La amnistía ya está hecha y hasta parece caducada, que de no quererla mencionar Sánchez hemos pasado a que al españolito la palabra le suene como a Mirinda. La amnistía ya está hecha, aunque ahora comience su trámite parlamentario, que es eso, un trámite, como una cita en el catastro. La amnistía ya está hecha y superada, y los amnistiados y amnistiadores ya están en el siguiente paso, que a ver para qué se van a estar reuniendo por Bruselas o Ginebra, todos con abrigo y neblina de Telón de Acero, si ya tenemos la reconciliación, la concordia y hasta el anuncio de turrón con sus abrazos de manoplas y sus lagrimones de almendra. La amnistía ya ha pasado, ya la ha tragado el español como la píldora o rueda de molino que Sánchez nos ofrece cada día en sus desayunos de hospicio. Ahora habrá que tragarse otras cosas, como lo del lawfare, que empieza a sonarnos a videojuego. La amnistía ya está hecha, pero será en las Cortes cuando veamos tramitar una ley como un sacrilegio, exactamente como en el golpe del Parlament, ahora borrado de la infamia.

La amnistía puede sonar ya a Yoplait o a cita en el padrón, pero sigue siendo lo que es: ciertos partidos políticos han conseguido la impunidad para los delitos de sus cabecillas, soldados y fieles a cambio de sus votos en la investidura. Lo demás son pasos de baile de Sánchez, anuncios de turrón de Sánchez y espectáculos de patinaje de Sánchez, que tenemos un presidente que se dedica más al circo sobre hielo de sus propias mentiras y fluidos que a gobernar. Sánchez, además, se nota que se lo pasa bien. Sánchez presenta sus libros de Terelu como si fuera Terelu; Sánchez se deja entrevistar en salones con misticismo y soperas como Pitita; Sánchez hace bromas con el relator salvadoreño, que ya le parece un personaje nacional como el butanero, y yo creo que lo que quiere no es que le den el Aló presidente de Maduro sino el programa de Joaquín.

La amnistía sólo sirve para que Sánchez siga enseñando la cacha, ya lo decía yo ayer, que eso es lo que le gusta, más la provocación que el poder

La amnistía es esa fiesta de Sánchez, que es sobre todo la fiesta de Puigdemont y de todos los enemigos declarados del Estado (no digo enemigos de ninguna España jotera ni joseantoniana, sino del concepto de Estado moderno, basado en la ley y no en tribus ni familias intercambiándose lechos, oro o pipas). Aunque no todos se lo pasan bien, que yo diría que hay quien empieza a sufrir de estómago o de rubor. Patxi López, el pobre, tiembla y suda como si cada texto a leer fuera un cucharón lleno de ricino. Los editorialistas y tertulianos adeptos o adictos parecen sufridas hilanderas de palacio, tenaces pero medio ciegas. Hasta los ministros diría yo que son ya como un coro de habaneras o villancicos harto de las habaneras y los villancicos, que les quedan sin amor ni convicción. Aunque Sánchez se los lleve de 14 en 14 en microbuses como de majorettes, para que le apoyen en su promoción como escritor / estadista / Gran Líder (Kim Il-sung escribió oficialmente 18.000 libros, que quizá todo es cuestión de ponerse a contratar negros), ya digo que los ministros empiezan a parecer agotados. Hasta Bolaños habla como a cuerda, moviendo la mano de madera como un autómata pitoniso de feria o un santo de bendecir borriquitos de pueblo y loros de vieja.

La amnistía sólo sirve para que Sánchez siga enseñando la cacha, ya lo decía yo ayer, que eso es lo que le gusta, más la provocación que el poder. En realidad Sánchez no tiene poder, lo ha vendido todo y sólo le queda el título, como una marquesa del Hola que enseña la consola napoleónica y una foto con Rainiero aplastado por el peinado de la señora como un globo de los Montgolfier. Yo creo que hay dos cosas que le faltan a Sánchez para ser de verdad el personaje sublime al que aspira o que algunos creen. Una es verdadero poder, al que nuestro ambicioso presidente ha renunciado a cambio del mero brilli-brilli, de figurar y desfilar. Sánchez no puede hacer nada sin un cónclave de tribus, jefecillos y sectas, y eso no da ni para presidente historiográfico ni mucho menos para dictador de gorra gorda, si acaso sólo da para primera vedete. Y luego está esa última debilidad de Sánchez, la de pretender aún convencernos con ese relato infantil que les hace repetir a sus ministros con zambomba y a sus tertulianos con anisete, lo de la concordia y el espíritu navideño de rozarse las narices de reno o esquimal con Puigdemont. Está uno casi decepcionado, viendo que a Sánchez le falta inteligencia para aspirar al poder real y valentía para merecer al menos cierto respeto.

La amnistía ya ha pasado, ahora sólo queda ver este ceremonial de curitas del relato intentando meter en la pila bautismal de la democracia este engendro cabezón, esta escandalosa compra de la presidencia del Gobierno a cambio de impunidad penal. Por eso es incluso más doloroso, porque en el propio Congreso, como ocurrió en el Parlament, vemos a bárbaros proclamando que los políticos están por encima de las leyes y de los jueces, que pronto recibirán visita de comisarios políticos. Es terrible que en los acuerdos, en los discursos, en los artículos, se justifique la demolición del Estado de derecho, pero verlo en las Cortes es como una señal apocalíptica, que yo creo que crujían las sagradas maderas como un trueno sobre el Gólgota.

La amnistía ya está hecha, pero ahora nos vamos a ir dando cuenta de la gravedad de lo que viene con ella, al empezar a verla sacralizada, purificada, en el Congreso. Igual que pasa con el lawfare, que aun con nombre de tendencia en decoración significa nada menos que los políticos podrán evaluar a los jueces que los juzguen. Y, a pesar de todo, yo creo que Sánchez no tiene esto como objetivo. Es el objetivo de sus socios, que sólo se convierte en suyo porque son los que le pagan la fiesta. Sánchez no da ni para dictador, que ningún dictador aspira a estar ahí sólo para enseñar la cacha. Eso es, no más, lo que quiere él. Y hasta que no lo diga clara y empoderadamente, no lo vamos a respetar. No ya como gobernante, que eso es imposible incluso para sus votantes, sino como enemigo. Alguien con, al menos, la valentía de asumir su absoluta, vana y pomposa amoralidad.