El presidente Sánchez llama a Feijóo, llama con su teléfono de góndola o de bañera, con gran horquilla rococó, como Sara Montiel; llama con su turbante de toalla, con su cigarrillo con boquilla de la Pantera Rosa o de Mata Hari, con su timbrazo de emergencia de bombero de cine mudo o de antojo en un hotel de Saint-Tropez, y claro, al presidente hay que contestarle. El presidente llama, con una urgencia golosa, como un capo al que le gustan las manzanas, o con una autoridad entre militar y eclesiástica, como el coronel o el papa que quieren un huevo pasado por agua como pasado por el Espíritu Santo. El presidente Sánchez llama, que eso suena a cañonazo, a campanazo, a bastonazo, y hay que contestarle y presentarse, como si te llamara Zeus o Florentino Pérez. Al menos, eso es lo que ha dicho Calviño, que de ser la cabeza trigonométrica de la economía española va a pasar a ser una jubilada en las bañeras napoleónicas de oro de los bancos europeos, pero, antes, eso sí, quiere ser la señora que toca el cencerro en la Moncloa para que acudan los criados, los patos y el señor Feijóo, que por lo visto tiene que venir con las sales de baño o con el albornocito de ligón de Sánchez, que está ahí, mientras, enfriándose.
Calviño, que ya digo que ha pasado de la matemática dura y la macroeconomía cruda a estar pendiente de los timbrazos de Sánchez como los de Downton Abbey, está últimamente nerviosísima bajo sus miriñaques porque Sánchez llama a Feijóo, en un gesto magnánimo y trabajoso, como si con el teléfono levantara un gran puente levadizo, y Feijóo no corre hacia él como el copero, el peluquero o el garçon del pis de Mel Brooks. También Rajoy, cuando era presidente, llamaba a Sánchez y éste lo despreciaba, ensayando ya ese desprecio por la ultraderecha, que está claro que Rajoy era ultraderecha, con ese franquismo como filatélico que había en su gobierno filatélico y en sus modos filatélicos. Pero una vez que Sánchez ha instalado el Gobierno de Progreso como una especie de Versalles de sus palanganeros y sus tertulianos, o sea una vez que hay un gobierno no ya legítimo sino legitimador, con capacidad para expulsar de la política, la sociedad y la moral (la moral caprichosa de un amoral, eso sí) a los demás, a Sánchez, cuando te llama, hay que ir a besarle el pie nazareno y a que te consagre incluso el facherío o la escrófula, por si aún te puede curar su mano milagrosa de santo baloncestista.
La verdad es que el Gobierno de España era, hasta ahora, una especie de sucursal de las pesetas de Franco o de los poetas de glorieta de Franco, y no merecía demasiado respeto. Con Sánchez es otra cosa. A Sánchez hay que respetarlo porque sí, como si fuera el Rey León, y además aplaudirlo en todo, como a Nerón en sus recitales, que eso es aplaudir a España como entonces era aplaudir a Roma. Sánchez, cuando la oposición hace oposición, lo llama crispación, deslealtad, cultura del odio, todo eso mientras él sigue dándoles a los de Bildu terrenos para levantar sus cementerios arborescentes y mientras sigue diciendo que la realidad, lo que ven nuestros ojos, e incluso lo que ha llegado a decir él mismo en otra vida o en otro universo, es sólo el contubernio membranoso que forman la derecha política, económica, mediática y seguramente cartaginesa. Ir a negociar con Sánchez es como ir a una cena con asesinato, pero con muerto de verdad, o ir a cenar con Drácula. Pero Sánchez no consiente la descortesía de que le rechacen la cena espeluznante, la mesa con tarántulas, el pacto con copones de sangre, burbujeantes y calientes como vómito.
Quizá es que Sánchez quiere seguir demostrando que puede hacerlo todo, y en eso entra convertir a una economista en monja de regletazo y a la oposición en gente que te tiene que traer la palangana por las mañanas
Sánchez llama, que ya nadie llama, que llamar por teléfono es como ir a ver a alguien en dirigible. Pero Sánchez disfruta de la pompa antigua, él que tiene algo de zar de vals y huevito de Fabergé, y le gusta llamar a través de un teléfono de cordón gordo, como de telón de ópera, y que el que conteste al otro lado, tras océanos de crujidos, vaya rápido y como a caballo a atender su desayuno, su gota o su coquilla. Sánchez no entiende ni tolera que él quiera sentar a Feijóo junto a él, en la cama o en la mesa, y presentarle sus deposiciones o su casquería de estado, y Feijóo se haga de rogar. Eso sí, no sé por qué manda a Calviño a que se lo haga saber, quizá por tener esa cosa de monja que te enseña modales de monja, todo estreñimiento y frustración, lo mismo en la economía que en la mesa. Yo no sé qué está haciendo Sánchez con sus mejores ministras, que a la ministra económica del milagro económico la manda a disciplinar a la oposición desleal, y a la ministra feminista del milagro feminista la devuelve a pedir limosna a las iglesias limosneras de la izquierda. Quizá es que Sánchez quiere seguir demostrando que puede hacerlo todo, y en eso entra convertir a una economista en monja de regletazo y a la oposición en gente que te tiene que traer la palangana por las mañanas, al primer timbrazo de teléfono como un cornetazo.
Llama Sánchez, con su alto teléfono de hojaldre, como si llamara Sara Montiel o Elizabeth Taylor (Sara Montiel era nuestra Elizabeth Taylor en barreño de latón), y al otro lado tienen que sonar las campanillas de la cocina, los relojes de las iglesias, las puertas de las caballerizas y los trompetazos de los cuarteles, incluso en Génova. Yo entiendo a Feijóo, que además de no ser monárquico de Sánchez sabe que con nuestro presidente no se negocia, sólo se compra o se vende. Y Feijóo no tiene nada que pueda comprar ni nada que quiera vender, menos aún para que Sánchez lo revenda o desguace para sus socios (Feijóo no tiene nada, en realidad, excepto no ser Sánchez). Llama el presidente Sánchez, levanta su gran teléfono de trinchera o del Palace, pero la verdad es que sólo habla para sus camareros, botones y peinadoras. Más allá del vestidor ya no tiene poder ni merece respeto. Pero el huevito pasado por agua le llegará con ceremonia de cabeza cortada en bandeja de plata, y ya con eso él se conforma.
El presidente Sánchez llama a Feijóo, llama con su teléfono de góndola o de bañera, con gran horquilla rococó, como Sara Montiel; llama con su turbante de toalla, con su cigarrillo con boquilla de la Pantera Rosa o de Mata Hari, con su timbrazo de emergencia de bombero de cine mudo o de antojo en un hotel de Saint-Tropez, y claro, al presidente hay que contestarle. El presidente llama, con una urgencia golosa, como un capo al que le gustan las manzanas, o con una autoridad entre militar y eclesiástica, como el coronel o el papa que quieren un huevo pasado por agua como pasado por el Espíritu Santo. El presidente Sánchez llama, que eso suena a cañonazo, a campanazo, a bastonazo, y hay que contestarle y presentarse, como si te llamara Zeus o Florentino Pérez. Al menos, eso es lo que ha dicho Calviño, que de ser la cabeza trigonométrica de la economía española va a pasar a ser una jubilada en las bañeras napoleónicas de oro de los bancos europeos, pero, antes, eso sí, quiere ser la señora que toca el cencerro en la Moncloa para que acudan los criados, los patos y el señor Feijóo, que por lo visto tiene que venir con las sales de baño o con el albornocito de ligón de Sánchez, que está ahí, mientras, enfriándose.
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