, acaso, la fenomenología y causa más frecuente de estos adioses obligados y desdeñosos, que expulsan al cesante a la vida inhóspita de los parias, a las colas del INEM y al frío y la soledad de quienes no caben más en nuestras organizaciones perfectas y luminosas.

Tienen estos adioses orillados mucho de indulgencia incómoda y de protocolo frío y acelerada conveniencia, pues aunque se nos despache recordándonos que todo lo que somos cabe en una caja de cartón con el logo de la empresa o se nos invite a marcharnos con un breve, un burofax y hasta con el abrazo emocionado del bedel que nos acompaña a la calle, aunque se enmascare, digo, nuestra despedida con la entrega nerviosa de la taza, la metopa o el vino del coronel, con el obsequio de un tarjetón con las firmas temblorosas -te echaremos de menos, Paco- de nuestros conmilitones de departamento de calidad o se nos castigue con la entrega urgente de un paquete de Seur con la ropa, el gato y los enseres que horas atrás colgaban de las perchas de la casa de la novia, todos estos adioses se articulan alrededor de una suerte de pacto de no-agresión entre víctima y victimario, pues la vida continúa, la reputación hay que levantarla y esto pasa en las mejores familias.

Si hablamos de otros escenarios más superficiales, de otras facetas en los que los adioses terminan por ser pronunciados, el siglo no nos lo está poniendo fácil. Partir, despedirse, ahuecar el ala son facetas de un arte que no nos enseñan ni aprendemos a fuerza de practicarlo.

Hace tiempo que entre nosotros menudean las fórmulas transaccionales, los modismos ni fu ni fa como ese “hasta luego”, a veces transmutado en un tramposo “hasta pronto”, soluciones que lo atrapan a uno sin dejarlo escapar del carrusel convencional de las relaciones humanas, manteniendo la esperanza vana en un porvenir de alteridad, en la conjetura del regreso, en el nervio y la hipótesis del reencuentro con esos seres a los que no piensas ver más, aunque no pocas veces les regalemos estas expresiones de transición, de manera acrítica y candorosa, al inspector de hacienda, al médico que nos obsequia con un tacto rectal o al gilipuertas que nos regaña por sacar la basura tres minutos antes de hora.

Hubo una época más sobria en el país para la gestoforma y la ejecutoria de las despedidas, que acabó, creo, cuando desaparecieron los sombreros, los relojes de cadena, el trato de usted a los padres y a los maestros y los paquetes de galletas María de kilo, casi en la misma fecha en la que se produjo el cataclismo socializante que hoy nos obliga a tolerar -sin un mohín- a los ignorantes, a llamar y ser llamados bro, pana o hermano o quenos condena al banco de las galeras de los chats, pues es más perseguible ya abandonar un grupo de WhatsApp montado para organizar la fiesta de fin de curso de los niños de 2017 o el de la derrama para el alicatado de la escalera del apartamento que vendiste hace un lustro que reconocerse tozuda y voluntariamente analfabeto y ágrafo, ya tú sabes.

No volverán más esas convenciones educadas que abusaban del buenos días y el buenas tardes como sobria y cauterizadora cláusula de cierre de una conversación por mal que ésta acabase, y por definitivas y centrífugas que fuesen sus consecuencias. Muertos ya, Don Pío Baroja, Francisco Umbral, Fernando Fernán Gómez, egregios integrantes de esa estirpe de genios malhumorados en cuyas voces pondríamos, sin dudarlo, estos adioses rotundos y definitivos ya sólo nos quedan los emoticonos y las opciones de silenciar el móvil para reconocer nuestra ominosa rendición a las cosas del momento, esperando, tal vez, levantar el ánimo con la indignación frente a algún adiós tramposo y punible como aquel del Procés, ahora convertido en el imaginario coyuntural y meloso de las amnistías en una cabalgata de unicornios, hadas y Jordis, tan inocua y pintoresca como fraternal y edificante.

Sólo hay un adiós que uno no sabe, ni quiere, ni espera pronunciar, una despedida dolorosa que nos empuja, sin red, a un plano de viva humanidad para el que nadie nos prepara: ese es el adiós a los seres queridos, a los que se van -siempre- antes de tiempo, y para el que no hay paliativos, planes quinquenales ni fórmulas de alivio, y que uno descuenta en un proceso de enajenación mental transitoria vivido entre el vapor albo de los tubos fluorescentes de los tanatorios, el Derecho Funerario y los mármoles horrendos de estas grandes superficies del duelo que jalonan nuestros polígonos industriales.

Hay una edad en la que uno, como decía Isaiah Berlin, es ya como los taxis, sólo iría a los sitios cuando lo llaman. Por no despedirse. Y nos vamos acercando.

Hasta pronto.