Acaba noviembre. En este undécimo mes del año, hay dos efemérides marcadas a fuego –literalmente y nunca mejor dicho– en la historia reciente del Sahara Occidental. Son dos viernes que, en la medida de cada uno, constituyen un punto y aparte en la historia de esta franja de desierto quemada por el sol y la aridez –en su levante– y bañada por las olas del Atlántico –en su poniente–.
Estamos hablando del viernes 14 de noviembre de 1975, y del viernes 13 de noviembre de 2020. El primero, es un viernes negro, un aciago día en el que el graznido de los cuervos y el aleteo de los buitres, allá en el horizonte, presagia la destrucción y la muerte. Un día que el pueblo saharaui y ¡todos los españoles! –excepto los que forman parte del Gobierno de turno que, al parecer, nada más asumir la cartera, experimentan un cambio súbito de moralidad– conmemoran con la condena más absoluta, expresando su odio al envilecimiento y dejando patente su rabia ante la injusticia cometida aquel 14 de noviembre de 1975.
Ese viernes, siendo Jefe del Estado (en funciones, ya que Franco yacía agonizante en su lecho de muerte) el príncipe Juan Carlos de Borbón –no olvidemos que en la era franquista el Jefe del Estado tiene la última palabra– y presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro; se firmó en el Palacio de la Zarzuela el infame acuerdo tripartido de Madrid, mediante el cual, España entregaba a Marruecos y Mauritania la hasta entonces –declarada en 1958, tres años después del ingreso de España en la ONU– provincia 53 del Estado español. España había vendido –más bien regalado, porque a cambio no obtuvo absolutamente nada– un territorio cuya extensión (266.000 kilómetros cuadrados) equivale a la mitad de la superficie de España. En la transacción, como si de ganado se tratara, se incluía también a todo un pueblo (dueño legítimo del territorio).
Muy pronto, los invasores comprobarían que, lo que aparentemente era un “rebaño dócil” que España les vendió, son, en realidad, feroces leones dispuestos a devorar a cualquiera que se atreva a acercarse a su morada.
El nefasto acuerdo que se firmó aquel día en la Zarzuela, violaba manifiestamente la carta de Naciones Unidas y el derecho internacional; y conscientes de ello, los firmantes, por vergüenza, decidieron plasmar, bajo el título de secretas, la mayoría de sus cláusulas.
Los invasores comprobarían que, lo que aparentemente era un “rebaño dócil” que España les vendió, son, en realidad, feroces leones
En este acuerdo entre tres, el pastel se dividió –solamente– en dos trozos: la porción más apetecible (parte norte del territorio) le tocó a Marruecos; a Mauritania (cuya presencia era meramente testimonial, por no decir casi nula) le tocó el pedazo menos tentador de la tarta (la parte más pobre del territorio); y a España, que patrocinó “la fiesta” y aportó el pastel –como siempre le ocurre cuando negocia con el Majzen– únicamente se llevó la indignidad y la deshonra. Eso es lo único que consiguió España a cambio de su traición, además de la pequeñez y el desprestigio internacional.
Y, para más inri, a partir de ese momento, España quedaría señalada para siempre, a los ojos de la dictadura alauí, como un rival débil al que podría avasallar cada vez que le plazca. Hasan II (padre del actual rey de Marruecos) había abierto una grieta en la soberanía de España, y su hijo –enfundado en el Majzen– no escatimará esfuerzo en seguir ensanchándola, como estamos viendo hoy, con su desaprensivo reclamo de Ceuta y Melilla, e incluso también, de las Islas Canarias; por lo que, en suma, el príncipe Juan Carlos de Borbón y el presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro, al rubricar ese vergonzoso acuerdo, no solo traicionaron a los saharauis, sino también a España, al condenarla a la ignominia y a la permanente servidumbre de Rabat.
Meses antes de la firma del funesto acuerdo, Hasan II, consciente de que Franco, ahora moribundo, estaba fuera del tablero político y su deceso era inminente; y aun sabiendo que muerto él, su sucesor –Juan Carlos I– sería incapaz de hacerle frente, redobló la presión sobre el Sahara Español, infiltrando en El Aaiún agentes (bajo el mando del Coronel Ahmed Dlimi) que cometen diversos atentados terroristas; y acantonando, en el sur del reino, unidades de las FAR que penetran en territorio saharaui, donde llevan a cabo incursiones y se enfrentan al ejército español en escaramuzeas esporádicas. Antes de volver a sus bases, las brigadas de las FAR, siembran en territorio saharaui todas las minas que pueden. El 24 de junio, un vehículo de artillería voló por los aires al pisar una de estas minas. Perdieron la vida un teniente, un sargento y tres soldados saharauis. Los muertos españoles fueron enterrados casi de forma clandestina por orden del gobierno de Arias Navarro.
La presión del régimen alauí –aquellos días– llegó a su cúspide cuando la Corte Internacional de Justicia emitió su dictamen –el 16 de octubre– concluyendo, por un lado, que el Sáhara Occidental no era una tierra sin amo (terra nullius) en el momento de la colonización por el Reino de España y, por el otro, la inexistencia de vínculos de soberanía territorial entre el Sahara Occidental, ni con el Reino de Marruecos, ni con el Conjunto Mauritano.
Hasan II, viendo que había perdido la batalla jurídica, decidió tomarse la justicia por su mano; y, ese mismo día (16 de octubre) con la ayuda de EE.UU. y Arabia Saudí, inició los preparativos para invadir el Sahara Occidental con una masa humana hambrienta de 350.000 personas. Durante 12 días, los integrantes de esta marabunta –que, mayoritariamente, eran campesinos pobres reclutados a lo largo y ancho del reino– fueron transportados en 10 trenes diarios hasta Marrakech. Desde allí fueron trasladados en 7.813 camiones, primeramente a Agadir y posteriormente a Tarfaya (localidad situada en el límite meridional de Marruecos, colindante con el Sahara Occidental). La marea de desposeídos (en la que se habían camuflado Fuerzas regulares y agentes del Coronel Ahmed Dlimi), golpeada por el infortunio y enardecida por las soflamas de su perverso rey (que deseaba desviar la atención de su pueblo de las graves crisis sociales y políticas que carcomían su reino y alejar al ejercito de éste, para evitar ser destronado, ya que –el 10 de julio de 1971 y el 16 de agosto de 1972– sufrió dos golpes de Estado consecutivos, de los que salió ileso de milagro) se adentró en territorio saharaui el 6 de noviembre.
Juan Carlos I no tuvo la valentía y la altura de miras que se precisaban en ese momento
La tensión en la frontera era máxima. Los soldados españoles apostados en la misma, estaban en posición de combate y, exaltados, ansiaban que sus mandos les dieran la orden de intervenir. Una orden que no llegaría nunca, sencillamente porque, hace semanas, que el Gobierno español, confabulado con Hasan II y, a espaldas del pueblo saharaui, del ejército destacado en el Sahara y del embajador de España en la ONU –el Sr Jaime de Piniés– estaba negociando en secreto la entrega del Sahara Español a Marruecos.
El Secretario General de Naciones Unidas –Kurt Waldheim– viendo que España era incapaz de resistir la presión del régimen alauí (y esto es algo que muy pocos saben) se ofreció a encargarse del territorio y llevarlo a la autodeterminación. Kurt Waldheim solo necesitaba que España le dejara, provisionalmente, un contingente militar de 10.000 legionarios que estarían bajo la bandera de la ONU, para mantener el orden en el territorio. Él se encargaría del resto.
Jaime de Piniés (al que esta propuesta le parecía una salida magnífica al órdago lanzado por Hasan II) transmite –el 13 de noviembre con carácter urgente– al Ministerio de Asuntos Exteriores un documento con todos los detalles del plan; pero el Gobierno no le presta ninguna atención. Al día siguiente, se consumó la traición. Kurt Waldheim, le había brindado a Juan Carlos I una oportunidad inigualable, de iniciar su reinado con una decisión que engrandecía a España y le encumbraba a él como rey, a la vez que reforzaba el reconocimiento de la Corona, disipando, en cierto modo, las brumas que envuelven su designación (por Franco) y su pasado principesco estrechamente ligado a éste.
Desgraciadamente, Juan Carlos I no tuvo la valentía y la altura de miras que se precisan en ese momento para tener este enfoque y, paralizado por el miedo a perder la Corona –como le está ocurriendo a Sánchez (aunque en un contexto bien distinto) estos días que, con tal de conservar el poder, es capaz de vender su alma como hizo (Raphaël de Valentin) el personaje de Honoré de Balzac en La piel de Zapa– optó por traicionar a un pueblo hermano, provocando su genocidio y abocándolo a una guerra –desigual– que continua librando hasta hoy, para recuperar la tierra que él –ilegalmente– entregó al invasor y tiránico régimen alauí.
En cambio, el tercer aniversario del otro viernes (13 de noviembre de 2020) es una efeméride –engalanada con el verde de la esperanza que aquel día recuperamos y el áureo resplandor de un nuevo amanecer – que saludamos y celebramos con júbilo, reafirmando nuestro compromiso solemne de proseguir, con la constancia y la abnegación que nos son naturales, la lucha armada hasta la liberación del último palmo de Saguia Elhamra y Río de Oro. Con esta voluntad firme y conmemorando este día señalado, el Secretario General del Frente Polisario y presidente de la RASD, Brahim Ghali, inauguró (el día 13 de noviembre) la Base Militar 13 de Noviembre, valorando en su justo significado la trascendencia de esta fecha, que constituyó para nuestro pueblo un nuevo comienzo.
El 13 de noviembre de 2020, retomamos las armas y reiniciamos la guerra que (erróneamente) habíamos pausado –en junio de 1991– cuando ya la teníamos ganada. Aquel verano de 1991, Hasan II probó el sabor amargo de la derrota al ver que, en cada uno de los mortíferos ataques del ELPS (Ejercito de Liberación Popular Saharaui) sus huestes se batían en retirada, abandonando a sus muertos y heridos en medio del desierto; y llegó a la conclusión de que sus cálculos habían fallado por completo al subestimar las capacidades de los saharauis, considerando que solo eran un puñado de nómadas indefensos que su ejército reduciría en una semana.
Con tal de no reconocer la derrota (línea roja ésta cuyo ego no le permite traspasar) recurrió a la ONU para conseguir un alto el fuego. Los saharauis, insuperables en el campo de batalla, pero poco bregados en las lides de la jungla diplomática; confiaron en la ONU y accedieron a su petición, cayendo de lleno en la trampa del “plan de paz”, que, en realidad, era un plan de desgaste que los sumergiría en un soporífero letargo (que duraría 29 años) y del que no despertarían hasta el bienaventurado viernes 13 de noviembre de 2020.
A partir de ese día, es decir, desde hace tres años, las posiciones del enemigo a lo largo del muro –de 2720 Km de longitud (reforzado con alambradas y sembrado con minas de todo tipo) con el que ha cercado las zonas ocupadas del Sahara Occidental– están siendo sometidas a duros bombardeos día y noche.
Marruecos no reconoce las pérdidas materiales que sufre y oculta las bajas que tienen lugar entre sus filas
Marruecos no reconoce las pérdidas materiales que sufre y oculta las bajas que tienen lugar entre sus filas, tratando (en secreto) a los heridos en hospitales exclusivamente militares y enterrando a los soldados en medio de la oscuridad de la noche, para evitar que nadie los vea, cometiendo para con ellos un doble crimen: arrojarlos a una guerra injusta y negarles una sepultura digna.
el Majzen se limita a asesinar con drones israelíes a los civiles saharauis, argelinos o mauritanos que están de paso por el desierto, y resta importancia a los ataques saharauis y/o directamente (a través de su maquinaria de propaganda) niega la existencia de la guerra. Una guerra que lo está desgastando y que ya es imposible de ocultar, porque los bombardeos del ELPS están traspasando el muro, golpeando las bases militares que se creían a salvo detrás de él, e incluso alcanzando emplazamientos estratégicos como los aeropuertos de Smara y de Mahbes, de donde salen los drones israelíes.
Los medios de comunicación, eclipsados por la propaganda alauí y por el férreo y permanente bloqueo informativo marroquí, así como por los numerosos medios de desinformación a sueldo del Majzen; califican la guerra del Sahara como una “guerra de baja de intensidad”. Los saharauis, con la paciencia que caracteriza a los hijos naturales del desierto, no tienen prisa. Son corredores de fondo, y saben que, al final, esta negación de la guerra y esta teoría (de la “guerra de baja intensidad”) que El Majzen ha alimentado, se volverá contra él; al estar sufriendo en silencio las consecuencias inasumibles de una guerra que lo está desgastando.
Para entender lo que estamos diciendo, basta con hacer un simple razonamiento: Si Marruecos, teniendo al frente a Hasan II –cuyo carisma maquiavélico tenía proyección internacional, estaba arropado por los círculos de poder global, y sobrevivió (como hemos citado) a dos sangrientos golpes de Estado consecutivos– fue incapaz de soportar las enormes pérdidas humanas y materiales infligidas por el ELPS y perdió la guerra en 1991, ¿Cómo puede pensar alguien que Marruecos, comandado por su obtuso hijo –que vive totalmente ajeno a la realidad, no ya del reino, sino del mundo en general– va a cosechar otro resultado que no sea la derrota más absoluta? Es más, su inepto hijo, si no se retira a tiempo de la contienda, probablemente, acabará perdiendo el trono.
Y para que nos hagamos una idea, solo el mantenimiento del muro que serpentea de norte a sur por el Sáhara Occidental, le cuesta al régimen alauí, tres millones de dólares diarios, además del coste incalculable que supone el despliegue de los más de 100.000 soldados atrincherados a lo largo del mismo. Si a esto le sumamos los bombardeos diarios que lo hostigan –día y noche– llegará un momento en que, ni el expolio de los recursos naturales del Sahara, ni la deuda astronómica contraída, ni los millones que obtiene de Europa (supuestamente para contener la emigración); serán suficientes para sufragar este pozo sin fondo que se traga, no solo las vidas de los soldados que son enterrados furtivamente en medio de la noche, sino también las esperanzas y las ilusiones de todo el pueblo marroquí, que se ve sumido en tales extremos de pobreza, hasta el punto de verse obligado a huir en masa –en condiciones suicidas– hacia las costas europeas.
Cabe señalar, que las condiciones de vida de la tropa destacada en el muro, siempre han sido deplorables. Más que soldados, parecen zombis escuálidos ataviados con harapos, que malviven hacinados en agujeros cavados en medio del desierto, emulando a los personajes del mundo apocalíptico de las películas de George Miller. Desde hace tiempo, el muro se ha convertido en una cárcel opresiva en la que los suicidios se han vuelto habituales, y los soldados que no recurren a la deserción, solo la abandonan para ir directamente al manicomio. Ahora, con la vuelta a la guerra, las trincheras cavadas por los soldados en esta cárcel opresiva, se han convertido en su propia tumba.
Esta es la otra cara del muro, que el mundo ignora. La cara real del muro que Marruecos presenta como el prototipo de las posiciones defensivas, no es sino una costosa e inmunda ratonera en la que, irónicamente, están atrapados miles de soldados.
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