Cualquier viajero lo suficientemente desinformado que visite la catedral de Ávila puede verse sorprendido, al salir al claustro, por la tumba de un duque -así consta en la inscripción de la lápida- que, sin embargo, por su aspecto y las fechas que exhibe, produce una impresión anacrónica en ese entorno. Sobre ella no se eleva, como cabría esperar, el bulto de una armadura yacente con su espadón y su escudo, rodeada de una intrincada leyenda en latín. Hay que inclinarse hacia el suelo para leer el breve epitafio, que simplemente dice así: “La concordia fue posible”.
Podríamos hablar de quien allí descansa, un tal Adolfo Suárez, progresivamente ajeno al imaginario elemental de las últimas generaciones por su nula presencia en redes -una forma muy moderna y políticamente correcta de excusar la ignorancia-; pero en estas fechas importa más fijarse en la lacónica expresión citada, que, escrita donde está, tal vez podría sonar a indirecta.
Quienes hoy niegan la legitimidad o la perdurabilidad del pacto en que cristalizó se vienen mostrando pertinazmente incapaces de formular una propuesta alternativa.
Y es que la frase en cuestión cobra un sentido especial si reparamos en el tiempo verbal. La demostración palmaria de que la concordia “fue” posible es que estamos conmemorando nada menos que el 45 aniversario de la aprobación de una Constitución que, en opinión de muchos, es fruto precisamente de aquella concordia. La mejor prueba de ello es que quienes hoy niegan la legitimidad o la perdurabilidad del pacto en que cristalizó se vienen mostrando pertinazmente incapaces de formular una propuesta alternativa, apta para ser aceptada -como en 1978- por la mayoría y en la que además podamos caber todos. Al contrario, ese es un terreno en el que, como cantaba Labordeta, de tiempos para esta parte vamos camino de nada.
Que el texto constitucional aprobado por una abrumadora mayoría de aquella sociedad recién salida del blanco y negro haya ido mostrando desajustes e insuficiencias al paso de los impensables cambios que, en todos los aspectos imaginables, nos ha deparado el transcurso de este casi medio siglo, no tendría por qué resultar especialmente preocupante. Los juristas norteamericanos llevan más de un siglo enzarzados en una interesante disputa acerca de si su Constitución ha de ser aplicada conforme al rígido tenor literal o puede ser interpretada evolutivamente, y eso que ellos han logrado enmendarla muchas veces con una soltura jurídicamente impensable -y hoy políticamente impracticable- para nosotros. En la medida en que perdure un consenso esencial sobre sus valores y sus principios, los problemas aplicativos de una Constitución abierta como la española se resuelven con un poco de sensibilidad y buena técnica jurídica, basada en un debate de calidad. El problema está precisamente en la pervivencia de ese consenso básico. En el temor de que aquella Constitución de la concordia pueda estar mutando su naturaleza, infectada por el virus de nuestra tragedia histórica, en todo lo contrario: un objeto de discordia. Pero no a causa del rechazo pasivo o activo de quienes abiertamente no comparten sus valores, riesgo que el modelo de democracia no militante que la propia Constitución consagra (STC 48/2003, entre otras) asume y resuelve. No. Lo malo es el papelón de quienes nos sorprenden a diario desde dentro haciendo gala de su sana intención de respetar, hacer respetar y hasta fortalecer la Carta Magna… tirándosela a la cabeza unos a otros. Igual sería mejor repasar atentamente se lectura completa.
De todos modos, cada uno ve su propia parcela de la realidad. Resulta que, según la última memoria publicada, en 2022 los ciudadanos de este país volvieron a inundar el Tribunal Constitucional con 8.528 demandas de amparo, que son 234 más que el año anterior, 2.000 más que en 2020, casi 1.000 más que en 2019 y exactamente 1.610 más que en 2018. Y eso que desde la reforma de su Ley Orgánica operada en 2007, la posibilidad de obtener del máximo intérprete de la Constitución una respuesta de fondo a las pretensiones individuales de tutela de los derechos fundamentales se ha visto severamente reducida. Pero más allá de las cifras, cualquier jurista sabe que no hay prácticamente procedimiento judicial en el que no se invoque la Constitución o no se debata sobre su aplicación al caso concreto. Así que, pese al ruido que nos atruena desde las tribunas públicas y publicadas, algo parece sugerir que crece el número de quienes siguen confiando en el valor normativo de esa Constitución imperfecta, tal vez algo envejecida por la dificultad endógena y exógena que obsta a su actualización, y en ocasiones burdamente manoseada e instrumentalizada.
Muchos de ellos nacieron cuando ya se percibía como algo usual -y por ello también susceptible de cierta banalización- la presencia de una Constitución democrática en el centro de nuestra forma de relacionarnos, primero, con el poder, pero también entre nosotros. De hecho, es paradójicamente la transversalidad de sus principios, su capacidad de penetración capilar en nuestra vida cotidiana, lo que explica la rampante espiral de tentativas de apropiación y hasta falsificación de su marca comercial. Si estamos acostumbrados a escuchar cada día en el teatrillo público hiperbólicas proclamaciones de cualquier cosa y su contraria en nombre y defensa de la (misma) Constitución, es porque su invocación renta. Quizá más que practicar sus valores.
De ahí que, contra todo pronóstico, el mayor mérito del vigente texto constitucional no proceda ya de su origen, fruto de una España en la que, aunque ahora a veces se niegue o se olvide, la concordia fue posible, sino de una legitimidad de ejercicio que consiste en mostrar, con sus heridas y sus achaques, la fortaleza que se necesita para encarrilar la discordia dentro de los márgenes de la democracia. Ahí reside, en nuestros tormentosos días, la grandeza de una Constitución que, no lo duden, incorpora las herramientas necesarias para afrontar con éxito ese desafío. Se lo dice, con convicción plena (no confundir con la ingenuidad), alguien que tienen el privilegio de coordinar un equipo de excelentes juristas, fiscales sin ataduras, servidumbres ni miedos, plenamente entregados cada día al uso quirúrgico, a veces complicado, de esas herramientas, en busca de las soluciones que la propia Constitución ofrece.
Eso sí, que nadie se llame a engaño: los resultados serían más satisfactorios si todos, dentro, fuera o alrededor de la política, tuviéramos a bien empujar un poco más (o simplemente un poco) en dirección a la concordia. Es libre darse por aludido.
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Pedro Crespo Barquero es fiscal fjefe de la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional
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