Sánchez llegó al Congreso con la sonrisa de tres meses puesta, como el que llega por la mañana con la sonrisa de la noche puesta, una noche en la que triunfó o amó o canalleó o sobrevivió, o todo eso a la vez. Luego Sánchez llegó a reírse a carcajadas, ahí en la tribuna del Hemiciclo como en una fonda, en el único gesto auténtico que le recuerdo, burlándose de ese pobre Feijóo que no era presidente porque no quería (quién no querría ser presidente a costa de perder alguna noche, alguna moneda o incluso el alma). En esa risotada liberadora, casi una arcada de sinceridad, Sánchez se desnudaba con el estremecimiento del cuerpo y de la verdad, como en las vomitonas o lloreras de los borrachos. Pero más significativa me pareció a mí su sonrisa, que era esa sonrisa que prolongaba la buena noche o borraba la mala noche, el vino caliente de la mentira y de la vergüenza de ciertas noches, incluso las noches en las que triunfas. Cuando empezó a mencionar mucho la Constitución, esas ganas de ser constitucional como de ser mocatriz, y a pasear en góndola por Europa, y a sacar a la derechona del baúl de los acordeones y los sombreros, me di cuenta de que Sánchez lo había borrado todo y empezaba de nuevo, como trayéndonos churros tras la noche triunfal o criminal.
Con clavel de sonrisa y saludos a los ujieres como a los barrenderos, como cuando vuelves de la juerga, del atraco o del adulterio, Sánchez regresaba al principio. Hemos vuelto todos al principio, que aquí no ha pasado nada salvo lo que ha estado pasando toda la historia, la derecha y la izquierda, el progreso y la reacción, los ricos y los pobres, todos como en un pasacalles grotesco de gigantes y cabezudos de pueblo castizo, amurallado y matancero. Sánchez había reseteado la España de los últimos meses, en los que ha negociado su presidencia con delincuentes a cambio de monedas, impunidad y negación y humillación del propio Estado de derecho y de toda nuestra historia democrática. Fresco, encoloniado, recién venido de los brazos del amor y de las floristas, de la concordia y de los panaderos, nada de eso existía ya. Sólo volvía a estar el franquismo en las plazas, con su caballo cojonciano, y los hombres tristes y ávidos de la derechona con su sombrero de piedra y sus botas con espuelas. Y Sánchez volvía a estar ahí, para salvarnos o para seducirnos, como siempre.
Sánchez emprendió el vuelo pronto, que después de saludar brevemente a los manifestantes pacíficos de estos días, así como extendiendo su saludo de juerguista a los transeúntes recién despertados, enseguida estaba ya con el feminismo, con el cambio climático, con la inteligencia artificial, con Palestina, con la Europa vienesa o carolingia en la que yo creo que él se ve un poco como el gracioso e impúdico Manneken Pis, con su chorrafuerismo barroco admirado inocente o traviesamente por todos. Sánchez se alejaba de España, se iba a las nubes a las que llega su grandeza o su chorrito, yo creo que impulsado por esa vocación de mocatriz que decía yo, esta vez una mocatriz internacional, una vedete con francés de Cuenca en el Folies Bergère o algo así. Sánchez se alejaba de España, o se alejaba sólo de estos últimos meses, tan sórdidos, para irse a una atemporalidad olímpica que a mí me chocó mucho. La gente esperaba la defensa de la amnistía pero él empezaba como con una defensa beethoveniana de toda la humanidad, que a él le cabe toda la humanidad y más.
Sánchez es el enemigo más potente, cercano y pesado que tiene Sánchez, y ahora anda persiguiéndolo, diciéndole lo mismo que le dice Feijóo
Sánchez, simplemente, huía de lo que lo había llevado allí, no quería pararse en la barbaridad que lo había llevado allí, o sólo se paró después de viajar largamente en globo por todo lo bueno y hermoso que tienen el progreso o su persona, especie de Napoleón apolíneo de la socialdemocracia. Se llevó toda la sesión huyendo de su realidad, de su verdad, de su pasado, que es lo que ha hecho siempre, y lo mismo que llegaba hasta Israel, hasta el Danubio, hasta el Diluvio o hasta la extinción, llegaba hasta Javier Arenas, o hasta el Feijóo de los 90 como un Nacho Cano de los 90. A mí me parecía mala táctica, porque si Sánchez tenía que irse hasta los puros de Aznar, los garbanzos de Fraga o los Cien Mil Hijos de San Luis, a Feijóo y al españolito les bastaba con llegar hasta el Sánchez de hace unos meses, negándose a sí mismo, como lleva toda su vida política negándose. Con eso de la derecha reaccionaria y con bucles, así como de la Pimpinela Escarlata, con ese PP indistinguible de Vox (Vox es para Sánchez como esa Virgen del Rosario del tío del rosario de la manifa), yo creo que Sánchez sólo quería huir de él mismo. Sánchez es el enemigo más potente, cercano y pesado que tiene Sánchez, y ahora anda persiguiéndolo, diciéndole lo mismo que le dice Feijóo y hasta el del rosario de Wojtyła con Niño Jesús de surtido de polvorones.
Sánchez se daba un paseo por el mundo y por el sinfonismo para llegar al PP, pero en realidad sólo llegaba a él mismo, que ése es su problema. Todo sonaba a proyección psicológica o a exorcismo con mantra, con esa insistencia en pronunciar Constitución, valores constitucionales, valores democráticos, democracia, por si la repetición de esas palabras las reconvertía de irónicas en redundantes. Pero sus valores democráticos han llevado a los jueces de todos los colores y sensibilidades a subirse espantados a la mesa, arremangándose los faldones como la señora que ve un ratón en el comedor. Y han llevado a The Wall Street Journal a afirmar que Sánchez ha resultado una alternativa peor que el supuesto coco de la derechaza o ultraderechaza. Sin duda Sánchez no estaba asumiendo los valores democráticos sino redefiniéndolos: la democracia es él, la Constitución es él, sin importar mucho lo que es la democracia ni lo que dice la Constitución, como no importa lo que haya dicho él mismo un rato antes.
Sánchez llegaba sonriendo después de su noche de donjuán o de asesino, todo se había borrado o todo se había embellecido con el amanecer, como en los cuentos de cementerio. Sánchez llegaba sonriendo después de asaltar balcones y el propio Estado de derecho, y encima trazaba una línea de fe o de vanidad: a un lado, él, la democracia, el progreso; al otro, la ultraderecha, el franquismo, los ricos con ojos de dólar y el tío del rosario harto de misas y moscatel. Trazaba la línea pero luego huía, no fuera alguien a pensar que ninguna ultraderecha iguala aquí a sus socios de ultraderecha, a ese Puigdemont con morrión de flequillo, y que no puede haber democracia donde no hay imperio de la ley o, aún peor, donde el imperio de la ley se puede comprar por siete votos o un polvo bandido en la cama de agua de la Moncloa, con bola de discoteca encima.
Sánchez llegaba sonriendo, con efluvios de galán estafador, o llegaba como bufón de sí mismo, que pare reírse o sonreírse de alguien Sánchez tiene primero que reírse o sonreírse de sí mismo. Llegaba sonriendo, pero ahora es él el que amenaza con el fin del mundo si no gobierna, ahora es él el augur de las catástrofes y el profeta del odio. No son verdad ni su progresismo, ni su concordia, ni su constitucionalismo, ni su derechaza, ni las excusas y mentiras con las que pretende vendernos todo eso. De todas formas, da igual porque hemos vuelto al principio. Aquí no ha pasado nada, sólo están la izquierda y la derecha de siempre, y Sánchez que nos va a salvar no ya de Feijóo ni de Abascal sino de doña Carmen Polo de Franco. No sirven la lógica, ni la memoria, ni la experiencia, no sirven las evidencias ni los espejos que le ponía y le seguirá poniendo delante Feijóo a ese presidente de buen humor y mala leche mañaneros. “Yo creo en España”, llegó a decir Sánchez, como en el comienzo de El Padrino. Y sólo España lo podrá echar de su política y de su cama. Ya hay que tener cara para traernos churros después de tan mala jodienda.
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