Decía un conocido jurista a comienzos del siglo XIX, José Marcos Gutiérrez, autor de la famosa Práctica Criminal de España, “que los indultos de los Soberanos a favor de los delincuentes son una injusticia hecha al público o a la sociedad; que el primero o uno de los más principales deberes de la soberanía es el cuidado más vigilante de defender y conservar la seguridad pública y la tranquilidad de los ciudadanos; que la clemencia contraria a tan sagrado deber lejos de ser una virtud digna de este bello nombre es una debilidad del Gobierno o una injusticia manifiesta, y que solo debe mostrarse un Soberano clemente no en mitigar o suspender del todo el rigor de las leyes injustas y crueles sino en la corrección de ellas, o en el establecimiento de otras justas y suaves: que cada gracias concedida a un reo es una derogación de la ley; que si la gracia es justa o equitativa, es la ley mala, y si la ley es buena, la gracia es un atentado contra la ley, por manera que en el primer caso es menester abolir la ley, y en el segundo rehusar la gracia”.
Esta idea ha permanecido y perdurado a lo largo de los años, de modo que un siglo después, el ilustre catedrático de Derecho penal de la Universidad de Madrid, Luis Silvela, pudo decir que el indulto remite o aminora la pena por razones de justicia, equidad o conveniencia pública, sin que pueda perjudicar los derechos o intereses de terceros (de ahí que, si así fuera, haga falta el perdón de ese tercero) y sin que sea posible dar esos indultos con carácter general, no nominatim a determinados delincuentes, porque eso, por sí, excluye ya la causa de la justicia, la equidad o la conveniencia para dar paso a la de público regocijo.
Y como también recordaba ese mismo catedrático a comienzos del pasado siglo XIX, la amnistía consiste en el olvido del delito, pretende conseguir que la generación que vio cometer el delito lo olvide o, al menos, que el poder público obre lo mismo que si jamás se hubiere cometido. Aquí ya no se tienen en cuenta razones especiales que concurren en determinadas personas que aconsejen que no se aplique la pena, sino que concede mirando a la paz y la conveniencia del Estado. La amnistía, como decían los ilustres escritores de la Enciclopedia española de Derecho y Administración (Siglo XIX), es un acto de alta política, por el que los gobiernos, después de las perturbaciones o trastornos de los pueblos, hacen nula la acción de las leyes, echando el velo de un eterno olvido sobre ciertos delitos que atacan al orden, la seguridad y las instituciones fundamentales del Estado.
Como se ve, todo este lenguaje, y estas instituciones de la amnistía y los indultos generales, es propia de las convulsiones políticas y sociales del siglo XIX y comienzos del XX, tiempos en los que la vida nacional oscilaba entre cambios de régimen, persecuciones políticas, ajusticiamiento, exilio y encarcelamiento de adversarios e, incluso, guerras civiles. Por eso, a finales de los años veinte del siglo XX, Jiménez de Asúa pudo decir que si bien el ejercicio del derecho de gracia, a través de la amnistía y el indulto, trata de evitar, en nombre de la justicia humana, las injusticias reales que de la estricta y rigurosa aplicación de las disposiciones del derecho vigente puedan provenir, esas formas de gracia cada vez se van haciendo menos frecuentes porque se van haciendo innecesarias, pues el fin que con ellas se persigue se puede realizar con otras instituciones de origen moderno, tales como la libertad condicional, la sentencia indeterminada, la condena condicional, etc.
Y la amnistía también es una institución obsoleta, de otros tiempos, que atiende a la idea que ha condenado injustamente a cientos y cientos de ciudadanos
Por tanto, desde la caída del Antiguo Régimen y el advenimiento de los estados modernos, regidos por el imperio de la ley y el derecho, y no por la voluntad omnímoda del monarca, la idea de que la ley, nacida de la voluntad popular, no debe ser derogada ni enmendada por el soberano, haciendo este uso de la prerrogativa de la gracia, es indiscutible. Y solo allí donde la ciega aplicación de la ley al caso concreto haya provocado una injusticia particular está justificada, para el caso concreto, ese ejercicio del derecho de gracia a través del indulto particular para lograr que se modere dicho rigor. Pero las derogaciones generales de la pena a través de los indultos generales, que no atienden a la posible injusticia concreta y particular que la aplicación de la pena puede provocar en un caso específico, son inaceptables.
Y la amnistía también es una institución obsoleta, de otros tiempos, que atiende a la idea que ha condenado injustamente a cientos y cientos de ciudadanos, o que ha reprimido o impedido el ejercicio de sus derechos individuales o sociales. Es por eso que hay una mínima exigencia de reconciliación y perdón general, de borrado de esos delitos que solo buscaban estigmatizar y expulsar del sistema al disidente, y de necesidad de un nuevo comienzo. Eso fue lo que sucedió en el 1977, tras un régimen como el franquista que exigía un nuevo comienzo conciliador.
Pero instaurado un régimen democrático, la misma idea de pensar que hace falta una amnistía para perdonar delitos comunes contra el orden constitucional y la Administración pública, que han sido justamente juzgados y condenados, es absolutamente inaceptable, por principio. Por eso la Constitución no menciona la amnistía; no la puede mencionar, porque mencionarla y aceptarla como mecanismo válido para, eventualmente, olvidar la comisión de determinados delitos que están en vigor supone aceptar la vigencia de un orden jurídico injusto, en su misma existencia o en su aplicación. Por eso la amnistía es radicalmente contraria e incompatible con la propia esencia de la Constitución de un régimen social y democrático de derecho como el español.
Y la justificación que ahora se nos ofrece para aprobar una ley de amnistía es, bajo todo punto de vista, inaceptable; primero, porque se pretende resucitar una institución obsoleta y anacrónica, pensada para otros tiempos y para un marco histórico que ahora ya no existe; segundo, porque decir que va a mejorar el “problema catalán” o la convivencia futura en Cataluña es tan vacuo como decir que servirá para hacernos a todos más felices (también nos dijeron eso de los indultos y parece que no era cierto porque ahora hace falta la amnistía); y, tercero, porque la única realidad indiscutible es que la amnistía se está pactando para lograr los votos necesarios para obtener la presidencia del Gobierno, luego no se está contemplando el beneficio de toda la nación sino solo en el de unos pocos (los amnistiados y el futuro presidente de Gobierno).
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