Ahí va otra vez Santos Cerdán, con su cosa de viajante de telas, de comercial de zapatos o de viejo botones de hotelito, demasiado viejo para acarrear el equipaje de Puigdemont, que parece una marquesa con mil sombrereras y jaulas de pájaros. Ahí va otra vez Santos Cerdán, esta vez a Ginebra, que ya tiene la maletita hecha, su maletita de turista accidental, con su traje gris, su neceser de abuelo, su pijama de hospital, su sal de frutas y su muestrario de alfombras para Puigdemont (el mesías indepe un día está orientaloide, como una pitonisa con turbante, y otro día está orondo y vaticano, como un cardenal en una mesa camilla, y hay que estar preparado para todo lo que pida). Santos Cerdán, dedicado y escoñado, raudo y lento, como el criado de un mosquetero, a mí me parece mucho más interesante que Puigdemont. Puigdemont, al fin y al cabo, siempre viene a decir y a pedir lo mismo, pero he aquí que un señor que parece un representante de sobaos o un lechero con burro, y que habla en nombre del Gobierno, va a verlo con hatillo y rosario, igual que un peregrino de Tierra Santa, y eso es lo que marca toda la diferencia.
Santos Cerdán se va a Ginebra con afeitado de estación y una manga de camisa por fuera de la maleta, que parece que va a Alemania a ver a José Sacristán, pero no. Yo creo que la elección de Santos Cerdán aún es más importante que la del mediador internacional, que sólo es un alcahuete diplomático que se dedica a calentar mesas de negociación igual que pajares. Santos Cerdán es un señor hecho todo de hojaldre y cabezadas, como un dependiente de camisería, y que no tiene en Puigdemont un interlocutor sino un cliente. Santos Cerdán no puede negociar nada porque ni siquiera Sánchez ha negociado nada. Todo está concedido y se trata sólo de ir dosificándolo según los tiempos de la realidad y de Puigdemont. Santos Cerdán es la manera que tiene Sánchez de que al personal le parezca que manda a alguien para negociar y que a Puigdemont le parezca que manda a alguien con uniforme de ascensorista antiguo para subirle el baúl con los marabúes y los pantaloncitos tiroleses.
Aquí sólo hay vanidad y venganza de Puigdemont, que quiere humillar al Estado y al señor con boina de todo lo español, y Sánchez, le manda al señor con boina, a que se pierda por los hoteles bulbosos de la diplomacia o quizá de la degradación, como moteles de cuerno
Santos Cerdán se va a Ginebra, o a donde haga falta, que yo creo que la gracia está en llevarlo de un sitio para otro, con lealtad, prisa, tropezones y susto, como si fuera el Passpartout que hizo Cantinflas. Santos Cerdán tiene citas como con Jason Bourne en ciudades de Jason Bourne, y es una manera de insuflarle misterio a algo que no tiene ningún misterio y a un señor que tampoco tiene ningún misterio. Una cita en Ginebra suena a armisticio en un vagón de tren, a encuentro con una rusa lánguida y mortal o a intercambio de microfilmes por isótopos. Pero Santos Cerdán sólo va a con su cepillo de sastre y su aliento de caramelo de café con leche a que Puigdemont lo reciba, otra vez, con los pies en un cojín, entre tapices heroicos y protocolos humillantes de príncipe mogol. Puigdemont está paseando a Santos Cerdán por toda Europa, y quizá ésa es la mejor manera de internacionalizar el conflicto, un poco como se internacionalizaba Alfredo Landa.
Ahí va Santos Cerdán, otra vez, a ver a Puigdemont, y se podría pensar que la cosa tiene algo de cortejo y negocio catetos, como el señor de pueblo que intenta conquistar a la señorita de ciudad con queso de tetilla y la promesa de tierras y esquilmos. Pero aquí no hay cortejo, sólo vanidad y venganza de Puigdemont, que quiere humillar al Estado y al señor con boina de todo lo español, y Sánchez, claro, le manda al señor con boina, que hasta tiene nombre de señor con boina, a que se pierda por los aeropuertos desolados y los hoteles bulbosos de la diplomacia o quizá de la degradación, como moteles de cuernos. Fíjense que Puigdemont se ha atrevido a decirle a Manfred Weber que lo del lawfare “es como la cabeza de caballo en El Padrino, una advertencia de que hablamos en serio”. Y aun así, a Santos Cerdán, reunirse con él, quizá mientras Puigdemont huele una naranja como don Corleone, le parece “sólo una reunión de trabajo”, algo a lo que “no hay que darle más importancia”. Yo creo que tiene razón, que aguantar todo eso es su trabajo y lo está sudando, como el herrero que parece.
Puigdemont dice lo de siempre, quiere lo de siempre, aunque hasta que Sánchez lo necesitó la gente ya no se acordaba de él o lo confundía con Camilo Sesto, entremístico, entredivo, entreolvidado, entremuerto. De no ser por Sánchez, Puigdemont seguiría por ahí, por los balnearios de Europa, fumando en boquilla larga con tocado enjoyado de Sara Montiel, o por las cumbres tirolesas, soplando su trompa alpina, racial, tremebunda y ridícula, y nadie le haría caso. Pero incluso con la rendición de Sánchez, a Puigdemont todavía le faltaba ceremonia, lujo, porteadores, y quizá el botones viejo que viene con champán y fresas, a exhibir ante el triunfador su condición de fracasado, que es la de todo el Estado.
No es Sánchez, al que ninguna realidad toca; ni Puigdemont, que habla como las psicofonías, entre la eternidad, la amenaza y el absurdo. No, el personaje más interesante, fundamental y definitivo es Santos Cerdán. Santos Cerdán, con su cosa de ventero o corsetero, es el que sustancia la servidumbre y la humillación, al menos mientras Puigdemont no exija que el mismo Sánchez le lime los callos, que ya veremos. A la vez, Santos Cerdán es el que mantiene la mentira de que esto no ha sido una rendición, sino que sigue siendo una negociación. Salvo para Puigdemont, claro, que reconoce enseguida al criado de mosquetero o de capo y lo manda a por una naranja, un tinterito o una palangana, que es su trabajo.
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hace 12 meses
Estoy de acuerdo con Pérez-Reverte, Sánchez es un bicho, sabe rodearse de mendrugos para que no le hagan sombra.
El Santos este es un ejemplo de mendrugo elevado al cubo y el gobierno es una banda de analfabetos funcionales; hay uno qie no sabe lo que es un lustro o así.
En fin ¡qué pesadilla!