Las convicciones democráticas suponen algo más que el cumplimiento estricto de las leyes. En un Estado de Derecho, hasta los que defienden modelos totalitarios están obligados a ello. Por tanto, no debería ser un mérito ceñirse a la legalidad, porque a los políticos eso se les debería suponer, como la valentía a los legionarios.
Manifestarse delante de la sede de un partido político, como hacerlo delante del Congreso o frente al domicilio de un diputado o un ministro, puede ser legal, pero es incompatible con un principio básico de la democracia: el respeto a las opiniones ajenas y a las personas y símbolos de la soberanía popular.
Cuando se rodea la sede de un partido político -sea el que sea- se está atacando directamente a una institución democrática. Eso es lo que lleva pasando varios días delante de la sede central del PSOE en Madrid.
Las concentraciones comenzaron el fin de semana pasado. A la del sábado acudió la ex presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre. Aunque ella fue a "título personal", es evidente que, para mucha gente, Aguirre es una dirigente del PP, y, como tal, aparece en las tertulias televisivas en las que participa.
Feijóo tenía que haber condenado desde el primer día las concentraciones en la sede del PSOE. Esa indefinición ha permitido que el Gobierno y sus aliados sitúen al PP junto a Vox y los ultras nostálgicos
El PP no dijo nada durante ese fin de semana, cuando todavía no se habían producido incidentes graves. Es más, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, no sólo no la criticó, sino que justificó su presencia: "Ni tiró adoquines ni incendió". ¡Sólo faltaría eso!
El lunes 6 de noviembre la concentración, respaldada por Vox, ya tomó otro cariz. Hubo enfrentamientos con la Policía, que lanzó gases lacrimógenos a los manifestantes. Al día siguiente, la portavoz del PP en el Congreso, preguntada por los periodistas, se limitó a decir: "A mí no me gusta". Pero se negó a condenar las concentraciones. Es más, lo que sí criticó fue la actuación de los antidisturbios. Vox apeló incluso a la desobediencia de los agentes ante las órdenes de sus superiores, que Abascal dio por hecho que partieron del delegado del Gobierno en Madrid, Francisco Martín Aguirre.
Núñez Feijóo dijo en un tuit el martes 7 que "el malestar social es responsabilidad de @sanchezcastejon". Llamó a manifestarse pacíficamente el domingo, pero no condenó las concentraciones en Ferraz.
El martes por la noche pasó lo que era evidente que iba a pasar. La concentración en la sede socialista se convirtió en la ocasión para que los grupos ultras y neonazis protagonizaran un enfrentamiento violento con los antidisturbios que provocó 39 heridos.
En una práctica poco habitual -ojalá ocurra así siempre- el Telediario de TVE de las 21 horas mantuvo su conexión en directo con la calle Ferraz durante más de un cuarto de hora cuando ya había concluido el informativo. Todos pudimos ver la actitud violenta de algunos de los concentrados y escuchar sus alaridos. Parecían hooligans al final de un partido después de haber tomado varios litros de cerveza.
Me imagino que el presidente del Gobierno estará preocupado. Pero, al mismo tiempo, satisfecho, al ver que la indignación legítima y justificada por la negociación de una ley de amnistía hecha a la medida de los independentistas se transformaba a la luz de esas imágenes en una algarada callejera de grupos de extrema derecha.
El PP ha caído de nuevo en la trampa. Si, desde el primer momento, hubiera condenado las concentraciones en Ferraz se habría blindado frente a las críticas del Gobierno y sus aliados políticos y mediáticos de tibieza y comprensión respecto de unos hechos graves que sí apoyó claramente Vox, algunos de cuyos líderes participaron en las concentraciones.
Si Feijóo hubiera actuado con contundencia, sin miedo a condenar los escraches, ahora tendríamos claramente delimitada la protesta democrática contra una humillación sin precedentes por parte del Gobierno y la kale borroka con la que algunos pretenden doblarle el brazo a Pedro Sánchez.
Sin duda, el presidente es responsable del clima social de enfrentamiento que se vive en los últimos días tras conocerse las cesiones que está dispuesto a hacer para lograr los votos necesarios para su investidura. Esa estrategia de la tensión le viene muy bien a Sánchez, ya que él se coloca como víctima de los grupos ultras en los que habitan los nostálgicos del franquismo. Él se coloca como la moderación, el diálogo, frente a los que lanzan piedras a los agentes del orden.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, salió al quite el miércoles pidiendo la detención de los alborotadores y su puesta a disposición judicial. Feijóo, más tibio, ha dicho en el Senado que "la violencia no tiene cabida en democracia y su impunidad tampoco". Cinco días tarde.
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